La cruda experiencia de revivir el ataque a la AMIA
La Cabina de la Memoria instalada en plaza Houssay recrea el momento del atentado de 1994; crónica en primera persona de un periodista de LA NACION
Comencé a sentir que mi corazón latía más rápido de lo normal cuando desde la vereda escuché un ruido impresionante. Algo sucedía adentro. Y los nervios aumentaron cuando vi salir de esa tremenda caja negra a la señora que entró antes que yo. Con la cara tapada, caminó unos pasos y se sentó en una pirca de la plaza Houssay. Ahí rompió en llanto.
Ahora nos tocaba a mí y a la camarógrafa del diario. Nos habían dicho que la experiencia era "visual, auditiva y sensorial", pero no queríamos saber más. Queríamos vivirlo.
Un mes de planificación desde que se gestó la idea y una semana de construcción, con arduas jornadas de trabajo de más de 20 horas, fue lo que demandó instalar en la esquina de Córdoba y Uriburu, a tres cuadras de Pasteur 633, La Cabina de la Memoria. Con esa instalación totalmente negra, que construyó una empresa de efectos especiales, la AMIA decidió evocar por estos días el cruento atentado que el 18 de julio de 1994 tiñó de terror a la Argentina con 85 muertos.
Entramos. Las palpitaciones que no bajan. Está todo oscuro. Un video con imágenes de archivo rememora los instantes que todos conocemos del atentado, pero que no dejan de ser impactantes: escombros, gente gritando, heridos, muertos, socorristas, escombros y más escombros. Todo acaba con una frase que hace una invitación no tan alegre: "Ahora vas a vivir lo que vivió uno de los sobrevivientes del mayor atentado terrorista en la historia del país".
Dos escalones hacia arriba y una cortina negra separan ambos espacios. En ese momento recuerdo la instrucción que nos habían dado segundos antes: "Cuando suban la escalerita, agarrensé de la baranda". Mis latidos no cesan. Ni aunque quisiera.
Subo los escalones y lo primero que hago es tomarme de la baranda. Obvio. Después miro el piso y temo lo que vendrá. Por algo estamos unos centímetros encima de la vereda, por algo el ruido que escuché desde afuera, por algo la frase de una experiencia "sensorial".
Viajo en el tiempo. Una imagen proyectada en una pantalla gigante que está frente a mi me ubica en la tesorería de la AMIA. Es el 18 de julio de 1994 y las agujas marcan las 9.53.
Al minuto siguiente, todo se vuelve negro. El ruido ensordece y el piso se quiere despegar de las plantas de mis zapatillas. Se mueve, todo se mueve. Me aferro a la baranda. Siento humo invadir la sala. Escucho gritos de dolor, pedidos de auxilio, plegarias. La miro a Guadalupe, que no se agarró de la baranda para sostener la cámara y poder filmar. No logro entender cómo no se cayó.
¿Cuántos segundos son? ¿Tres, cuatro, quizás cinco? No más. Pero son tan intensos que te movilizan el cuerpo y harán que sientas un cosquilleo interno por mucho tiempo.
Escribo estas líneas una hora después de haber estado allí. Toda la recorrida duró apenas tres minutos, aunque aún siento que me corren hormigas por el pecho, que me tiemblan los dedos y que mi corazón late más rápido de lo normal. No quiero ni imaginar lo mucho más potente que fue el atentado real.
La secuela es parecida a la que causa subirte a una montaña rusa, sentir un temblor, estar cerca de un accidente de tránsito o cualquier situación extrema. Pero hay algo que ninguna de esas vivencias comparten: la simulación es de una tragedia. Una tragedia donde quedaron sepultados bajo los escombros 85 sueños, 85 proyectos de vida.
La Cabina de la Memoria de la AMIA está en Plaza Houssay (Córdoba y Uriburu) y se puede visitar de 10 a 17. El viernes, último día, de 10 a 14.
Lo que viví ahí, seguro fue apenas una pequeña porción de lo que vivió Jorge Beremblum, un empleado de la AMIA que ese día creía que iba a ser uno más, pero que sufrió el terror y se salvó gracias a la ayuda de uno de sus compañeros.
Como la experiencia de Beremblum, otros testimonios de sobrevivientes y de familiares de víctimas fueron registrados para recreación del atentado dentro de la cabina. Hoy y mañana, cuando termine la exposición que está abierta hasta la tarde, los espectadores podrán conocer otra historia: la de Martín Cano, quien pensó que se moría cuando el atentado hizo estallar las cañerías del edificio y el agua lo tapó hasta arriba de la nariz.
Puedo seguir contándoles que aún tiemblo un poco, pero no será lo mismo a que vayan. No es un atractivo de entretenimiento por las vacaciones de invierno, pero sí es un atractivo para activar la memoria y exigir Nunca Más.
Debido a la sensibilidad del tema, la nota está cerrada a comentarios.
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