Conversaciones con Jacobo Árbenz
Acabo de leer Tiempos recios, la excelente novela de Mario Vargas Llosa. Sus páginas entretejen la ficción con la historia real de la llamada "primavera guatemalteca" de 1944-54 y me conmovieron por más de un motivo. El principal es que rescatan una experiencia que constituye un doloroso parteaguas de la política latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. A esto se suma una circunstancia personal que nunca conté en más de medio siglo y que ahora la novela y el tiempo transcurrido me inducen a narrar.
Antes, algunos datos. En esos tiempos recios, Guatemala era un país abismalmente pobre, gobernado por dictadores y explotado brutalmente por la United Fruit (la "Frutera"), empresa que popularizó el banano en los Estados Unidos y otras partes del mundo mientras ampliaba sus dominios al resto de América Central y el Caribe. Finalmente, en 1944 estalló allí la denominada Revolución de Octubre, dirigida por una Junta a cargo del mayor Francisco Arana, del capitán Jacobo Árbenz y del empresario Jorge Toriello, que convocó a las primeras elecciones democráticas de la historia guatemalteca. Las ganó con el 85% de los votos Juan José Arévalo, un profesor de filosofía que había estado exiliado en nuestro país. Arévalo era un "socialista espiritual" que repudiaba al comunismo. Pero la United Fruit no podía tolerar a un gobierno dispuesto a permitir la formación de sindicatos y, peor aun, a dictar una ley antimonopólica similar a la de los Estados Unidos. Montó entonces una gran campaña para denunciarlo como agente de la Unión Soviética y tuvo un enorme éxito. ¿Cómo lo logró? La descripción de Vargas Llosa es insustituible y tendría que ser de lectura obligatoria en colegios y universidades. (Le agregaría un recuerdo. Cuando Arévalo regresó a su tierra, saludó a la multitud desde la escalinata del avión con su sombrero en la mano. La revista Life borró el sombrero y convirtió el saludo en un gesto nazi. Comunista o nazi, lo inapelable era su totalitarismo). Las denuncias se intensificaron luego de las elecciones de 1950, cuando Jacobo Árbenz lo sucedió con el 65% de los votos. Este coronel de ascendencia suiza pretendía que la Frutera pagase impuestos (siempre había estado absolutamente exenta) y que se aprobara una Reforma Agraria que habilitase a los campesinos a trabajar las tierras sin cultivar. Esto movilizó rápidamente a los hermanos Dulles (John F., Secretario de Estado de Eisenhower, y Allen W., Director de la CIA), abogados y accionistas de la United Fruit, y a Henry Cabot Lodge, miembro de su directorio y embajador ante la ONU, y Estados Unidos orquestó sin disimulos un golpe militar. En 1954, sus aviones bombardearon Guatemala y Árbenz se vio obligado a renunciar.
Voy a mi historia. En 1956/7 yo presidía el Centro de Estudiantes de Derecho (UBA) y era un entusiasta admirador de la "primavera guatemalteca", al punto de que nuestra sede se llamó Galería del Quetzal. Por esos días, leí Conversaciones con Nehru, de Tibor Mendé, así que cuando me enteré de que Árbenz se había asilado en Uruguay, me faltó tiempo para llamar a mi amigo Gregorio "Goyo" Selser, autor del reciente y exitoso Sandino, general de hombres libres. ¿Por qué no seguíamos ese modelo para conversar, a nuestra vez, con Árbenz, que desde su caída nunca había concedido entrevistas? A Selser le gustó la idea y se la planteamos a Manuel Galich, ex embajador de Guatemala en la Argentina. La respuesta fue favorable y acordamos que nada se haría público sin el visto bueno previo del propio Árbenz. Viajamos en el vapor de la carrera y, para nuestra emoción (Goyo tenía 35 años y yo, sólo 23), en su hotel de Carrasco nos estaban esperando Árbenz (44) y su esposa, María Cristina Vilanova (42). Él, erguido y apuesto; ella, la hermosa y rebelde salvadoreña de clase alta que lo había hecho comprender las injusticias sociales que pesaban sobre sus pueblos.
Hablamos a diario durante toda la semana, aunque Selser se volvió antes por su trabajo en La Prensa. De los rasgos que se le atribuían a Árbenz, no pudimos confirmar la parquedad que le había valido el apodo de "El Mudo". Sí, en cambio, su afición por el whisky. Una tercera característica, la ingenuidad, remite a una pregunta conocida: ¿debe un político tratar de decir siempre la verdad? Era evidente que Árbenz se expresaba sin afeites ni dobleces. Un par de ejemplos.
Con el atrevimiento de mis pocos años, le pregunté si, como circulaba, había ordenado matar a Arana, su rival por la presidencia. Me contestó sin inmutarse que Arévalo había decidido el arresto de Arana por conspiración y que él, como Ministro de Defensa, era el responsable del operativo. Dispuso que sus hombres interceptaran el auto de Arana, que cumplieran la orden a como diera lugar y vigiló todo en persona desde una distancia de unas dos o tres cuadras. Arana se resistió a los tiros y murió en esa balacera. A Selser y a mí nos quedó claro que a buen entendedor… Otro ejemplo: dado que se lo acusaba de comunista, ¿por qué se asiló justamente en Checoeslovaquia? Respuesta: ¿por qué no, si en otros lados no me admitían? Además, ahora se había venido al Uruguay. ¿Algo cambió?
Con la misma llaneza se refirió a todos los temas que le fuimos planteando. Jamás en su vida había sido comunista, su gobierno no mantuvo relaciones diplomáticas ni comerciales con la URSS y, por otra parte, el Partido Guatemalteco del Trabajo sólo tenía un puñado de miembros. Una noche, caminando por la playa, me preguntó si yo había leído a Marx. Le dije que sí. Me acuerdo de sus palabras. "¿Sabes cuándo lo leí yo por primera vez? Cuando ya era presidente, robándole horas al sueño".
Desde luego, defendió apasionadamente la Reforma Agraria de 1952, que se votó luego de varios meses de amplios y democráticos debates públicos. Esta ley demonizada por la oposición, concernía sólo a las tierras ociosas de los grandes propietarios, a quienes se indemnizaba debidamente. Las parcelas se les daban a los indígenas en usufructo, no en propiedad, y se les proporcionaba ayuda técnica. Lo que no pudo prever (y condenó reiteradamente) fue que dirigentes campesinos quisieran acelerar el proceso, ocupando varias fincas de modo ilegal, premura típica de quienes despiertan después de siglos de sumisión.
Habíamos grabado nuestras conversaciones en cintas. El último día, Árbenz y su esposa me llevaron al puerto en su auto y allí advirtieron que yo tenía ese material en mi portafolios. Les pareció peligroso dado que los militares gobernaban Argentina y me sugirieron que se los dejara para que ellos lo enviasen mediante su correo personal. Acepté agradecido. Una semana después fuimos a la casa de Galich a retirar las cajas. Éste se atrasó y su mujer nos hizo pasar a su escritorio. Allí, en un estante, se veían nuestras cintas. Cuando llegó, Galich se apresuró a trasladarnos al living y a decirnos falsamente que Árbenz había retenido las grabaciones porque había sido demasiado franco. Discutimos, le recordamos nuestro acuerdo original pero se mantuvo inconmovible porque era él quien temía que la ingenuidad de su ex jefe pudiera afectar sus ambiciones políticas (acabó dirigiendo años después la Casa de las Américas).
Creo que hubiera sido muy útil que se conociera en ese momento el relato completo de Árbenz, con sus luces y sus sombras. También el modo en que el ejército lo traicionó, saboteando su intento final de formar milicias populares. Y sobre todo, el papel repudiable que jugó Estados Unidos bloqueando a sangre y fuego un esfuerzo genuino por modernizar y democratizar a Guatemala, que hubiese podido cambiar el curso de la historia latinoamericana.
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