Eran cerca de las 14 cuando el olor inconfundible avisaba que había llegado un camión de ganado. Pablo, el playero de la estación de servicio, movió la mano hacia adelante y atrás indicándole que ya podía ingresar. Matías bajó del camión y chocaron sus codos, el nuevo saludo pandémico. Por sus ojos achinados pareciera que estaba sonriendo detrás del barbijo con la insignia de YPF y la máscara plástica. "Acá hay alcohol, por si querés. "Lavó sus manos con alcohol en gel y se paró al lado del camión. Movió sus brazos en forma circular, como si estuviera calentando para un lanzamiento de bocha. Después, cruzó su brazo derecho por delante del pecho y lo sostuvo con el izquierdo. Hizo lo mismo con el otro brazo. Su cuerpo había notado que llevaba ocho horas manejando. Pero no era el último viaje: con la carga del Mercado de hacienda de Liniers que estaba a la vuelta, debía dirigirse a General Las Heras. Esos 180 kilómetros lo separaban del fin de su día laboral.
Desde la puerta del Servicompras, detrás de una mesa con alcohol en gel que traba su entrada y de un acrílico, preguntó: "¿Gatorade tenés?". "No, Powerade nada más y de frutos rojos," contestó una chica con remera celeste con la insignia Full. "Bueno, está bien, sirve también para levantar." Apoyó la plata en la mesita y cuando él se retiró, la empleada la guardó y se sanitizó las manos. Pareciera que hay hábitos que ya no se podrán olvidar.
Hace dos años que Matías anda solo, pero estuvo rodeado de camiones desde chico; su papá también fue camionero. Suele ser algo que se hereda, son historias que se repiten. Aprenden a manejar viendo a sus padres y sacan el registro en cuanto la edad se lo permite. Sus primeros viajes son acompañados y, cuando se sienten listos, salen a las rutas solos, aunque hace años las conozcan.
"Es mi segunda casa. Acá hago todo, tengo que dormir, comer y ahora más que nunca. Tengo que llevarme todo lo que necesito, cargar el camión con provisiones porque no podés parar en ningún lado a comprar algo. Ni siquiera podemos bajar en la mayoría de los pueblos. Te sentís como preso."
Matías había tenido que cruzar el departamento de Vera, en Santa Fe, donde no pueden parar bajo ninguna circunstancia, ni ante una emergencia o para usar un baño. Los datos oficiales de la provincia -que al momento de hacer esta descripción solo contaba con dos casos confirmados- quizás expliquen las medidas extremas que decidieron adoptar para protegerse de Buenos Aires, el lugar donde para entonces el coronavirus habitaba casi con exclusividad. En otra localidad cercana, Ceres (22 casos confirmados), un patrullero aguardaba en la entrada a que se acumularan de 5 a 10 camiones; los escoltaban para cruzarla y comprobar que salieran sin hacer ninguna parada.
"Nos miran mal, porque piensan que llevamos la enfermedad y la verdad es que la puede tener cualquiera, no solo yo. Todos tenemos miedo. Se olvidan de nosotros y de nuestras familias. Cuando llego a mi casa, mi mujer me hace dejar las zapatillas afuera y toda la ropa para que la desinfecte. Después me baño."
Matías estaba a horas de repetir ese protocolo porque, tras 15 días, solo dos viajes lo separaban de su hogar. Tocó dos bocinas y movió la mano para saludar a Pablo. El camión que estaba a su derecha también lo saludó con el mismo sonido.
"Nos miran mal, porque piensan que llevamos la enfermedad y la verdad es que la puede tener cualquiera, no solo yo. Todos tenemos miedo."
"Esta es mi casa, estoy siempre acá arriba", dijo Miguel mientras palmeaba el asiento de su camión. "A mi casa voy de visita. A veces, estoy 15 o 20 días viajando y vuelvo solo por dos. Cuando voy al supermercado, compro para casa y para el camión, siempre."
Los transportistas no necesitaron de la pandemia para conseguir el home office; ellos siempre vivieron y viven arriba de sus camiones. Miguel pasa en promedio diez horas diarias sentado en aquel asiento negro, desde hace ya 30 años. "Eso es lo único que podría definir como rutinario; después no sabemos dónde nos toca". Eran las 17 cuando iniciaba su jornada laboral. Cargado de aproximadamente 40 vacas marrones e inquietas, se dirigía a Santa Fe.
"Capaz que cuando llego tengo que cargar de nuevo e irme a Santiago del Estero. Ojalá que no. Es duro para nosotros, porque sabemos cuándo salimos, pero nunca cuándo volvemos."
El día anterior había estado en esa provincia. Llegó cerca de las 7 am a la localidad de Selva, un cruce de 2 o 3 km, pero recién a las 20 logró llegar al policía que le tomaba la fiebre, protocolo obligatorio para ingresar a todas las provincias. Trece horas arriba del camión sin poder bajar, sin poder tomar agua, comer, ir al baño o higienizarse.
Un compañero suyo "rompió y tuvo que pedir auxilio." El camión obviamente no tiene permitido ingresar al pueblo, tampoco dejaron que el chofer entrara caminando a buscar los repuestos. Después de un día, decidió bajar e ir a pie. Al regresar, le habían robado todo: las cubiertas, las baterías y el estéreo.
"Ese es el ambiente que hay en casi todos lados. El maltrato es tremendo, es lo que más duele". Su cara, apenada, fue rápidamente interrumpida por dos bocinazos de un camión que doblaba por la calle Murguiondo. Levantó la mano y lo saludó. "Acá nos conocemos todos", confirmó.
Martín Borbea Antelo, secretario general de la Federación Argentina de Entidades Empresarias del Autotransporte de Cargas (Fadeeac) sostuvo en declaraciones a El Cronista que "el camión es responsable del 90% del transporte de cargas en el país". Ellos son los encargados de abastecer de alimentos, medicamentos y elementos de higiene a cada rincón de la Argentina. Fue por esto que aquel 20 de marzo cuando se decretó la cuarentena total formaron parte de las actividades esenciales exceptuadas.
"Nos llaman héroes porque nunca dejamos de trabajar, porque somos esenciales y abastecemos a todo el país, pero después nos cierran todas las puertas. Nos discriminan, como a los médicos, que quieren echarlos de sus edificios", dijo Guillermo mientras bajaba apurado, como si lo hubieran escuchado "Me ha pasado de llegar a una estación de servicio donde había 50 sándwiches de milanesa y, cuando estaba por pagar, me decían que estaban todos vendidos. No nos dejan entrar a los baños, hay carteles que te lo prohíben o quieren cobrarte hasta 300 pesos para poder bañarte."
Guillermo comienza la jornada alrededor de las 8. Hace tres viajes "cerca", a lugares como Carlos Casares, 9 de Julio, Saladillo, Bolívar, Benito Juárez, San Cayetano o Azul. "En ninguno te dejan entrar, en algunos te toman la fiebre, en otros te derivan hacia un 'túnel' para desinfectar el camión, otros lo 'escanean' con cámaras termográficas y lo revisan porque no se permiten acompañantes; cada municipio implementó sus propias reglas". En Azul, que se encuentra en Fase 4 ampliada, le colocan una faja de seguridad en la puerta del camión para asegurarse de que los camioneros no desciendan, solo a aquellos que vienen de "zonas calientes". Deben entrar de a dos o tres camiones, siempre escoltados por un patrullero.
"Nos llaman héroes porque nunca dejamos de trabajar, porque somos esenciales y abastecemos a todo el país, pero después nos cierran todas las puertas."
"La guía -el papel que aclara la mercadería- la colocan en una bandeja. Y tampoco nos dejan bajar para descargar. Nunca sabemos si la mercadería que bajan es la correcta porque muchas veces también tenemos la de otros clientes. Hasta que no finaliza el día sin quejas, no podés quedarte tranquilo."
Cargó tres botellas con agua caliente. Subió al camión, las acomodó en el lugar del acompañante, se puso el cinturón e hizo sonar dos veces la bocinas. Ahora le tocaba el viaje "largo" con el que finalizaba su día, que podía ser a Santa Fe o a Córdoba.
Fueron tres golpes en el vidrio, o eso fue lo que escuchó Víctor.
—"No podés estar acá".
—"Me chequearon unos policías el permiso y me dijeron que estaba autorizado", contestó Víctor mientras abría grande los ojos.
—"No sé qué te habrán dicho, pero te tenés que ir."
Eran las 2 de la mañana cuando lo echaron de una estación de servicio en Mendoza. Tenía que recorrer 80 kilómetros para llegar al pueblo más cercano, donde lo dejarían pasar la noche. No le quedaba de camino, pero tampoco podía permanecer en la ruta las cuatro horas restantes que tenía de descanso, porque corría el riesgo de que le robaran.
"Eso fue lo peor que me pasó. Pero después, en casi todas las provincias hay problemas. A San Luis no voy más, porque no hay forma de saber las horas que podés llegar a estar."
En San Luis, los protocolos para los transportistas son sumamente estrictos, ningún camión puede entrar a la provincia. Todos deben esperar en predios, como el autódromo, que han sido autorizados. La mercadería se puede trasbordar a otro camión de la provincia, pero no en todos los casos. Hay mercaderías como los combustibles, que no lo permiten. La otra opción es que un chofer de San Luis enganche el remolque, entre a la provincia, descargue y luego devuelva el remolque al camión original. Es un mecanismo complejo porque hay responsabilidades sobre la carga y los seguros no lo permiten. "Es muy riesgoso, no nos cubren y nadie se hace cargo," explicó Mario, también camionero, quien tras 40 años es dueño de una empresa transportista. Por último, pueden abonar una tasa para que un móvil privado acompañe al camión hasta el lugar de descarga, lo espere y vuelva, certificando que el chofer no descendió nunca y no intercambió documentación. Durante los primeros días del aislamiento social obligatorio, los choferes han llegado a estar dos jornadas sin poder bajar del camión, esperando que llegue el camión autorizado de la provincia. Aparentemente, ahora el predio se encuentra preparado porque ofrece comodidades y la posibilidad de higienizarse a los choferes que deban esperar.
Los camioneros se sienten desprotegidos. "Somos el último orejón del tarro", expresaron varios. Las condiciones han mejorado desde marzo, el sindicato consiguió que les habiliten ciertos puntos en la ruta e hizo un trato con YPF para que sus estaciones de servicios estén habilitadas, pero el maltrato aún persiste.
"Nos echan como apestosos porque piensan que traemos el virus", se quejó Ricardo Rodríguez, que llegaba de Dolores.
Según la Asociación Civil Luchemos por la Vida, la Argentina cuenta con uno de los índices más altos de mortalidad por siniestros de tránsito. Los datos del año pasado revelan que mueren 19 personas por día. Hubo 6627 víctimas fatales, 120 mil heridos de distinto grado y miles de personas que quedaron con algún tipo de discapacidad. Hoy, al salir a la ruta, los camioneros no solo se enfrentan a los peligros de siempre, sino también a las exigencias de cada provincia, que cambian día tras día, y a la indiferencia o incluso discriminación de aquellos que los ven como vectores del virus.
Atrás quedaron aquellos pasacalles que les daban la bienvenida a los pueblos diciendo "Gracias, amigos camioneros, porque gracias a ustedes voy a poder comer". Lejos quedaron aquellos días donde la ruta se trataba de compañerismo, de una ronda de mates o el deseado almuerzo que los esperaba en una cantina. Ahora solo ruegan no sufrir ningún desperfecto, ya que no hay dónde conseguir repuestos, que alguien les venda un sándwich, que les permitan usar un baño o cargar su termos con agua caliente. Ahora solo queda saludarse con bocinazos.
Lucila Marin (*)
(*) La nota publicada es de una de las dos ganadoras de la edición 2020 de las becas Carlos Pagni, otorgadas a los mejores trabajos periodísticos de la Maestría en Periodismo de LA NACION y la Universidad Torcuato Di Tella.
La otra ganadora es la alumna Agustina Said, quien escribió sobre la Mikve, el ritual privado y anónimo que cientos de mujeres aún practican en el país, publicado la semana pasada.
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