Aníbal Fernández contra Nik: cuando el Presidente no dice ni sí ni no
El exabrupto del ministro de Seguridad expone al Gobierno en un momento en que trata de mostrarse más cercano a la gente; la amenaza y la incapacidad para entender el error
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Alberto Fernández anda por la vida diciéndole que “sí” a cosas y que “no” a otras. Es un libreto de campaña con el que sus asesores intentan ordenar un discurso a menudo oscilante y sombrío.
Grita por ejemplo “¡a la deuda le decimos no!” y espera el aplauso de la tribuna, a la que le anuncia nuevos programas estatales que requieren emitir y agrandar el déficit. O sea, más deuda. Le dice “no” a la grieta, mientras trata de “ellos” a quienes no concuerdan con sus ideas, sin ocultar una mueca de desprecio. Clama un “sí” a la producción, a la misma hora que en un despacho burocrático se firma la resolución para ponerle un cepo a las exportaciones de maíz. Le dice que “sí, definitivamente” a los jubilados, sobre quienes recayó en su gestión el mayor recorte de haberes en muchos años.
Se trata de mostrar a un líder que sintoniza con las necesidades de su pueblo, que se reúne con vecinos a escuchar sus demandas, ante la mirada siempre atenta de un fotógrafo oficial que se esmera en retratar el alarde de generosidad presidencial.
Ese hombre que habla y habla, que afirma y niega, que escucha y anota, de repente se acomoda en el silencio cuando el ministro de Seguridad le escribe en una red pública a un ciudadano que critica al Gobierno que él sabe a qué colegio van sus hijos.
No usa esas palabras, por supuesto, en el mensaje que le dedicó al historietista Nik. Pone: “Muchos colegios y escuelas de la CABA reciben subsidios del estado y está bien. Por ejemplo la escuela/colegio Ort. ¿La conocés? Sí que la conocés, ¿o querés que te haga un dibujito? Excelente escuela, lo garantizo. Repito: ¿la conocés?”. Cuando dispara ese párrafo en Twitter, Aníbal Fernández sabe algo que la enorme mayoría de la gente desconoce: que las hijas de Nik son alumnas de la Ort. El énfasis en la última oración (“repito: ¿la conocés?”) acentúa el rasgo intimidatorio, lo hace unívoco.
El Presidente y su jefa política, Cristina Kirchner, aceptaron los riesgos de incorporar un ministro famoso por su exuberancia verbal y que debe luchar contra el prejuicio -nunca probado, pero muy presente en el imaginario colectivo- de haber incurrido en conductas mafiosas
El Presidente calla. Es un malentendido, lo va a explicar Aníbal, advierten en el Gobierno a medida que crece el escándalo. Y Aníbal lo explica: “Yo jamás me metería con los hijos de nadie. Si él lo tomó así, si se sintió así, le pido disculpas”. Pero, no sea cosa que lo tomen en serio, añade: “Él vive agraviándonos”.
La aclaración termina de esculpir la amenaza. Acaso no sea deliberado y esto sea lo máximo que puede acercarse al arrepentimiento. Puede ser que lo natural para Aníbal -y para Alberto, que convalida sin intervenir- sea la dinámica del “si me criticás, te ataco”. Una lógica de barrabrava, pero más cobarde porque quien la despliega es el jefe máximo de las fuerzas federales de seguridad de la Argentina y quien la sufre es una persona común, cuya única arma es un lápiz.
La incapacidad de percibir esa desproporción y las responsabilidades añadidas que vienen con el cargo explican en buena medida el resultado del 12 de septiembre. El poder como privilegio le dijo “sí” al vacunatorio vip para funcionarios y familiares, le dijo “sí” a brindar con amigos en la residencia de Olivos en plena cuarentena estricta y le dijo “no” durante demasiado tiempo a los padres que rogaban la apertura de los colegios para sus hijos. El desdén por el otro llevó a Sabina Frederic a decir que en Suiza hay menos delitos que en el conurbano, pero es más aburrido.
Aníbal Fernández entró al Gobierno como un remedio tardío al cinismo sin eficiencia de Frederic. Se suponía que iba a llevar realismo político para enfrentar la inseguridad, en uno de los tantos giros en U obligados a raíz del abandono de demasiados votantes que dos años atrás creyeron las promesas del Frente de Todos. El Presidente y su jefa política, Cristina Kirchner, aceptaron los riesgos de incorporar un ministro famoso por su exuberancia verbal y que debe luchar contra el prejuicio -nunca probado, pero muy presente en el imaginario colectivo- de haber incurrido en conductas mafiosas.
El apriete tuitero de ayer es -casi como un homenaje a su víctima- una caricatura del Aníbal Fernández de contornos tenebrosos; el estereotipo que quienes lo quieren atribuyen a una construcción maliciosa de sus enemigos.
Pero casi tan grave como la enormidad de un funcionario dedicado a activar de viva voz los miedos más profundos de una persona (que le pase algo a los hijos) resulta la inhabilidad para comprender la magnitud del error y enmendar el daño.
Aníbal Fernández cree que alcanza con mandarle un WhatsApp a Nik y explicar en público que su reacción es una forma inocente pero enfática de defender al Gobierno de quienes lo critican. Como quien dice: “Él se lo buscó”.
Alberto Fernández no dice ni que sí ni que no. Calla y otorga, ocupado como está en el esfuerzo de exhibir su proverbial empatía.
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