Cómo se investigó la filtración mundial de los Pandora Papers
La búsqueda de historias de interés público detrás de 12 millones de documentos crípticos; el acuerdo de confidencialidad y las pautas éticas del consorcio
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La coordinadora para América Latina del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés), lo planteó sin rodeos en su primer correo electrónico. El 17 de noviembre de 2020, Emilia Díaz Struck nos informó a un primer puñado de convocados que iniciaríamos un nuevo proyecto y que había más documentos (y más terabytes) para analizar que en los Panama Papers. Y aportó otro dato: en este caso provenían de 14 proveedores de sociedades offshore distintos, a diferencia de lo ocurrido en la investigación anterior, cuando nos centramos en uno solo, Mossack Fonseca. El desafío sería mayor porque cada proveedor se movía con su propia jerga -para contribuir al secreto que les prometen a sus clientes-, con su propia lógica de archivo y organización de registros.
Cuando el equipo argentino de ICIJ (una organización sin fines de lucro con sede central en Washington, DC) se sumergió en los 11.903.676 documentos de la nueva filtración, abrimos una caja de Pandora, mucho antes de que así fuera bautizado el proyecto. No sabíamos qué contenía ese material. Podía incluir material explosivo o la nada misma. Lo mismo les ocurrió a los más de 600 reporteros de 117 países que trabajaron coordinados en la más profunda confidencialidad.
Participar en los Pandora Papers conllevó cumplir con un primer e insoslayable paso: debimos firmar un acuerdo de confidencialidad –que incluyó mantener en reserva lo poco o mucho que supiéramos sobre el origen de la filtración-, y comprometernos a seguir todas las pautas éticas que fijara el Consorcio.
El objetivo era claro: encontrar historias de interés público para cada uno de los países, compartir los hallazgos y trabajar de manera colaborativa. Del mismo modo que un argentino le pidió a un uruguayo que buscara los balances de una sociedad de su país, un ecuatoriano o un chileno nos solicitaron datos de la Inspección General de Justicia (IGJ) o de un expediente judicial. O nos pidieron contactar, en off the record, a más de una fuente.
Con casi 12 millones de documentos –algunos de una sola carilla; otros con más de mil-, encontrar las historias de relevancia pública e interés periodístico equivale a hallar una aguja en un pajar. Los documentos son complejos, redactados en su mayoría en inglés y en distintos formatos. Porque si Panama Papers tuvo un foco latino muy fuerte, aquí aparecían bufetes jurídicos y contables de todo el mundo, con operaciones desde Chipre hasta Hong Kong, Singapur y China.
En una primera búsqueda, la palabra “Argentina” apareció mencionada 57.307 veces. Pero eso decía poco. Un apellido interesante podía figurar citado una vez en un documento. Pero derivar a cientos de registros más. Desde documentos de texto y hojas de cálculo, hasta PDFs y mails. Y había que reconstruir cada rompecabezas, sabiendo que el objetivo de muchos clientes es figurar lo menos posible y que la compañía de papel opere, abra cuentas o compre bienes ocultando su identidad.
Una vez hallados los primeros nombres cotejamos la información y completamos las historias indagando en registros públicos, expedientes judiciales y múltiples fuentes on y off the record. Y contactamos a los involucrados con debido tiempo, ya que muchas veces requieren consultar a sus contadores y abogados.
Muchos nombres fueron descartados por tratarse de “falsos positivos”. Es decir, porque eran homónimos o porque no pudimos verificar las hipótesis, entre otras variantes. Hacia el final de la investigación, ICIJ -en un trabajo de mucha complejidad- desarrolló un listado preliminar de beneficiarios finales con el objetivo de obtener algunas tendencias. Recién allí se detectó que, con 2521 beneficiarios finales argentinos identificables, el país figura tercero en el ránking mundial, debajo de Rusia (4437) y del Reino Unido (3501).
Los números son, cabe aclarar, conservadores. Solo abarcan a los beneficiarios finales identificables, es decir, personas que son las verdaderas dueñas y tienen el control final de las sociedades offshore analizadas, más allá de quiénes aparezcan como “pantallas”. Otros roles societarios -accionistas, directores y apoderados, por ejemplo- no se tomaron en cuenta para los rankings que desarrolló el equipo de ICIJ.
Los periodistas convocados desde Washington, donde ICIJ tiene su sede, fueron, además de nosotros, Iván Ruiz, Mariel Fitz Patrick y Sandra Crucianelli (Infobae), Emilia Delfino (elDiarioAR) y Ricardo Brom, de LN Data, quien resultó decisivo para procesar el material. Ya habíamos trabajado juntos en al menos otras cuatro investigaciones y volvimos a hacerlo.
Acceder a los datos conllevó aceptar las condiciones de ICIJ. Entre otras, que debían respetarse las pautas de seguridad en las comunicaciones y la fecha y hora de publicación global que se acordara entre todos los periodistas convocados. Y una premisa más: que todos los involucrados que saldrían a la luz serían consultados de buena fe. Es decir, que serían contactados con anticipación, dándoles la oportunidad de aportar la documentación contable, societaria, legal o tributaria que consideraran oportuna.
A partir de allí fueron conformándose, por simple decantación, cuatro grupos oficiosos. El primero, el que incluía a quienes recurrieron al entramado offshore para lavar dinero de, por ejemplo, la corrupción; el segundo, con aquellos que las usaron para evadir; el tercero, el de aquellos que podían tener sus operaciones declaradas pero tenían antecedentes penales o bien eran personas de interés público o personas políticamente expuestas (PEP); y el cuarto, el de aquellas personas que no son de interés público, ciudadanos anónimos cuyas actividades no resultan relevantes para su difusión en la actualidad.
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