Alberto Fernández va a la guerra con armas viejas y el frente partido
El Presidente lanzó y se apresta a iniciar la “guerra contra la inflación” con el mismo optimismo con el que Vladimir Putin decidió atacar a Ucrania
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Una extendida suposición afirma que en el Gobierno están atormentados (o desesperados) por la situación económica y social. Los casi cinco puntos de inflación de febrero y los augurios por lo que ya está sucediendo con los precios de marzo hacen verosímil la presunción. Sin embargo, el sentido común no es tan común, y mucho menos para el poder.
Las comparaciones son odiosas, pero las analogías le pertenecen a Alberto Fernández, quien, finalmente, lanzó y se apresta a iniciar la “guerra contra la inflación” con el mismo optimismo con el que Vladimir Putin decidió atacar a Ucrania. Solo cabe desear, aunque no es sencillo esperar, mejores resultados. Los antecedentes obligan a ser cautelosos: la estrategia, las armas y los conductores con los que se va a la batalla son casi todos conocidos y no atesoran victorias duraderas. Tampoco está claro si los objetivos apuntados serán los correctos. No es lo que piensan en la Casa Rosada. El desacople con la percepción de la calle tiende a agudizarse.
El mayor problema inmediato no es, sin embargo, la distancia que media entre las expectativas sociales (incluida la dirigencia sectorial) y la visión de Fernández y su equipo. Es abismal la diferencia de perspectivas y presupuestos básicos que existe entre lo que el Presidente encarna y promete y lo que el kirchnerismo cerril presume.
En términos deportivos, el vestuario está roto y no aparecen señales de que se vaya a reparar en la cancha. Ni siquiera intentó disimularlo, sino que lo confirmó ayer la vocera Gabriela Cerrutti. Y eso que no contó algunos detalles de los últimos capítulos de ese conflicto que ambas partes ventilan en privado.
A la andanada fílmica que disparó Cristina, su hijo sumó esta semana el reproche en duros términos ante colaboradores de Fernández con los que aún mantiene buen diálogo. Cuestionó que el Presidente no hubiera concurrido al Congreso a darle apoyo a su mamá, la vicepresidenta, por el deleznable ataque a su despacho, después de que ella no le contestó los mensajes de texto enviados para solidarizarse y ofrecer asistencia.
“¿No entienden que fue un hecho de gravedad institucional?”, inquirió Máximo. Del otro lado le respondieron: “Vos sabés que ella no lo hubiera recibido y habría afectado aún más la autoridad presidencial. Y ¿no te parece que es de gravedad institucional que un tercio de los diputados oficialistas voten en contra del proyecto más decisivo que envió Alberto?”. Así siguen las cosas.
La fracción del equipo oficialista que reconoce la jefatura de Fernández y en la que circunstancialmente se inscribe Sergio Massa trasunta un singular optimismo. Exactamente la contracara de lo que sostiene el espacio que lideran Cristina y Máximo Kirchner. Cada uno ya apuntó en direcciones contrapuestas. Y hubo casos de fuego amigo. Cada desafío por afrontar es ahora una incógnita por dilucidar. No parece el mejor escenario para tamaña empresa.
La sanción de la ley que aprueba el acuerdo con el FMI es el primer activo que suman en la cuenta oficial albertista. Computan haber firmado un acuerdo que la gran mayoría, salvo los extremos del kirchnerismo y la izquierda, considera laxo y benévolo para el Gobierno. Aun a riesgo de agravar desajustes a mediano plazo.
La batalla no cesa en el FdT
A ese hito se suma otro cálculo que en el entorno presidencial consideran tanto o más decisivo. “Demasiado rápido, Cristina y Máximo dejaron expuesto que no son más que el 30% del espacio. Aun apretando hasta el límite, los votos que reunieron en el Congreso muestran que apenas son la tercera parte del FdT y achicándose”, se ufana un colaborador del Presidente
Como se sabe, existen las verdades, las mentiras y las estadísticas. Desde La Cámpora y el Instituto Patria replican que los únicos diputados propios de Fernández no son más que Victoria Tolosa Paz, Leandro Santoro y (con la patria potestad compartida) Eduardo Valdés. Esa da 10 a 1. Nada es tan lineal. Pero los resultados mandan.
El trasfondo de esta última confrontación, más profunda que todas las anteriores, explica que se haya llegado tan lejos. El cristicamporismo votó en contra del proyecto del Poder Ejecutivo no solo por dar una batalla testimonial en pos de preservar su identidad y su electorado más fiel. Fundamenta su accionar un diagnóstico mucho más pesimista sobre las consecuencias del acuerdo con el FMI y las medidas que deberá adoptar Fernández.
En esencia, el crecimiento de la economía rayano en el 5% y la domesticación de la inflación que profetizan el Presidente, los ministros Martín Guzmán y Matías Kulfas y Massa (aún más optimista que ellos) no logra romper el férreo escepticismo cristicamporista. Contra lo que pregona el ala presidencial y con lo que discrepa casi toda la oposición, lo que se viene es un golpe sobre su base electoral, es decir, los sectores más postergados.
El punto de discrepancia entre unos y otros es menos técnico que ideológico o de prejuicios. Entre ambos la discrepancia raya la cuestión de fe. Creer o no creer.
Si el punto es el ajuste, ya dijo Guzmán y refrendó el Presidente que no habrá restricción, sino expansión del gasto público. Curiosamente eso es lo que le reprocha la oposición y lo que no cree el ala más extrema del Frente ex de Todos.
La convicción en ese plano es tan férrea dentro del albertismo que prefiere admitir que los sectores medios (además de los altos) padecerán los efectos de un mínimo ordenamiento de la economía antes que evaluar siquiera la posibilidad de dar alguna señal de reducción del gasto de la política, como reclama la sociedad, según las encuestas. Solo hace 48 horas algunas voces lograron instalar al menos la duda sobre la conveniencia de hacer algún gesto en tal sentido.
La borrachera por la aprobación del acuerdo con el FMI y por la primera derrota infligida a sus rivales internos agravó la disminución de los reflejos, que el ejercicio del poder suele alterar. Sumado al diagnóstico optimista de la evolución de la economía, eso explica que el Presidente le declarara la guerra a la inflación, cuando sus más estrechos asesores le habían insistido en que esa palabra no debía salir de su boca, después de habérsela escuchado en privado.
También esa embriaguez permite comprender el nivel de entusiasmo que existe en la Casa Rosada sobre el impacto positivo que los anuncios de hoy tendrán en la opinión pública. Como para no prever ninguna acción de efectos inmediatos (aunque en términos fiscales fuesen de naturaleza simbólica) que impliquen que el esfuerzo es compartido por los funcionarios estatales. Como si la confianza estuviera intacta. Como si el Gobierno estuviera empezando su gestión. Querrán creerlo Fernández y sus colaboradores, pero todos saben que ya se consumió más de la mitad de su mandato. Y que ya gastó una porción equivalente de la confianza y el apoyo inicial. Lo confirman los sondeos y lo palpan los dirigentes políticos y sociales.
La diferencia de visiones es tan aguda dentro del oficialismo (un eufemismo a estas alturas para un colectivo que se convirtió en una flota de minivans) que cada noticia encuentra interpretaciones contradictorias. Es el caso de la afirmación que hizo ayer el vocero del FMI, Gerry Rice, respecto del estrés que sumará la guerra en Ucrania sobre la inflación, el gasto y el crecimiento de la Argentina. Una dificultad extra para cumplir con el acuerdo recién votado.
Para los seguidores de la madre y el hijo la advertencia solo viene a reafirmar sus pronósticos negativos. Para el albertismo, en cambio, es una confirmación de las oportunidades que se le abren y que ya evaluaban. El incumplimiento del acuerdo siempre estuvo como la opción más probable desde antes de cerrar la negociación. Ahora, sienten que Rice les sumó argumentos y no que les elevó la vara. Argentinos hasta la muerte. Ya están escribiendo los fundamentos del primer pedido de waiver (o perdón), sin pensar en disculparse.
Bomba para el humor social
De igual manera, se interpretó de manera diferente la alerta y la queja que elevó el secretario de Energía, Darío Martínez, a Guzmán por los recortes de fondos a su área que comprometían la compra de gas. Al final del día los dos dieron por zanjado el asunto. Atrás vuelven a asomar conflictos parentales. Unos y otros se disputan la pertenencia de Martínez. Una minucia ante el riesgo cierto de la falta del combustible en el invierno, además del costo imprevisible que tendrá por la guerra, como lo reconoció el ministro de Economía. Una bomba sobre el humor social.
La cuestión del gas repone otro error de cálculo por anteponer el criterio político a la racionalidad administrativa y el buen gobierno. Bolivia prefiere afrontar multas por no cumplir los contratos con la Argentina para venderle gas a Brasil. Con lo que Jair Bolsonaro le paga a Luis Arce abonan las penalidades y les queda un margen mayor.
El Gobierno se lo reprochó al economista que preside el país vecino, tras recordarle lo que hizo Fernández por Evo Morales y la fuerza que integra Arce cuando cayó su gobierno en 2019. No logró conmoverlo. Fernández les habló con el corazón y le contestaron con el bolsillo. Olvidó la máxima de las relaciones internacionales respecto de los amigos y los intereses. Un error demasiado repetido por el kirchnerismo. Ya prefirió pagarle a Hugo Chávez intereses más elevados que los que cobraban los organismos internacionales. Esto, al menos, no se lo recriminarán a Fernández sus rivales internos.
Todos esos antecedentes no hacen mella en el optimismo presidencial. Como para animarse a hablar de reelección y de ir a la guerra contra el enemigo más invicto de la historia argentina.
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