Cerruti, la portavoz del sectarismo
La vocera no dijo lo que dijo de la nada; condicionada por una suerte de ceguera ideológica, hay una facción del oficialismo que razona de esa manera: todo lo ven bajo la lógica de amigo-enemigo
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Cuando dice que las piedras en homenaje a los muertos del Covid “las puso la derecha”, ¿la vocera presidencial expresa el pensamiento del Gobierno? Si nos atenemos a los hechos, habrá que concluir que sí: cinco días después sigue en funciones, como si nada, a la espera de que unas disculpas a medias y condicionales (“si alguien se sintió ofendido…”) diluyan el agravio en la vorágine de los despropósitos argentinos. El episodio, sin embargo, está llamado a perdurar porque reabre heridas profundas en la sociedad, justo en el momento en que empezaban a cicatrizar.
La idea, que la propia vocera expuso en sus redes, rampante y orgullosa, revela un sistema de pensamiento enquistado en una facción del oficialismo y que paradójicamente (o no tanto) se emparenta con el razonamiento de los extremos que se suponen antagónicos. Unos hablan de “la derecha”, otros de “la casta”. Responden a la misma lógica: la de la simplificación y la descalificación del otro. No reconocen los matices, la complejidad ni la diversidad de las cosas. Anteponen las categorías ideológicas a las nociones del humanismo y del sentido común. Lo hacen con brocha gorda, apelando a exacerbar resentimientos y antinomias.
La vocera ha pasado por alto un concepto muy elemental: el dolor no es de derecha ni de izquierda, es dolor. Ha demostrado, una vez más, el distanciamiento entre el poder y la sociedad. La situación en la que pronunció la frase de las piedras es muy expresiva: habla desde un mirador de la Casa Rosada, y desde allí señala allá lejos y hacia abajo. Ve la realidad desde las ventanas del poder, a las que ni siquiera se asoma. Y muestra, desde ese lugar, una profunda incomprensión de la sociedad, a la que pretende encorsetar en el chaleco de sus prejuicios ideológicos para explicársela al mundo.
Alcanza con mirar por YouTube el homenaje en el que se colocaron las piedras para entender que allí no había militantes políticos, sino familias atravesadas por el dolor y la ausencia. Fue una manera pacífica y simbólica que, espontáneamente, eligieron padres, hijos y nietos para homenajear a sus muertos, a los que no habían podido despedir. Muchos expresaban –sí– enojo ante un gobierno que administraba la pandemia con ineficacia, abusos y arbitrariedad. Pero no había ideología ni política; había duelo, angustia e impotencia.
Un gobierno que no comprende y no respeta el dolor es un gobierno que ha extraviado la brújula del sentido común. Por eso, lo de la vocera presidencial no es una frase desafortunada ni un desconcepto ligero. Es un agravio que, avalado por el Presidente (como ha ocurrido hasta ahora), lastima a la sociedad en su tejido más sensible.
La vocera no dijo lo que dijo de la nada. Condicionada por una suerte de ceguera ideológica, hay una facción del oficialismo que razona de esa manera. Todo lo ven bajo la lógica de amigo-enemigo. No reconocen en el otro a un semejante, sino a “un cuadro”. Cuando escuchan a alguien, lo único que les importa es identificar si es “de los nuestros” o si es “un facho” al que no se debe escuchar, sino combatir. No hay categorías intermedias. Desde esos dogmatismos, no conciben la función pública como una tarea de servicio, sino como “una lucha”. No se sienten cómodos con la diversidad ni con los matices. Aspiran a que el hegemonismo se imponga frente a la pluralidad. Por eso, aquel que no se “encuadra” es “la derecha”, que es una forma de decir “el demonio”, “el enemigo”, “la antipatria”.
El apoyo de Máximo
No es casual que el hijo de la vicepresidenta y jefe de La Cámpora haya salido en estas horas a respaldar a la vocera. Esa frase los representa. Expresa, de algún modo, su visión del mundo. Le podrán reprochar, por lo bajo, que la haya expuesto, que lo haya hecho justo en este momento, que no haya sido más estratégica. Pero no hay un reproche de fondo. Creen en eso: “las piedras son de la derecha”, la Corte “es golpista”, el periodismo “es destituyente”, la oposición “es antidemocrática” y “está detrás del atentado”. Es una retórica violenta y descalificante que, si se mira de cerca, resulta casi idéntica a la del populismo de derecha que encarna Donald Trump.
Hay un contraste que debe ser apuntado. En el propio gabinete, y dentro de la misma coalición oficialista, son muchos los que se escandalizan frente a la eficacia de la vocera para producirle daño al Gobierno. Ven con estupor el despliegue de arrogancia que combina con un grotesco histrionismo y un burdo afán de figuración. Sin embargo, algo parece sostenerla en el pedestal del poder. Se arroga, incluso, atribuciones que exceden su rol, como la de recibir a una ministra extranjera y mostrarse en las redes como anfitriona estelar.
La permanencia de la vocera se ha convertido en algo mucho más trascendente que la mera supervivencia de una funcionaria. Es un símbolo de la elección de fondo que hace el oficialismo: ¿se abraza a un extremo ideológico o intenta recuperar el sentido común y reconectar con la sociedad? ¿Se aísla en la galaxia del sectarismo o trata de interpretar y entender a los ciudadanos? Nunca es tarde, después de todo, para intentar la sensatez.
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