Ante el riesgo de perder otra gran oportunidad
Desde hace 100 días, una imagen se repite con pocas variaciones. Desata reacciones contradictorias, alienta expectativas y retroalimenta demandas postergadas. Tres mandatarios –dos del partido gobernante y un opositor– comunican y actúan sus acuerdos. Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof también disimulan diferencias. Hasta donde pueden o les conviene.
Una interpretación rápida lleva a muchos a celebrar por anticipado el triunfo del consenso en el país del eterno disenso. Las imágenes en dos dimensiones tienen ese efecto. La ausencia de la profundidad dificulta la comprensión y puede tener un peligroso efecto rebote cuando la realidad finalmente contradice las presunciones.
Un mar de viejas y nuevas disidencias amenaza con ahondarse, alimentado por corrientes subterráneas que corren y ganan volumen entre la dirigencia y también entre los ciudadanos comunes. La urgencia de la pandemia apenas posterga la percepción de los conflictos y los problemas, retrasa su abordaje y agrava su complejidad.
La escasa densidad de los acuerdos a los que obligó el Covid-19 se advierte apenas entran en juego otras dimensiones. Las discrepancias incluyen hasta el mismo objeto que fue capaz de reunir, pero no de unir, a oficialistas y opositores.
Un ejemplo ilustra la fragilidad de las coincidencias. Ni siquiera sobre algunas cifras claves hay acuerdo pacífico: la ciudad y la provincia de Buenos Aires utilizan modelos matemáticos diferentes para medir el índice de contagios de coronavirus. Un problema para Rodríguez Larreta y Kicillof, dos obsesivos de los datos. No es el Indec de Moreno, pero las discrepancias sobre estas cifras pueden tener efectos peores.
Por ahora es solo una discusión de entendidos, pero es uno de los motivos de divergencia que hubo a la hora de prolongar y endurecer la cuarentena en el AMBA. Desconfianzas y antinomias también pueden tener base científica.
Si las cifras llegan ser motivo de discrepancia o manipulación, no sorprende que otros conflictos se cocinen a fuego lento y puedan llegar a desbordar. No parece una estrategia político-sanitaria "sustentable" el señalamiento a los runners porteños frente a la invisibilización del relajamiento en el conurbano del aislamiento social preventivo y obligatorio, como la creatividad oficial gusta llamarlo. Los sesgos tienen consecuencias.
Aunque precarios y soldados por el miedo a la peste y la conveniencia, más que por la convicción, hasta aquí han sido claves los acuerdos mínimos alcanzados entre gobernantes de distintos signos políticos y el apoyo mayoritario de la sociedad. Se corrobora que solo se cumplen las medidas cuando tienen consenso político y social. Más en las sociedades anómicas.
Sobre la base de aquella imagen de los gobernantes, son muchos los que plantean que esta podría ser una gran oportunidad para acordar políticas que ataquen los problemas estructurales del país. Sin embargo, en el carácter coyuntural y acotado de esos acuerdos está su fragilidad. Tanto como en la escasa vocación o la incapacidad para extenderlos a otros terrenos en los que los desastres son endémicos. Sí, hablamos de la economía, estúpido.
La Argentina se ha caracterizado como el reino de las oportunidades desperdiciadas. Y no aparecen demasiados motivos para afirmar que esta vez pueda ser distinto. A pesar (o a causa) de la gravedad de las dificultades que dejará la pandemia.
Van algunos datos. Ya se da por hecho que más de la mitad de los argentinos se encontrarán a fin de año por debajo de la línea de la pobreza y que la caída del PBI será de más de 11 puntos. No vale la pena comparar con otros países. La Argentina viene de dos años de recesión, de nueve años de estancamiento y de una estrepitosa devaluación de su moneda. Además, el default (póngasele el adjetivo que más guste) impide acceder a cualquier financiamiento que no sea imprimir papeles cuyo valor cae apenas salen de la máquina.
Parece evidente, entonces, que nunca se hizo suficiente justicia a la famosa y en apariencias también contradictoria frase de Eduardo Duhalde: "Estamos condenados al éxito". El arraigo en el imaginario colectivo de un país infinitamente rico capaz de recuperarse de cualquier desatino sigue vigente. Una condena para cualquier cambio estructural. Es una lectura posible. Hay otra. En la Argentina, la impunidad se cumple más que las condenas. También rige para el éxito.
Ante ese panorama vuelven a cobrar vigencia libros y ensayos sobre la necesidad de destrabar antinomias que impiden romper con más de medio siglo de decadencia.
En el "empate hegemónico" del sociólogo Juan Carlos Portantiero o "la paridad de fuerzas de los grupos de interés" a la que remite el historiador económico Roberto Cortés Conde parece radicar el gran problema argentino. Conflictos nunca saldados que no permiten concretar ningún proyecto de desarrollo sustentable. El indetenible péndulo nacional jamás descansa.
No puede resultar más oportuno, entonces, un flamante artículo de los académicos Pablo Gerchunoff, Martín Rapetti y Gonzalo de León, titulado "La paradoja populista", que desde la perspectiva de la ciencia económica aporta un interesante abordaje del caso argentino y la recurrencia de experiencias fallidas a lo largo de casi un siglo.
Ya desde su resumen los autores señalan el meollo de la cuestión en la dificultad o la incapacidad para resolver un conflicto distributivo estructural, que se expresa en una tensión entre las demandas sociales y la capacidad productiva de la economía. Armonía social versus equilibrios macroeconómicos. Extremos del péndulo. Como "estrategia tentativa" (y única) para solucionar ese conflicto, los autores proponen un acuerdo social con objetivos de mediano y largo plazo.
La rigurosidad del trabajo, el extenso período analizado y la diversidad de los gobiernos involucrados (muchos que no se identifican con el polisémico término populista) aportan conceptos, herramientas y bases que ameritan algo más que el debate de la solución propuesta.
Sin embargo, las marchas y contramarchas o contradicciones del Gobierno, expresadas muchas veces por el propio Presidente en anuncios, medidas o enunciados públicos, no permiten a los actores políticos y económicos advertir señales de la intención de alcanzar algún acuerdo como el propuesto.
El caso Vicentin no es una excepción, sino un emblema de la política del zigzag y la conflictividad. Convive con el incierto rumbo en política internacional, como ayer se volvió a expresar respecto del caso venezolano. También con las descalificaciones y elogios que puede recibir un mismo dirigente político o empresario sin que medie aclaración alguna. También con el anuncio de medidas sorpresivas sin concierto previo. Para no hablar de la pulsión agonal de Cristina Kirchner.
Además, el prometido consejo económico y social sigue menos que en estado de gestación. El ministro de Economía continúa reducido al papel de negociador de deuda sin logros aún, a pesar aumentar las concesiones a los acreedores en un 30 por ciento respecto de lo que empezó ofreciendo. No sorprende que desde Olivos surjan indicios de que su cotización viene siendo revisada a la baja. Tampoco asombra que se hayan ido fraguando diferencias y conflictos que repusieron la polarización política.
Sí sorprende que algunos funcionarios lamenten la falta de apoyo de opositores a ciertas medidas, sin revisar la forma en la que se presentan o la ausencia de incentivos para respaldarlas, más allá de la razonabilidad de esas políticas. Haciendo lo que hay que hacer no fue un lema exitoso. Vale recordarlo.
No es fácil lograr acuerdos así. Menos cuando algunas decisiones ni siquiera son defendidas por funcionarios del propio gobierno o dirigentes oficialistas, como también lamentan en la Casa Rosada. Las encuestas no miden la consistencia del capital político. Solo son una polaroid del humor social. Volátil.
La repetida imagen del consenso pandémico que desde hace 100 días ofrecen cada dos o tres semanas Fernández, Rodríguez Larreta y Kicillof también va decolorándose. Empiezan a verse algunas arrugas. O fisuras. Podría ser otra oportunidad perdida.
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