Carlos Santiago Fayt: abogado de la democracia y juez brillante e independiente
El doctor Carlos Santiago Fayt, con su vida austera, una conducta intachable, su aguda inteligencia y su abnegada dedicación al trabajo, fue, sin duda, uno de los jueces que mejor honraron la dignidad de la Corte Suprema de Justicia.
El juez que todos recordamos, ese hombre de conversación agradable y pausada, se desempeñó en la Corte durante 32 años y superó los 26 años que había permanecido en su cargo, entre 1903 y 1929, el doctor Antonio Bermejo. Pero él no batía récords. Era, simplemente, un hombre tenaz y comprometido con ideales, tanto como juez como, antes, como abogado.
Había nacido en 1918, en Salta, en una familia de modesta condición social. A los 21 años se graduó de abogado y enseguida publicó el primero de sus cuarenta libros. Su título, Por una nueva Argentina, anticipaba sus sueños, aunque no exactamente su derrotero: luego de un frustrado paso por el radicalismo, ingresó en el Partido Socialista, donde figuras como las de Nicolás Repetto y Alfredo Palacios aseguraban la continuidad doctrinaria establecida desde la fundación, a fines del siglo XIX, por Juan B. Justo.
A comienzos de los años 50, Fayt intentó ser gobernador de Salta. Derrotado en las urnas, sin embargo, volvió a irrumpir en la vida pública, en las postrimerías de la presidencia de Juan Domingo Perón. Fundó, así, la Campaña de Educación Cívica, con la cual, todos los fines de semana, y durante muchos años, con otros simpatizantes del socialismo y con radicales y demócratas progresistas, se invitaba a la ciudadanía, desde las plazas de la ciudad, al debate sobre las grandes cuestiones de Estado.
En esa experiencia, apropiada en sus comienzos para un país que restañaba las libertades públicas después del período abierto por la revolución de 1943, se procuró recrear el modelo londinense del célebre Hyde Park, abierto a la discusión viva de todas las ideas. Fayt, con sus enseñanzas, siempre quiso ir a contramano de un país en el que la única palabra que parecía prosperar era la intolerancia.
Su obra siempre fue consecuente con la preocupación por los males que infligiría el populismo al país. Se ocupó de esa grave cuestión, irresuelta hasta nuestros días, desde una perspectiva eminentemente intelectual, más que partidaria. Y de la amplitud con la cual articuló sus reflexiones informan las tres obras que dedicó al fenómeno del peronismo.
El valor de la Constitución
En la primera parte de los años 60, Fayt también sobresalía como titular de Derecho Político en las facultades de Derecho de las universidades de Buenos Aires y de La Plata. Pero el ciclo se interrumpió. Como derivación de La Noche de los Bastones Largos, punto de partida del gobierno autoritario del general Juan Carlos Onganía, Fayt abandonó la cátedra. Nunca comulgó con los gobiernos autoritarios.
Su labor en el campo académico sería de todos modos ampliamente reconocida: en 1986 le entregaron el Konex de Platino en el área de Ciencias Políticas y en 1997 el Ministerio de Cultura le dio el Premio Nacional a la Producción Científica de Derecho.
Fayt era un hombre de principios. En los años sesenta, el entonces presidente radical Arturo Illia le ofreció ingresar en la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Pero como la propuesta formaba parte de la iniciativa de ampliar el número de ministros del tribunal, la rechazó. Y desde la Asociación de Abogados de Buenos Aires, criticó el proyecto.
Ejercía la profesión cuando estalló la lucha armada de los 70. Lejos estuvo de los teóricos que alimentaron la vocación suicida y violenta de ambos bandos en pugna. Pero, junto con otro jurista de calidades excepcionales, como el radical Carlos Alconada Aramburú, Fayt presentó en los años negros del gobierno militar numerosos habeas corpus en favor de los detenidos que estaban a las órdenes del Poder Ejecutivo.
Una Corte sin compromisos
Resultó natural, entonces, que en diciembre de 1983, cuando el presidente Raúl Alfonsín quiso reconstituir la Corte Suprema, su amigo Alconada Aramburú -por entonces ministro de Educación y Justicia- le propusiera el nombre de Fayt.
Desde el momento en que asumió en la Corte, Fayt se sintió comprometido con la construcción de un tribunal independiente. Por eso, cuando la reforma constitucional de 1994 estableció en 75 años el límite de edad para continuar en la magistratura, él, que superaba esa edad, litigó y logró que la Justicia declarase nula esa cláusula.
Fayt fue un juez sagaz, completo, íntegro y también, por sobre todo, un hombre honesto y de plena buena fe. Participó en la resolución de miles de causas y supo votar, en algunas ocasiones, en favor del gobierno -cuando intuía que el Estado corría riesgos de sufrir un serio daño- y, así, convalidó el pago con bonos, en el caso Peralta. Pero nunca se dejó manipular por el poder de turno ni tuvo denuncias de corrupción.
En los años ochenta, votó en favor de reconocer el divorcio vincular (causa Sejean); también adoptó la doctrina de la real malicia para amparar bajo el paraguas de la libertad de expresión las investigaciones periodísticas y, en 1991, junto con Petracchi, firmó la acordada 44, para rechazar la decisión del presidente Carlos Menem de llevar la Corte de cinco a nueve jueces.
En aquellos años, también se opuso a la mayoría automática del menemismo y, en una solitaria disidencia, se pronunció por rechazar el per saltum que impulsó Menem para privatizar Aerolíneas Argentinas. También, en los tempranos noventa, admitió como lícita la anotación de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), en una época en la que aún no se hablaba de las cuestiones de identidad sexual ni de género. Y, durante el período de mayor poder del matrimonio Kirchner, pregonó la inconstitucionalidad de la pesificación de los depósitos y votó en contra de la ley de medios.
Su vida, como se ve, fue una sucesión de batallas y de ideales. Y eso le dio la experiencia para resistir hasta último momento, cuando el kirchnerismo, en 2014, lo agraviaba y provocaba con el único objetivo de que dejara su vacante libre para que Cristina Kirchner nombrara un reemplazante. Él renunció, pero sólo para irse del cargo al día siguiente del recambio presidencial.
Y sin haber tenido jamás ninguna denuncia ni causa judicial en su contra.
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