Ante el Big Bang del kirchnerismo
Cristina Kirchner ya no ve sentido en buscar una tregua con Alberto Fernández, cuya fragilidad política aumenta al ritmo de las carencias económicas
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A Cristina Kirchner ya no le importa la unidad del peronismo como herramienta electoral. Esa es la novedad política que significa una especie de Big Bang dentro de la coalición peronista gobernante. Es el comienzo de un universo nuevo, que destroza la teoría previa de políticos y analistas según la cual los peronistas (incluida la vicepresidenta) preferían unirse antes que resignarse de antemano a una inexorable derrota electoral. Fue ella misma quien inauguró esa línea de pensamiento durante un encuentro, la semana pasada, con dirigentes de organizaciones de derechos humanos muy cercanas al cristinismo. La unidad por la unidad no sirve para ganar elecciones. Lo que importa es que el pueblo esté conforme. Ese fue el sentido de sus sorprendentes palabras. No dijo nada, nunca lo dice, sobre qué haría ella para que el pueblo esté conforme en medio de una fenomenal crisis económica y social. El sentido es también una despedida. Adiós, Alberto Fernández.
El Presidente, por el contrario, insiste con la hipótesis de que la unidad de 2019 puede dar todavía algunos buenos resultados en 2023. No existe ningún indicador serio que lo respalde. Pero su optimismo nació con él y morirá con él. Intelectuales cercanos a Cristina Kirchner y a Alberto Fernández han confrontado en los últimos días con esas posiciones tan distintas. La moderación significa la derrota, escribieron los cercanos a la vicepresidenta, en alusión directa a la supuesta moderación del Presidente. Solo la unidad nos salvará de la derrota, más allá de las diferencias y las distancias que realmente existen, señalaron los albertistas. Hasta el canciller, Santiago Cafiero, escribió un artículo en el que tomó nota de las distancias actuales, no las negó y propuso reunificar la coalición gobernante. Cafiero es Alberto Fernández. Nunca hubiera hecho pública esa posición sin la autorización del Presidente.
Las señales del otro lado van en el sentido contrario. El periodista Horacio Verbitsky es reconocido por su excelente acceso a Cristina Kirchner. En la última columna que publicó en su diario digital (El cohete a la luna) contó que Cristina Kirchner está convencida de que las elecciones presidenciales de 2023 están perdidas para el peronismo por culpa de la ineficaz gestión de Alberto Fernández. Verbitsky contó algo más: según ella, el país le explotará en las manos al Presidente en el plazo aproximado de un mes. Semejante certeza de la vicepresidenta, seguramente cierta, explica el apuro con el que está tomando distancia de Alberto Fernández. Distancia política y retórica, porque ninguno de los funcionarios que le responde abandonó el importante lugar que ocupa en la administración de Alberto Fernández. Ahora bien, ¿es un análisis más o menos objetivo de la realidad por parte de Cristina Kirchner o es una conclusión atravesada por los prejuicios ideológicos? Vale la pena hacerse esa pregunta porque en el medio está el Fondo Monetario, la eterna bestia negra de todos los Kirchner que hubo y habrá.
El Presidente tiene un conflicto irresuelto con la inflación, que es el problema que más angustia produce en toda la sociedad. Putin y su genocidio son culpables de un proceso inflacionario mundial, porque Rusia es una gran productor y exportador de petróleo y gas y también produce y abastece, junto con Ucrania, cantidades considerables de trigo y maíz. Pero la culpa del drama argentino no es de Putin. La inflación insoportablemente alta de la Argentina estaba entre nosotros antes de los crímenes de Putin en Ucrania. La única reacción del gobierno de Alberto Fernández hasta ahora fue declararle una guerra a la inflación con balas de fogueo. Balas que ni siquiera asustan. Su gobierno subió las retenciones a las exportaciones de harina y el aceite de soja. Es interesante conocer un diálogo entre el ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, y dirigentes de la Unión Industrial, el lunes pasado, sobre esa cuestión. Los fondos recaudados con el aumento de tales retenciones servirán para subsidiar el precio del pan, que necesariamente subirá por el incremento del precio internacional del trigo. Los dirigentes de la UIA le plantearon al ministro que una alternativa mejor sería la eliminación del IVA para la compra de alimentos de los sectores más pobres. Bajarían los precios en el acto un 21 por ciento. Respuesta de Kulfas: “Es una idea interesante, pero este no es el momento para pensar en ella”. ¿Y cuándo llegará el momento? Silencio. Los industriales trataban de defender la industria de la harina y el aceite de soja, porque la Argentina es el primer exportador mundial de esos productos.
Un aspecto menos conocido que impide aplicar la idea de los industriales sobre el IVA es una modificación que el Gobierno hizo el año pasado a la tarjeta Alimentar. Esa tarjeta se creó durante la gestión del exministro Daniel Arroyo; el Estado depositaba los fondos en esas tarjetas, pero estas debían ser utilizadas exclusivamente para la compra de alimentos. En noviembre pasado, el Gobierno cambió la tarjeta por dinero en mano para los beneficiaros del plan. No es lo mismo. ¿Por qué? Nadie lo explicó nunca. Tal vez para levantar el poder de los punteros políticos; quizás para que haya menos control de los gastos del Estado y, de paso, darle algún trabajo a la creciente burocracia estatal. Quién lo sabe. Si ahora hubiera estado vigente el sistema de la tarjeta Alimentar de Arroyo, sería mucho más simple aplicar la idea de quitarles el IVA a los alimentos para los sectores más pobres de la sociedad. El Estado hubiera podido depositar los recursos en las tarjetas de personas probadamente pobres o necesitadas. Las compras con es tarjeta recibirían el descuento del IVA en el acto. Pero sería, desde ya, la renuncia del Estado a percibir una parte, aunque no sea importante, de la enorme carga impositiva que oprime a todos los sectores sociales. El Estado les está reclamando sacrificios a los empresarios y también a los sindicalistas (a los que les pedirá moderación en los reclamos de aumentos salariales), pero no está dispuesto a hacer nada con ninguno de los gastos inútiles del Estado, incluidos, en primer término, los de la política.
Ley de abastecimiento
En aquella reunión de Kulfas con los empresarios, el ministro blandió al pasar la ley de abastecimiento. “Ustedes saben que está vigente la ley de abastecimiento”, dijo como quien recuerda que se olvidó de pedir café. Los empresarios reaccionaron en el acto. “Y usted sabe que terminaremos todos en la Justicia si se aplica esa ley. ¿Tiene sentido hacerlo? ¿Cree sinceramente que así resolverá la inflación?”, le respondieron. El ministro calló. La reunión fue, en rigor, mucho menos rígida y más amable de lo que Kulfas hizo trascender. Tales versiones de supuestas durezas con los empresarios forman parte de los mensajes encriptados que el albertismo les envía a la vicepresidenta y a su feligresía. Vanamente, porque Cristina es sorda cuando quiere ser sorda.
El economista Carlos Melconian, flamante presidente del prestigioso Ieral, el think tank de la Fundación Mediterránea, señaló en los últimos días que la lucha contra la inflación necesita, como requisito previo a cualquier plan económico, el acuerdo interno de la coalición gobernante y la convergencia con la oposición también unida en la misma dirección, además de un cambio cultural en la sociedad. Lo que Melconian llama un cambio cultural significa la aceptación social de que nada es gratis en la vida y que el Estado debe dejar de ser deficitario. Es el déficit lo que espolea la emisión y esta es la que estimula la emisión espuria de dinero, que es la causa inicial de la inflación. Es el círculo vicioso sobre el que la Argentina da vueltas desde hace décadas, salvo cuando rigió la convertibilidad porque prohibía por ley la emisión sin respaldo de dólares en el Banco Central. La inflación se tornó entonces inexistente.
Otro economista, Enrique Szewach, sostiene que el Gobierno no solo no puede frenar la inflación; tampoco quiere hacerlo. La inflación le permite a la administración recaudar los impuestos en tiempo real con la inflación, mientras los salarios y las jubilaciones deben esperar un año para acercarse a los índices inflacionarios. Es lo que Alberto Fernández y Martín Guzmán llaman un ajuste del Estado. El ajuste es, en realidad, de los trabajadores y de los jubilados. “Si no hubiera inflación, el Gobierno debería hacer realmente recortes importantes en el gasto público para cumplir con las metas del Fondo Monetario. Con inflación, no necesita hacer más que lo que hace”, sostiene Szewach.
Acuerdo pobre
El acuerdo con el Fondo es claramente pobre y moderado. De hecho, el directorio del organismo debió postergar el tratamiento del acuerdo, que estaba previsto para el lunes pasado. Lo revisará el próximo viernes. Aunque nada se dijo formalmente, las versiones que surgen del organismo es que existen país importantes que no le encuentran explicación a semejante moderación. Temen, por lo demás, que otros países deudores o eventualmente deudores crean que se trata de una política nueva y no de una excepción. La excepción consiste en que el equipo técnico del Fondo Monetario (que también es político) llegó a la conclusión de que el actual gobierno argentino no está en condiciones políticas para hacer nada serio. “El acuerdo es solo un puente hacia el 2023. Para que el gobierno llegue sin mayores complicaciones al final de su mandato”, dijo alguien que recorre los pasillos del Fondo. Hay una coincidencia básica entre el Fondo y Cristina Kirchner: la situación de Alberto Fernández es extremadamente frágil. La diferencia entre ellos consiste en que el Fondo está intentando que la Argentina no estalle en medio de un mundo en guerra, mientras la vicepresidenta está segura de que el país explotará en las manos de Alberto Fernández.
Habrá aumentos importantes de tarifas de electricidad y de gas cuando comience el invierno (aunque no serán suficientes) para una sociedad que está librando una guerra perdida contra la inflación. Cuando ni siquiera se sabe si la inhumana guerra de Putin acelerará aun más los precios internacionales de la energía. El misterio sobre el final de la guerra en el mundo cubre otro misterio: el del final de la guerra local, ya abierta entre el Presidente y la vicepresidenta. ¿Cómo terminará? ¿Cuándo? ¿Triunfarán los albertistas que le piden a su jefe la independencia total del tutelaje de su mentora? ¿Ganará Cristina Kirchner enviando a La Cámpora y a sus legisladores a desestabilizar al Presidente? ¿O habrá una tregua con claras cesiones por parte de Alberto Fernández, como fue siempre, hasta ahora al menos, su natural predisposición? ¿Cómo será el clima social que acompañará un final en el definitivo campo de batalla, si es que lo hubiera? Solo sabemos que ella le ha hecho la cruz al Presidente, y que este no quiere someterse a la humillación de llamarla a la vicepresidenta para esperar una respuesta que nunca llega. La unidad y las fingidas buenas maneras son ya para Cristina solo gestos inservibles, definitivamente viejos y pasados de moda.
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