Alberto Fernández y su destino de Antonio Cafiero
El Presidente intenta encontrar una diagonal que lo lleve, al menos, al bronce de la historia partidaria; una interna que tiene mucho más masticada que la realidad del país
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Cuando faltan ocho meses y pocos días para la finalización de su gobierno, Alberto Fernández se encontró con su destino sudamericano. No busca ser Néstor Kirchner. Menos Juan Perón. Su horizonte de expectativa es Cafiero, no Santiago, sino su abuelo, Antonio Cafiero. El albertismo seguirá no nato pero, en cambio, acaba de nacer el “neocafierismo”. Es decir, en época de autopercepciones, Alberto Fernández eligió su pronombre: el agente democratizador del peronismo, y del kirchnerismo, en una suerte de revival de la Renovación Peronista de la década de los 80. “Cuanto más democracia le metamos al peronismo, mejor va a ser”, afirmó este fin de semana para insistir en las PASO y la competencia como modo de definir el candidato presidencial 2023 del kirchnerismo. En esa gesta, la enemiga clara es Cristina Kirchner, la “ortodoxia” de los 80 en versión 2023. Aunque el Presidente dice ir en contra de todo personalismo político, en realidad se refiere a un personalismo en particular, ése en el que su vice pretende manejar la dedocracia que elige candidatos a presidente. “Si Perón viviera, sería más cuidadoso en todo lo que estoy diciendo sobre el personalismo, pero Perón es uno y es irrepetible”, aclaró. “No tenemos un Perón de reemplazo. ¿Qué es organizarse en una fuerza política? Democratizarla. Mi problema no es si Cristina conduce o no conduce. Yo quiero que conduzca por decisión popular”, definió.
Absorto en ese horizonte internista, Fernández intenta encontrar una diagonal que lo lleve, al menos, al bronce de la historia partidaria: la única tierra prometida que le queda en medio de la crisis de su gobierno. Envuelto por la nube de esa puja de poder, los efectos colaterales se amontonan: el gobierno se aísla cada vez más de los problemas concretos de la gente. La realidad, mientras tanto, sigue su curso y se cuece, lenta pero firme, una nueva versión de un momento inquietante en la vida política de la Argentina: el regreso del “que se vayan todos”. Lo vivió de cerca Sergio Berni ayer, en medio de los reclamos tras del asesinato de un chófer de colectivos en La Matanza.
La claridad con la que Alberto Fernández llega a plantear su ideal democratizador del peronismo supera de lejos la falta de precisión sobre los problemas de la Argentina y la racionalidad de las vías de solución y de salida de la crisis. Lo dejó a la vista en la entrevista que dio anteayer a El Método Rebord. Hay que regresar a esas palabras para entender las fuerzas que tensionan hoy al peronismo, con eje en el kirchnerismo de Cristina versus el kirchnerismo de Fernández. La interna que lidera Fernández es por el legado kirchnerista.
Sus dichos apuntaron, sobre todo, a reforzar su derecho a la propiedad privada sobre el kirchnerismo. Su recuerdo de los días fundacionales del kirchnerismo lo encuentran junto a Néstor Kirchner en “ese delirio”, como la aventura de dos tipos audaces, una foto originaria de la que Cristina Kirchner no participa. En el presente, Fernández también destaca la marca kirchnerista y propone a su círculo rojo como parte de esa descendencia: de Agustín Rossi a Gabriela Cerruti, pasando por Daniel Filmus, Jorge Taiana y Tristán Bauer. El Presidente desafía fuerte a su vice: “Te quiero aclarar que yo no quiero terminar con el kirchnerismo”, dijo, en el polo opuesto de los off the record que circularon semanas atrás. Pero en realidad, con esa frase no hace más que reforzar su puja con Cristina. Porque en ese punto, también hubo una definición importante: “El kirchnerista soy yo. Yo fundé el kirchnerismo”, se animó Fernández, para desafiar la paternidad, o maternidad, del kirchnerismo. Es decir, para arrebatarle a Cristina su legitimidad de líder de la coalición, plasmada en su apellido.
En la lógica del Presidente hay una serie de ideas centrales. Primero, Perón fue genial y único. Segundo, el kirchnerismo de Néstor es lo más parecido al peronismo de Perón. Tercero, el de Cristina no está a la altura para convertirse en el eje que concentra los rayos de la rueda. Cuarto, llegó la hora de volver a la democratización del peronismo porque el personalismo es insostenible. Quinto, si el peronismo tiene una chance, es con la democratización. Por último, para eso, las PASO son clave. Su propuesta para el partido, la elección para dirimir la interna, es en realidad su principal programa en el poder. “El 17 de noviembre de 2021 dije que en las próximas elecciones, en 2023, los candidatos debían ser sometidos a las PASO. Nadie puede sentirse sorprendido”, recordó.
Fernández tiene mucho más masticada la lógica interna del peronismo y su visión personal sobre ese proceso que la lógica del país. Si hay algún albertismo posible, es ése. En el fondo, sabe que su legado más contundente se juega por ese lado, en dejar atrás al kirchnerismo de Cristina y su verticalismo, es decir, traer a este siglo la “renovación intergeneracional” que se propuso Cafiero junto a Carlos Grosso y Carlos Menem en los 80 para superar la “ortodoxia” de Ítalo Luder, Herminio Iglesias y Lorenzo Miguel. “La no creación del albertismo es producto de mi convicción. Ya tenemos demasiados ‘ismos’ en el peronismo después de Perón. El menemismo, el duhaldismo, el kirchnerismo, el cristinismo. Es demasiado”, subrayó.
Fernández explicitó la saga en la que se inscribe. Un posperonismo antiverticalista y antipersonalista inaugurado por Cafiero, mencionado puntualmente, y la Renovación que derivó en el triunfo de Menem. Y la “renovación de hecho” de Néstor Kirchner, otro renovador del peronismo a los ojos del Presidente. El mecanismo electoral es central en esa visión que tiene Fernández. En el primer caso, la elección interna de 1988 por la candidatura presidencial del PJ, donde Menem le ganó a Cafiero. La primera vez en su historia que el peronismo definió candidaturas en una interna. Votaron 1.600.000 afiliados en un padrón de cuatro millones.
Y la elección presidencial de 2003, que le permitió a Kirchner, un nombre nuevo en ese momento en el escenario nacional, ser presidente. Pero hay diferencias con el escenario actual: aquel peronismo se renovó cuando el poder estaba en manos de otro y la crisis tenía otra autoría. La derrota de 1983 incentivó esa búsqueda. La derrota de 2021 incentiva la de Fernández: la unidad ya no es suficiente; el dedo de Cristina Kirchner, que reconoce que lo llevó a él al poder, tampoco. Ahora se trata de la unidad con democracia. Sin embargo, no está claro el destino de una renovación antipersonalista cuando a la crisis de la “conducción” partidaria se le superpone la crisis de un gobierno peronista. Todos los liderazgos, incluso los renovadores, están cuestionados.
La apuesta antipersonalista es arriesgada dado el contexto electoral. Justo cuando el Frente de Todos se topa con la crisis de su verticalismo y cuando en la oposición se da un proceso parecido con el paso al costado de Mauricio Macri, que institucionalizó la libertad de movimiento en Juntos por el Cambio y, sobre todo, en Pro, es el personalismo de Javier Milei el que se muestra cada vez más efectivo para instalarse en el centro de la carrera electoral.
Con su verticalismo de pocos, hecho apenas de Milei, su hermana y algún que otro colaborador, Libertad Avanza le pisa los talones al oficialismo y la oposición de Juntos: contar con un candidato definido que nadie desafía le sirve para ir ganando terreno en la conciencia de los votantes y consolida su figura mientras la indefinición de candidaturas manda en el campo de sus adversarios.
No está claro cuán proclive es la sociedad a procesos de despersonalismo político. En general, vota liderazgos fuertes. Y aún cuando la PASO democratice, también funciona para legitimar esos liderazgos potentes: la de 2015 en la que Mauricio Macri obtuvo el 80% de los votos es una prueba de eso.
También la lección histórica de la Renovación Peronista a la que mira ahora el presidente. La derrota de Cafiero ante Menem es muestra de las trampas que terminan con el renovador y de los riesgos de caer en nuevos personalismos.
Fernández piensa como un jefe de partido capaz de aguantar ministros que desafían su plan de gobierno, todo para sostener la unidad de la coalición, antes que como presidente y estadista dispuesto a pagar los costos de concretar su modelo de nación. La distancia con los problemas reales de la gente nace de esa visión internista. La realidad se lo hace pagar: las agresiones a Berni son una muestra de que la sociedad ya no tolera las puestas en escenas que buscan disputar poder interno pero apuntan poco o nada a llevar soluciones a los dramas reales. La desconexión es tal que el Presidente incluyó entre los logros de su gobierno el regreso del tren Buenos Aires-Mendoza, ese que tarda 10 horas más en llegar que hace más de un siglo.
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