Las cabras y abejas de Rivadavia
El 2 de mayo de 1829, Bernardino Rivadavia (48 años) desembarcó en el muelle de Colonia del Sacramento, donde haría una corta escala antes de cruzar el Atlántico por tercera vez. En la primera oportunidad, en 1815, había hecho ese viaje con Manuel Belgrano y se establecieron en Londres para cumplir funciones diplomáticas. Un segundo viaje en 1824, a la misma capital, comenzó siendo de carácter personal, pero una vez allí fue nombrado ministro Plenipotenciario ante Inglaterra y Francia, durante unos dos años. Ahora se dirigía a Francia, lo acompañaba su hijo Bernardo -de 16- y no se trataba de un viaje oficial, sino de un mero alejamiento por un evidente desprestigio luego de verse involucrado en asuntos tales como la muerte de Manuel Dorrego.
Europa lo había cautivado
Su intención era impregnarse de conocimientos y recursos humanos para sembrar semillas de progreso en las tierras del Plata.
La partida desde Colonia se demoró un par de días y en una recorrida que hizo por las afueras de la ciudad (es decir, del casco histórico) decidió comprar una quinta a Don Esteban Nin, a corta distancia del muelle donde había desembarcado. Era conocida con el nombre de Quinta de la Comandancia porque era vecina a la comandancia del puerto situada en la calle San José.
El viajero prosiguió su derrotero a Europa donde pasó cinco años muy fructíferos, si se tienen en cuenta sus planes reformistas. Sin más dinero que les permitieran mantenerse en París, padre e hijo regresaron en abril de 1834 para reunirse con el resto de su familia (su mujer Juana y sus otros hijos, Joaquín y Martín) en Buenos Aires, en su casa de la calle Defensa entre Belgrano y Venezuela. Había sido un progresista secretario de gobierno de Martín Rodríguez (1821) y presidente de la Confederación Argentina (1826). Los días agitados eran parte del pasado. Sin desentenderse por completo de la política, sus objetivos principales habían cambiado. Sus ambiciones pasaron a ser los libros, las plantas, los árboles, las cabras, y, sobre todo, las abejas.
Para llevar adelante su plan, llegó con un baúl de textos, cajas con semillas de plantas exóticas y dos colmenas. Las cabras no hacían falta, ya las había hecho importar de Cachemira durante su mandato. El objetivo había sido mejorar la producción textil en el vasto territorio argentino.
En cuanto a las abejas, el aporte sería revolucionario. Se trataba de la apis mellifera, un tipo que jamás se había visto en Sudamérica. Tengamos en cuenta que hasta ese momento las treinta y dos especies conocidas en toda la región, que eran más pequeñas y no picaban, producían poca miel y no tan dulce.
Un dato que no puede pasar desapercibido es que durante el citado gobierno de Rodríguez, Rivadavia había fomentado la publicación de un periódico que tratara sobre los adelantos de la ciencia. Su nombre: La Abeja Argentina. Según vemos, su relación con los zánganos, las obreras y la reina data de los años 20.
Desde tiempos precolombinos el mencionado néctar se usó en América para endulzar, para elaborar bebidas alcohólicas y también remedios. Entre los grupos nativos especialistas en la detección de panales y recolección de miel de los huecos de los árboles, se destacaban los abipones. Pero ni aun ellos lograban conformar el paladar foráneo. Los europeos, conocedores del producto en su tierra, opinaban que la miel de las especies silvestres americanas no tenía la calidad de su continente.
Eso iba a cambiar en 1834, a partir de las dos colmenas, de quince mil abejas cada una, que trajo Rivadavia, convencido de que debía generarse una industria que diera los beneficios a una tierra bendecida por la naturaleza.
Los sueños del emprendedor chocaron con la realidad
Cuatro horas después de haber desembarcado en Buenos Aires, Rivadavia recibió órdenes del gobierno de salir de la ciudad. No era bienvenido. Durante casi un mes se mantuvo en aguas del puerto, a la espera de una definición de la Cámara de Representantes. Las señales no eran auspiciosas. Por ese motivo, se dispuso a organizar la mudanza a Colonia del Sacramento, adonde contaba con una propiedad y un gobierno amigable. Arribó en un barco menor el 27 de mayo de 1834, con las semillas, los libros, las cabras y una de las colmenas. El otro enjambre se vio perjudicado por los inconvenientes del destierro, los insectos no recibieron la atención adecuada y murieron.
La familia Rivadavia se instaló en la Quinta de la Comandancia, que contaba con espacio suficiente para el desarrollo de las abejas, las cabras y las plantas. Convertido en el primer apicultor del Río de la Plata, no perdía oportunidad de manifestar las ventajas que representaban sus insectos fabricantes de cera y miel al casi no depender de los factores climáticos, darle un producto que podía almacenar por años y, abstraerlo de las preocupaciones mundanas. En términos de hoy digamos que disfrutó el beneficio terapéutico de la actividad.
En octubre de 1834, luego de cinco meses de cuidados, logró su segundo enjambre. Previsor, había advertido que iba a necesitar más espacio y por ese motivo escribió a las autoridades de Montevideo en agosto del 34 para explicarles cuál era su propósito. En la capital comprendieron la importancia del proyecto agrícola y al mes siguiente resolvieron otorgarle tierras lindante a la quinta de su propiedad. A lo largo de la continuación de la calle de San José, quinientos metros de largo por unos ciento cincuenta de profundidad, hasta dar con los médanos. El chacarero Rivadavia dispuso de una superficie amplia para llevar adelante sus prácticas agrícolas en la costa de Uruguay y su producción fue muy ponderada. Se trata de una labor lenta, pero reconfortante. En diciembre de 1835, llevó a cabo la primera recolección en dos colmenas más antiguas de un total de seis que cuidaba. Obtuvo cuarenta y cinco kilos de miel y algunos de cera. Envió muestras del dulce a Montevideo y casi toda la cera a Buenos Aires para que la manufacturaran. Allí la dispusieron en forma cilíndrica y se las regresaron para que las velas fueran usadas en la iglesia del Santísimo Sacramento de Colonia, la principal del poblado.
Con paciencia, el expresidente, apicultor y coleccionista de semillas de todo el mundo -también de nuestro territorio-, trabajó en las colmenas, plantó árboles y, para descansar de la faena cotidiana, se dedicó a la traducción de obras en latín. Buscó socios y amplió su producción en un campo de Soriano.
Juan Cruz Varela, con quien solía escribirse para mantenerse informados acerca de las traducciones que ambos hacían, le agradeció las dos botellas de miel que habían llegado a su casa de Montevideo y le contó que si bien él se encontraba ausente para disfrutarla, su familia la había encontrado deliciosa y habían consumido por completo uno de los envases. Cada vez quedaba menos lugar para la política, pero iban y venían las cartas que intercambiaba con sus amigos unitarios. Por eso, el cambio de gobierno en Montevideo no lo favoreció. En 1836 fue desterrado a la isla de Santa Catarina (Brasil).
Cuando en octubre de 1838 los vaivenes políticos lo permitieron, Rivadavia pudo volver a su quinta en Colonia. Pero no lo hizo. Viajó a Río de Janeiro, desde donde dio instrucciones a un militar amigo, Modesto Antonio Sánchez, para que se ocupara de la administración de sus bienes en la Banda Oriental.
Un deseo incumplido
El primer presidente argentino murió en Cádiz el 2 de septiembre de 1845. Como las capitales del Plata lo habían expulsado, su deseo póstumo fue que "su cuerpo no vuelva jamás a Buenos Aires y mucho menos a Montevideo". No se cumplió. Sus restos descansan en el centro de la actual Plaza Miserere porteña, a metros de la estación Once del ferrocarril.
En el tupido follaje de Colonia del Sacramento pueden observarse dos ejemplares de coníferas de Oceanía que en la actualidad llevan la denominación de araucaria. Una de ellas se encuentra a un costado de la iglesia principal, la misma que a partir de 1836 contó con velas de producción local. La otra se luce en el medio del patio e la Escuela Nro. 2, nacida en 1884 y edificada en el terreno que le había sido otorgado al estadista. La tradición local sostiene que los dos árboles fueron plantados por don Bernardino, así como algunos álamos blancos.
Hoy, la continuación de la calle de San José, donde el emprendedor tenía su chacra, y pasa por la puerta de la escuela mencionada, lleva el nombre del benefactor argentino. Una curiosidad más: la Escuela Nro. 2 José Pedro Varela evoca a un discípulo de Domingo Faustino Sarmiento. Varela es considerado uno de los próceres de la educación en Uruguay.
Sobrino de los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela -aquel amigo epistolar de Rivadavia-, José Pedro nació en Montevideo en 1845, el año en que murió en Cádiz el hombre que cambió para siempre la producción de miel, y también su gusto, en la región del Plata.
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