Carlos Menem, el conurbano y la productividad política de la nueva pobreza
Suele hacerse una asociación automática entre cada uno de estos términos. Pero para bien o para mal, los procesos económicos y sociales son más difusos y discontinuos que los políticos. La primera revelación dramática de la disrupción de nuestra histórica integración social fue la hiperinflación de 1989. Fue en este último contexto en el que Carlos Saúl Menem llegó al gobierno con su promesa de "salariazo" y "revolución productiva". Un remake, en sus términos, de la de Alfonsín en 1983 consistente en regresar a una nueva versión de la coalición de intereses urbanos en torno de la industrialización inaugurada por Perón en 1946.
El giro inmediato que le imprimió a sus políticas fue menos el producto de una meditada malversación ideológica que la intuición aguda de las causas del desenlace de su antecesor. De ahí, la sorprendente alianza con todos aquellos que podían pulverizarlo rápidamente también a el: los "capitanes de la industria", el generalato "liberal", la UCD y unos EE.UU. triunfantes por la implosión del bloque comunista que puso fin a la guerra fría.
Los primeros dos años fueron tortuosos hasta que la feliz conjunción de la reforma estatal con la convertibilidad pudo por fin domar a una economía endemoniada. Su asombroso éxito pudo medirse por el retorno de un crecimiento extraviado desde hacía quince años merced a un clima de negocios sin precedentes y la pulverización de la inflación endémica. La estabilización detuvo la transferencia de ingresos brutal desde el conjunto de la sociedad hacia los sectores especulativos; y con ella, los índices de pobreza y desempleo disparados por la hiperinflación. El Mercosur coronó las reformas expandiendo el raquítico mercado interno por otro de casi doscientos millones de habitantes.
Pero la disminución de las barreras arancelarias respecto de nuestro vecino devenido en potencia industrial y un tipo de cambio que abarataba tanto a los alimentos como a las importaciones le imprimió a la reconversión más innovación tecnológica a costa de mano de obra. La desocupación privada confluyó con la procedente de la reducción de los hipertrofiados planteles de las empresas privatizadas saltando de 4% a casi dos dígitos. El gobierno se contagió de la ilusión motivada por los supuestos de la nueva globalización: el crecimiento le habría de conferir al mercado la reparación de nuestro astillado tejido social. Pero la inesperada "crisis del Tequila" de 1995 desveló la ilusión exhibiendo descarnadamente los costos de la modernización.
En el plano más estrictamente político, Menem fue el primer dirigente democrático en advertir a productividad política de la nueva pobreza. Su popularidad y su contacto permanente con los intendentes que debieron cargar desde 1983 con la pesada cruz de asistirla le permitieron intuir la novedad y capitalizarla a su favor. Supuso con razón que no era posible derrotar a la coalición bonaerense-cordobesa de la "Renovación" en 1988 sin un peso pesado del Gran Buenos Aires. De ahí, su alianza con Eduardo Duhalde; árbitro de la poderosa tercera sección electoral.
La victoria del binomio fue la segunda gran sorpresa de la era democrática –la primera fue la de Alfonsín en 1983– aunque ambos aliados no tardaron en rozarse. Duhalde aspiraba a convertir a la vicepresidencia en un peldaño para conquistar el gobierno provincial y conformar un bloque compacto con los intendentes del conurbano socioculturalmente mutante.
Ni bien el lomense logro su cometido en 1991, se fue abriendo en el interior del justicialismo una grieta sutil en torno de los criterios administrativos de la pobreza. Menem le había conferido el reemplazamiento de villas y asentamientos en tierras fiscales nacionales a un sector de la "tendencia revolucionaria" de los 70, a cargo del Programa Arraigo. Los "montos" del presidente "liberal" aspiraban acometer la crisis habitacional organizando barrios en los que la propiedad privada se diluyera en protocomunas colectivas. Duhalde, en cambio, experto veterano de la problemática territorial, reivindicaba el antiguo sistema de loteos. Era una pugna ideológica entre quienes querían resolver la pobreza habitacional por vías colectivistas y los que apostaban a retornar a los criterios burgueses tradicionales.
La ruptura se hizo explicita tras la reelección de ambos en medio de la crisis de 1995-96. El agravamiento de la situación social motivó crecientes deserciones en favor de la disidencia progresista-peronista del Frepaso, que le pegó al gobernador en la línea de flotación territorial tras la aparición de la versión de los "piqueteros y fogoneros" de las cuencas petroleras en el Conurbano. Desde La Matanza se diseminaron en todo el GBA con el aliento indisimulado de Arraigo. El gobernador bonaerense devolvió la estocada obturando la re-reelección del presidente.
Mientras tanto, la recuperación económica comenzada a fines de 1997 tuvo efectos sociales marginales respecto de una pobreza que había descendido un escalón más. Desmentida la ilusión "de mercado" fue necesario afinar las modalidades administrativas prescriptas por los organismos multilaterales de crédito como contrapartida de su financiamiento. Al Plan Trabajar lanzado desde la Nación le salió a replicar el Barrios Bonaerenses provincial, que acometía la asistencia estatal desde un doble flanco: los subsidios exigían la contraprestación de proseguir la urbanización de los asentamientos y la construcción de viviendas. Simultáneamente, desde el Plan Vida coordinado por la esposa del gobernador y sus "manzaneras", se le dio batalla a la penuria alimentaria.
Pero la nueva recesión comenzada a fines de 1998 malogró los esfuerzos dejándolos inconclusos. Duhalde perdió dos elecciones cruciales a manos de la alianza del Frepaso con el radicalismo: las legislativas de 1997 y las nacionales de 1999; estas últimas con la indisimulada aquiescencia presidencial.
Comenzó entonces una saga que dos años más tarde habría de hacer añicos a las colectividades políticas históricas protagonistas de la instauración democrática de 1983. Sin ese espectro partidario, esta no hubiera ofrecido bienes públicos de calidad, como la afirmación de la República en tiempos radicales y la estabilización modernizadora peronista de los 90.
La aversión recíproca entre los jefes devino en odio. Y desde 2003, su producto indeseado resucitó a aquel fantasma setentista que procuraron sepultar. Este los deglutió a ambos y abrió el camino de la nueva división entre los argentinos, que aún nos agobia.
Jorge Ossona es miembro del Club Político Argentino y autor del libro "Punteros, malandras y porongas: Ocupación de tierras y usos políticos de la pobreza"