Alberto Fernández, Cristina Kirchner y los misterios de la santísima dualidad
El almuerzo del domingo pasado en Olivos tuvo un menú liviano y una conversación cargada. Alberto Fernández, escultor de las formas, dejó trascender el encuentro como demostración de que la relación con su vice fluye en la concordia. Cristina Kirchner,pensadora del realismo político, aprovechó para pasar lista de todos los disgustos que le genera su propio gobierno. Ella sabe cómo ser implacable; él no sale con el mejor ánimo de esas conversaciones.
La relación del Presidente con Horacio Rodríguez Larreta fue el conflicto que insumió más tiempo. Ella no solo le cuestionó su cercanía, sino que le enumeró los supuestos "negocios" que promueve el jefe porteño y también su segundo, Diego Santilli. Cristina no puede entender cómo Fernández aún hace distinciones entre Larreta y Mauricio Macri. Es de las cosas que más la irritan, junto con la irresolución de su propia situación judicial. Pero no fue lo único.
Durante la amena comida volvió a marcar su insatisfacción con la dinámica de la gestión, de la que alguna vez llegó a decir con desdén que parecía "un gobierno de radicales". También con la tarea de varios ministros, razón por la que desde hace meses hace fuerza por un cambio de gabinete. El elenco estable sigue en cartel. A Santiago Cafiero le dice peyorativamente "delivery boy" y a Marcela Losardo "la socia", por haber compartido estudio de abogados con el Presidente. Pero ahora también se acentuaron los señalamientos a Matías Kulfas (muy criticado por La Cámpora, que le acaba de birlar la Secretaría de Energía) y a Mario Meoni (tiros que caen en el campo de Sergio Massa, quien al final de la semana se corrió hasta su ministerio en señal de respaldo). De Gustavo Beliz dicen que está con paradero desconocido.
Cristina ya no necesita demostrar que ha recuperado la centralidad política del Gobierno. Su impronta de construcción a partir de la confrontación se impone gradualmente, como homenaje a Ernesto Laclau. En eso es insuperable. Esa lógica domina el Senado y se trasladó a Diputados en una sesión bochornosa de la que no salieron conformes ni la oposición ni Massa, que siente que quedó enredado en una dinámica tóxica.
El Gobierno se ha transformado en una estructura de dos pisos. En el de abajo hay un grupo de funcionarios trabajando como pueden para enfrentar la pandemia y la crisis económica y social. Ahí le tienen una fe ciega a Alberto, cultivan la moderación y se sostienen abnegados ante los piedrazos que llueven desde el nivel superior. Son los administrativistas. En el piso superior está el tablero de control que monitorean las terminales de Cristina y que se dedican a construir un proyecto de poder de largo plazo. Tienen un discurso más ideologizado y reivindican la acción directa como forma de construcción. Son los políticos.
Más allá de abonar esa dicotomía, la vicepresidenta también enfrenta sus dilemas: ¿hasta qué punto su obsesión por moldear la gestión y por marcar sus diferencias no termina atentando contra ella misma como parte del Gobierno? ¿Hasta dónde puede tensar los vínculos internos sin forzar una ruptura? ¿Hasta qué punto le sirve desgastar a Fernández, cuando fue una decisión propia ungirlo para el cargo? Ella misma ofreció una primera respuesta a una persona de su confianza: "Yo sé que si se rompe la unidad, voy presa". No es porque se sienta culpable, sino porque entiende que la política define la Justicia. En el camino perdió fuerza la idea de un "punto final" que circuló por algunos pasillos y que algunos atribuyen a conversaciones entre Miguel Ángel Pichetto y a Eduardo "Wado" de Pedro. Limpiar la foja judicial de Cristina y de Mauricio Macri, como una manera de regenerar la escena política e iniciar una nueva etapa sin venganzas ni odios. Inviable.
El judicial es un límite tangible para la vicepresidenta. El otro sería el social, no solo porque su imagen conserva un nivel de rechazo muy alto, sino porque podría tener una manifestación explícita en las elecciones del año próximo. Si su impronta marca el armado de las listas, y pierde en las urnas, se impondría un rediseño de los equilibrios internos. En el medio no quedó nada. El peronismo se transformó en un eslogan de gobernadores replegados por la pandemia, intendentes asustados por el clima social y gremialistas sosegados por la crisis. Allí no hay contrapesos. Massa se pega a Máximo para hacer política y se desmarca en sus temas favoritos para mantener identidad. Y Alberto Fernández se adapta, simula y promueve el "frentetodismo". A veces se mimetiza con Cristina y endurece su mensaje y sus acciones. No le cuesta la adaptación discursiva. Misterios de la santísima dualidad que bendijo cuando afirmó que él y ella eran "lo mismo". Son dos personas pero un solo espíritu. En otras ocasiones, gesticula autonomía y demuestra que puede ser distinto en los modales. El Presidente se desgasta mucho en las tareas de conciliación. Un par de radicales que lo visitaron hace unos días en Olivos lo notaron entre desconcertado y desanimado.
Esta semana se le notó públicamente el agotamiento, sobre todo por su exposición mediática. Escuchó de frente el disgusto de Máximo por haberse equivocado al decir que no se habían aprobado leyes en la polémica sesión de Diputados. "Sus funcionarios deberían cuidarlo más", le recomendaron desde el bloque oficialista, donde compartían el malestar. "No nos escucha, él quiere salir en los medios porque siente que es parte de su impronta. Ni siquiera pudimos convencerlo de que no se exponga tres horas en C5N el sábado pasado", dicen en su entorno. Para compensar, le dio una entrevista a TN, pero a Cristina no le gustó nada que en la charla dejara correr ligeramente comentarios jocosos sobre ella. Sus funcionarios en la Casa Rosada, aun los más leales, empezaron a comentar por lo bajo que al Presidente no le hace bien quedarse en Olivos todo el tiempo porque lo aísla y le hace perder temperatura de gestión.
En las entrañas conurbanas
En el nutritivo almuerzo de Olivos, Cristina no solo se dedicó a criticar a los albertistas. También elogió a los propios. En particular, hizo una encendida defensa de Sergio Berni, a quien considera la figura clave para sostener la estabilidad en la provincia de Buenos Aires y apuntalar a Axel Kicillof, otro de sus protegidos. Tenía datos muy específicos de la situación social en el conurbano y de la problemática de las tomas de tierras. A partir de ahí se empezó a ordenar el discurso público del oficialismo que nunca había exhibido tan abiertamente sus diferencias ideológicas. Siempre el tema de la seguridad es un dilema para el kirchnerismo porque contrapone las licencias del discurso con las necesidades de la praxis. En la confusión, los intendentes terminaron aliados a Berni y su planteo de reforzar los controles, y Sabina Frederic debió retroceder con Kicillof en su mensaje conciliador. De fondo opera un conflicto que enfrenta a diferentes actores territoriales que confluyen en el Frente de Todos. Andrés Watson, alcalde de Florencio Varela, contó cómo la misma noche que un grupo de familias usurpó un terreno en su municipio, aparecieron de la nada dos abogados para defenderlos. "En los últimos diez días se incrementaron la cantidad de tomas y la organización", reconoce. La dinámica se completa cuando los movimientos sociales acuden para asistir a las familias instaladas y de inmediato se transforman en sus interlocutores con los intendentes, quienes protestan porque después deben prestarles servicios básicos una vez que ya no los pueden desalojar.
A eso se agrega el rol de los oportunistas de la marginalidad. En La Matanza recuerdan que hace poco unos vivos crearon una sociedad de fomento que vendía lotes a $50.000 en un terreno inundable de Laferrere y después se borraron. También suelen hacer su aporte los barras y grupos narco. Es comprensible que en el oficialismo hayan saltado las alarmas. "Se están enfrentando los que toman las tierras, que son nuestro electorado, con los que denuncian, que también nos votan", advirtió un operador. Fue cuando Fernández y Cafiero intermediaron para evitar más daños y aceleraron el plan de asistencia policial.
Debajo de esta dinámica típica conurbana operó la pandemia, que agrava todos los males. Un hombre que conoce como pocos el bajofondo bonaerense relata: "Se está destrozando el entramado social que sostiene a la gente. Al cerrar las escuelas, los clubes y las capillas, los pibes terminan en la calle. Empiezan juntándose a tomar cerveza, siguen con la droga y terminan de caño". El conflicto derrama sobre una clase media baja que hasta hace un tiempo vivía de sus ingresos y a la que el sistema de ayuda estatal no le alcanza. Es un fenómeno social nuevo muy difícil de componer.
En el Gobierno admiten que están desconcertados ante el coronavirus. Pensaban que a esta altura estarían dando vuelta la página y se encuentran con un número creciente de casos en todo el país. En los principales despachos de la Casa Rosada advierten que la semana próxima habrá un endurecimiento de la cuarentena. "No podemos esperar hasta el 20 de septiembre si siguen estos indicadores", afirman. De fondo también crece la desilusión por el desvanecimiento del principal activo identitario del Presidente, quien supo construir una imagen protectora y consensual que lo premió en las encuestas. El último sondeo de Poliarquía muestra un repunte fuerte de la preocupación social por la salud, y un nuevo retroceso, aunque leve, en la valoración de Fernández. Las curvas se desacoplaron por primera vez.
La pandemia también marca el ritmo de la economía. En el Gobierno explican que parte de sus políticas de reactivación no son aplicables en el actual contexto. Imaginaron el cierre de la negociación con los bonistas como un punto de inflexión, pero el acto celebratorio del lunes se esfumó en 24 horas. La verdadera bisagra será el declive del Covid, para lo cual falta no se sabe cuánto. Con esa incertidumbre, los funcionarios que trabajan con la proyección económica dibujan escenarios para 2021 asumiendo que este año está perdido. En el boceto del presupuesto aparecen algunas señales. Martín Guzmán adelantó un déficit de 4,5%. Dentro de esa línea de expectativas moderadas el equipo económico planea fijar un crecimiento de entre 5 y 6% y una inflación de algo más de 30% (el debate sobre el tema cambiario está demasiado agitado como para proyectar el valor del dólar).
La hipótesis del Gobierno es que el FMI le concederá un período para la recuperación económica, antes de imponerle un plazo de pago de la deuda. "No nos van demandar un ajuste temprano; nos van a exigir una trayectoria. Necesitamos que la economía se reactive y en el Fondo lo van a entender", expone una persona de influyente tarea en la coordinación del área. Reconocen que deberá haber un ajuste del gasto, pero aún no está definido cómo. Dos equipos de Hacienda trabajan en propuestas de cambios impositivos, mientras se analizan alternativas de fórmulas jubilatorias que deberán contemplar "la trayectoria de los salarios, pero también de la recaudación", es decir que no habrá recomposición si no hay recuperación. Todo este paquete de medidas caerá en el Congreso antes de diciembre y definirá la propuesta macro que muchos esperaban para este año y que la deuda y la pandemia postergaron. Hay una racionalidad en el planteo económico que convive con una preocupación muy palpable en los distintos niveles del Gobierno sobre los efectos inmediatos de la crisis. Prevalece una mezcla de incertidumbre y nerviosismo por el panorama que emergerá una vez que se corra la espesa bruma de la pandemia. Ese oscuro horizonte por ahora los mantiene unidos.