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Alberto Fernández se definió como títere. Nadie lo obligó. Solito, Fernández pronunció ese concepto que hoy lo condena y lo define. En una entrevista con María Julia Oliván, en Radio Nacional, el 11 de mayo de 2019, Alberto cometió un “sincericidio” y dijo: “No quiero que el poder esté en Uruguay y Juncal, y en la Casa de Gobierno haya un títere”. Exactamente una semana después, Cristina Kirchner lo bendijo como candidato a presidente. Ella se reservó la vicepresidencia: el primer lugar en la línea sucesoria y una manera de marcarlo de cerca y de respirarle la nuca como un “stopper” ideológico.
Hoy está ocurriendo lo que anticipó Alberto. Fue un visionario que cedió a la tentación. En la Casa de Gobierno hay un títere, y el poder está en el departamento en donde vive Cristina y donde, dicho sea de paso, Daniel Muñoz recibía valijas, bolsos y mochilas que desbordaban de dólares sucios y corruptos del plan sistemático de recaudación de coimas más colosal de la historia democrática.
Entregar la cabeza de Marcela Losardo y titubear, durante una semana, respecto de su reemplazante se convirtió en un papelón grave que demuestra el nivel de degradación de la investidura presidencial al que lo sometió Cristina. Esto genera fuertes turbulencias institucionales. Porque ella le fue comiendo las piezas del ajedrez del Estado hasta -prácticamente- vaciarlo de poder. Y eso es peligroso e inquietante. Aparece como una fuerte señal destituyente: una especie de golpe palaciego que pone en jaque el sistema republicano y la división de poderes. Anoche Carlos Pagni, en este canal, tituló su columna con mucha precisión: “El presidente sitiado”. La Real Academia ofrece los siguientes sinónimos: asediado, cercado, arrinconado, acorralado y, finalmente, rodeado. En Córdoba, solemos decir -tragicómicamente- que Cristina le rodeó el rancho a Alberto. Lo convirtió en una marioneta. Fue una manera de decir que el principal funcionario que no funciona es Alberto. Es un presidente que no preside. Sonó extraño que el primer mandatario se viera obligado a decir una obviedad: “Acá llegué con Cristina y me voy a ir con Cristina”. ¿Fue una confesión de sus preocupaciones? ¿Quién apuesta a que se vaya, señor Presidente? Si hay algún golpista sería bueno que lo denuncie.
Este ruido de paso redoblado es la confirmación de que Cristina va por todo. Los ministros se preguntan quién es el que sigue. Jonatan Viale, en el pase, sugirió que en la lista negra estaban casi todos los de origen albertista: Felipe Solá, Claudio Moroni, Matías Kulfas, Daniel Arroyo y Nicolás Trotta, para empezar. Yo insisto en que Martín Guzmán no está pasando por su mejor momento de la relación con Cristina y eso puede ser letal para su carrera política. En el gabinete, los no K están poniendo las barbas a remojar porque han visto cortar las de sus vecinos. Cristina es implacable. Y está irascible e impaciente. Por el fracaso del plan sanitario y por la hecatombe económica. Pero sobre todo, porque su avance feroz sobre la Justicia no logra conseguir los resultados esperados. La impunidad y la venganza se demoran, y los tiempos y los caminos se acortan en forma dramática.
Alberto hizo una obscena exhibición de debilidad y falta de coraje, al comentar -como si fuera un periodista- que Marcela Losardo se quiere ir porque “está agobiada” y que se lo dijo hace más de diez días, pero que todavía no decidió quién ocupará su lugar. Todos los caminos conducen a talibanes de Cristina capaces de conducir sin culpa ni estómago el asalto final a la Justicia. No importa el método sino el objetivo. Losardo no quiso cruzar esa línea del autoritarismo chavista. Pero quien la reemplace estará decidido a utilizar todos los instrumentos a su alcance: carpetazos extorsivos para jueces y fiscales; leyes y resoluciones como traje a medida; e insultos, gritos y operaciones de inteligencia de la peor calaña. Cristina necesita cortarle la cabeza a un par de miembros de la Corte: al fiscal Carlos Stornelli; a su jefe, Eduardo Casal; al doctor Gustavo Hornos; y siguen las firmas. Estos son a los que ella considera enemigos. También lo confesó Fernández cuando dijo: “El tiempo que viene necesita otra actitud”. Por eso, el flamante presidente del Consejo de la Magistratura, Diego Molea, reciente converso al camporismo, asegura que “Cristina fue perseguida” y que “la Justicia fue muy cruel con sus hijos”. Eso también explica que, en los concursos para reemplazar jueces, una de las preguntas sea sobre el lawfare o “criminalizar la protesta social” o el insólito “totalitarismo financiero”. Esas preguntas ayudan a elegir a los jueces amigos como uno de los que la redactó, el doctor Roberto Falcone, línea fundadora de Justicia Legítima. Es más un filtro ideológico que una constancia de capacidad profesional.
¿Se imaginan que puede pasar con un aspirante a ocupar el despacho de Claudio Bonadio, por ejemplo, si contesta que el lawfare no existe y es un invento de Cristina para victimizarse? De inmediato, lo dejarían afuera de todo. Están obligando a los aspirantes a explayarse en su fanatismo por Cristina o a disimular su independencia y ecuanimidad, en el caso de que la tuvieran. Hubo una reacción producto de la queja opositora y Graciela Camaño, la presidenta de la Comisión de Selección, ordenó que se quitara esa temática militante. Esa decisión debe ser refrendada el jueves que viene en la reunión correspondiente. Veremos.
Cristina necesita un comandante de sus urgencias y necesidades para ocupar el lugar de Losardo. Alguien tan decidido como un kamikaze, capaz de inmolar su prestigio en el altar de Cristina, como lo hizo Alberto.
Los nombres que más suenan son Juan Martín Mena, el actual viceministro. Fue el gendarme ideológico que vigiló y le hizo la vida imposible a Losardo. Fue el segundo jefe de los espías de Cristina durante su presidencia. Y es el encargado de los trabajos sucios. No lo digo yo. Lo dijo Cristina. Muchos recordarán aquella escucha en la que ella le ordena a Oscar Parrilli que salgan a apretar jueces y dice que hay que llamar a Martín para que lo ejecute.
Martín es Juan Martín Mena, quien respaldó los discursos de Alberto y Cristina, en su hostilidad manifiesta hacia los magistrados que no se arrodillan ante las órdenes de la nunca exitosa abogada. Mena dijo que los presos kirchneristas por corrupción, en realidad, son presos “de los factores de poder real”, en obvia referencia al establishment económico, judicial y mediático. Mena miente descaradamente para la corona. Dijo que en los procesos “hubo testigos comprados y jueces pagos”. Mena huye del perfil alto y ese -tal vez- sea un impedimento para ocupar el puesto de ministro. Se opone al indulto porque dice que Cristina es inocente de toda inocencia, y dice que Macri utilizó al poder judicial como “su brazo armado porque la persecución a Cristina fue criminal”. Mena está procesado en la causa del pacto siniestro firmado por Cristina con Irán. Es el preferido de Cristina. No podía ser de otra manera. La vicepresidente, jefa del jefe del Estado, tiene 8 procesamientos y hay montañas de pruebas documentales y testimonios de arrepentidos que, con lujo de detalles, cuentan cómo fue el más grande mecanismo de corrupción que se haya montado desde el Estado en democracia, el cual tuvo la jefatura de Cristina.
Otro de los candidatos es Martín Soria, que se hizo cristinista en los últimos tiempos, aunque su padre, el exgobernador Carlos Soria, siempre tuvo una relación sumamente tirante (cercana al odio) con el matrimonio Kirchner. Sobre todo cuando el “Gringo” Soria fue jefe de los servicios de inteligencia en el gobierno de Eduardo Duhalde, y Néstor y Cristina decían que los espiaba.
Martín fue intendente de General Roca: lugar en el que lo sucedió su hermana y se ganó la simpatía de los brigadistas de La Cámpora cuando emprendió contra el juez Gustavo Hornos o cuando disparó, desde el Twitter, respaldos a la teoría del lawfare.
El que puso el grito en el cielo y fue durísimo con Alberto, una vez más, fue Julio de Vido, el gerente de coimas y sobreprecios del kirchnerismo. Recordó que María Emilia, la hermana de Martín, cuando era diputada, votó su desafuero y eso permitió que fuera a parar a un calabozo de Ezeiza. De Vido, solo por los rumores que hablan de Martín Soria y por los elogios de Alberto, dijo que el presidente demuestra una “miserabilidad inconmensurable”. Epa, epa. Cada vez se banca menos que lo hayan colocado en lugar del pato de la boda. Él siente que robó para la corona de la reina Cristina y que fue un fiel y leal servidor. Reclama respeto y protección. Se siente sitiado, acorralado; tal vez como el propio Alberto, que todavía estará arrepentido de haber utilizado la palabra “títere”. Solito la dijo. Y solito se bautizó. Hoy en las redes los opositores le dicen “Albertítere” y, a estas horas, se mueve solo si los piolines que maneja Cristina se lo ordenan.
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