Coronavirus en la Argentina: las cacerolas, el despertador para un gobierno enamorado del aplauso
Es un acto reflejo en la política argentina desde hace 18 años: truenan las cacerolas y los gobiernos tiemblan. De repente, sin una cara que los convoque, decenas de miles de argentinos salieron a los balcones a protestar contra la salida multitudinaria de presos que alegan el peligro de contagiarse el coronavirus.
La administración de Alberto Fernández empezó a entender solo en las últimas 48 horas que se estaba inoculando una crisis innecesaria con su impulso apenas disimulado a la apertura de las rejas. Acaso embriagado por las encuestas que rescatan la valoración social a sus reflejos para decretar a tiempo el aislamiento y evitar un desmadre de la pandemia, el Presidente desoyó las alarmas tempranas que desde su coalición le hacían llegar por los beneficios carcelarios otorgados a mano tendida principalmente en la provincia de Buenos Aires.
Hay fibras sensibles de una sociedad que no se borran ni siquiera en situaciones extremas. El miedo a la inseguridad acompaña a los argentinos desde hace décadas, al tope siempre de la preocupación social, en las buenas y en las malas. El goteo de noticias sobre condenados por violaciones, asesinatos y secuestros que vuelven a la calle ante la vista gorda -y hasta cierta celebración- del oficialismo incubó la indignación de una sociedad obligada al encierro desde hace 40 días.
Son temas de los que no se sale ileso ante la opinión pública. Fernández ya lo vivió en 2004, en plena primavera nestorista, cuando una movilización impactante frente al Congreso acompañó el reclamo de Juan Carlos Blumberg, a quien le habían secuestrado y matado a su hijo Axel. Aquel primer kirchnerismo conoció entonces lo que era jugar a la defensiva y reaccionó con una catarata de leyes de mano dura –y escasa eficiencia- para calmar rápido el malhumor de la plaza.
Esta vez Fernández se choca con un conflicto que expone el delicado equilibrio que le toca ejercitar para la administración de una coalición peronista en la que gran parte del poder reside en un sector altamente ideologizado, atado a una agenda judicial particular y que se siente responsable de haberlo encumbrado a la Presidencia.
El Gobierno se fue metiendo en cámara lenta en una trampa armada por sí mismo
En el "dejar hacer" que Fernández predica con sectores duros del kirchnerismo empezó a gestarse el conflicto de las salidas de presos. El argumento atendible del peligro que plantea el coronavirus en la población carcelaria, con niveles dramáticos de hacinamiento y falta de higiene sobre todo en Buenos Aires, empezó a mezclarse con los intereses oportunistas de los operadores de la liberación de exfuncionarios detenidos por corrupción. Con el condimento adicional de cierta mirada complaciente a la "cultura tumbera" que circula entre algunos oficialistas. El súmmum fue el presidente de la Comisión Provincial de la Memoria, Cipriano García, que llamó "compañeros prolibertad" a un grupo de amotinados que tomaban el penal de Melchor Romero.
El Gobierno se fue metiendo en cámara lenta en una trampa armada por sí mismo. El secretario de Derechos Humanos, el camporista Horacio Pietragalla, empezó a moverse para sacar de la cárcel a Ricardo Jaime y a otros presos célebres de la anterior etapa kirchnerista. Amado Boudou había conseguido la domiciliaria días antes. La Justicia bonaerense, acaso los tribunales más permeados por la política de todo el país, recibió guiños desde muy arriba para avanzar con liberaciones en masa de reclusos a raíz del riesgo de contagio de coronavirus. Un inorgánico del oficialismo como Raúl Zaffaroni –respetadísimo por Cristina Kirchner- agitaba los medios con el reclamo de desagotar las cárceles.
Atrapado en la angustiante gestión de la cuarentena y de una economía paralizada, el Presidente "dejó jugar", a pesar de que en su entorno encendían alarmas. Sobre todo, después del motín del viernes pasado en Devoto, con presos de alta peligrosidad que exigían negociar liberaciones masivas.
Cuidar a Cristina
Fernández se mueve entre posiciones contradictorias, con la intención de que no haya demasiado ruido. A Pietragalla lo llamó "a consultas", en lo que pareció una reprimenda. Pero después lo defendió en público, como si temiera enemistarse con los soldados de Cristina. En el fondo, nadie más que ella empuja la agenda judicial contra las causas sobre corrupción en su mandato.
El lunes el Presidente cruzó una línea al avalar las "libertades restringidas", ante el riesgo grande de contagio en lugares de alta concentración humana como son las cárceles. Y -apegado a su papel de profesor- alegó razones técnicas que, en su visión, recomiendan avanzar en esa dirección.
La teoría jurídica y la práctica política no siempre van de la mano. El humor social empezó a enturbiarse. Casi al mismo tiempo salían a la luz nombres de delincuentes peligrosos beneficiados con la prisión domiciliaria, amparados en su temor al contagio.
Sergio Massa pareció el primer dirigente de peso de la coalición gobernante en detectar el peligro de confiarse demasiado en las encuestas elogiosas. Habló de "jueces irresponsables" y advirtió que "las penas están para ser cumplidas". En la provincia, el ministro Sergio Berni también se atrincheró en contra de las liberaciones, ante el ensordecedor silencio del gobernador Axel Kicillof.
Son horas de control de daños y debate interno en un espacio político en el que cohabitan posiciones poco compatibles. El costo político que ha pagado Fernández resulta altísimo
Fernández empezó a retroceder el miércoles, cuando ya se convocaban en redes los cacerolazos y algunas encuestas que llegaron a la Casa Rosada reflejaban un malestar creciente por la cuestión de los presos. Aclaró entonces y por escrito, para evitar patinazos, que él no favoreció nunca indultos."En Argentina la solución del problema está en manos de los tribunales. Son los jueces naturales quienes, de considerarlo necesario, disponen libertades", añadió.
Al mismo tiempo dio la orden de bajarle el nivel a la negociación con los presos de Devoto -sacó de la cancha al viceministro de Justicia, el cristinista Juan Martín Mena-. Y ocupó el terreno público con voceros oficiales que desmintieron cualquier intencionalidad del Gobierno en la suelta de presos. La prioridad es desmentir que exista un plan oficial para vaciar las cárceles. Todavía sin dar un paso hacia la empatía con las víctimas.
Son horas de control de daños en un espacio de poder en el que cohabitan posiciones poco compatibles. Incluso dentro de un mismo ministerio, como el de Justicia. El costo político que ha pagado Fernández resulta altísimo.
En un momento extremo, de emociones en la montaña rusa, las cacerolas pueden ser un despertador ingrato pero efectivo para un gobierno que se había acostumbrado demasiado pronto al aplauso.
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