Ahora volvió el “vamos por todo”
Pedro Sánchez, jefe del gobierno español, acaba de darle, queriendo o sin querer, una clase sobre el Estado de Derecho a Alberto Fernández. Sánchez contestaba una pregunta en clave interna española durante la conferencia de prensa conjunta con el presidente argentino. En esas mismas horas entraba al Congreso de Buenos Aires un proyecto de ley del gobierno de Fernández por el que virtualmente se declara una situación de excepción nacional, que suspende la vigencia de varios artículos de la Constitución. Sánchez dijo textualmente: “Respetamos la seguridad jurídica, las garantías legales. Una ley ordinaria no va a sustituir nunca a la Constitución. Esto es de primer grado de Derecho”. El profesor de Derecho lo miraba a Sánchez, a su lado, mudo y lejano. En Buenos Aires se había abierto un duro debate con sus opositores; estos habían llegado a la conclusión de que ese proyecto inaugura una nueva escalada de autoritarismo en el país. “Van por todo, ya lo advirtieron hace tiempo”, exclamó Mario Negri, presidente del interbloque de Juntos por el Cambio.
El proyecto señala que la ley estará vigente desde el 22 de mayo hasta el 31 de diciembre (es decir, deberá estar aprobada por el Congreso antes del 21 de mayo), lo que significa, en primer lugar, una intimación a los legisladores para que resuelvan en un plazo determinado. Inadmisible para el principio de la división de poderes. El proyecto esconde, además, una respuesta a la Corte Suprema de Justicia, porque por una ley regiría el estado de emergencia sanitaria en el país con amplios poderes para el Ejecutivo nacional. En un voto concurrente con otros tres jueces, el presidente de la Corte, Carlos Rosenkrantz, acaba de señalar, cuando se resolvió la autonomía de la Capital para decidir sobre las clases, que “la emergencia no es una franquicia para ignorar el derecho vigente”. La Corte ya dijo que “los poderes de emergencia nacen exclusivamente de la Constitución” y que más allá de ese marco los actos del Poder Ejecutivo “se tornan en arbitrariedad y exceso de poder”.
El Gobierno intenta llevar ahora a todo el país las facultades que se arrogó para decidir sobre la clases presenciales en la Capital y el conurbano. Esto es: está desoyendo el último fallo de la Corte sobre las autonomías provinciales y está, al mismo tiempo, desobedeciendo a la Constitución, que establece en su primer artículo que la forma de gobierno del país es “representativa, republicana y federal”. El Presidente pasó, en fin, de atacar a la Corte con discursos confusos en encendidas barricadas a contestarle con una eventual ley. Inclusive, comete el error garrafal de llamar a los gobernadores “delegados federales”. La Constitución dice que son “agentes naturales del gobierno federal para hacer cumplir la Constitución Nacional”. No es lo mismo. El gobierno nacional fue una decisión de las provincias, que son anteriores a la Nación.
Por eso, es difícil, si no imposible, que los diputados que responden al gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, voten a favor de esa ley. Desde la restauración democrática, en 1983, Córdoba levantó la bandera de su autonomía cuando fue gobernada por radicales o peronistas. Los legisladores que responden a Roberto Lavagna adelantaron ya que ellos tampoco votarán esa fenomenal delegación de poderes en el Ejecutivo. Al proyecto podrían faltarle dos o tres diputados para su aprobación en la cámara baja. En el Senado, el oficialismo tiene mayoría propia, a pesar de que los senadores son representantes de las provincias (los diputados lo son de la sociedad); las provincias son las más perjudicadas por este proyecto que les poda la autonomía histórica. Si está en discusión la aprobación parlamentaria, ¿para qué el gobierno de Alberto Fernández se metió en una aventura que conlleva el riesgo de salir mal? No hay respuestas lógicas. La política no siempre es lógica.
La Constitución es, por lo demás, restrictiva en materia de delegación de poderes. Solo admite excepciones muy determinadas en materia de administración o de emergencia pública, y dentro del marco de delegaciones que el Congreso establezca. Es el Congreso el que debe decidir qué es lo que delega; no es el Ejecutivo el que puede llevarse lo que quiera. En tiempos nebulosos es mejor la claridad: ninguna emergencia puede conferirle al Ejecutivo poderes superiores a la Constitución, ni mucho menos puede significar la suspensión de la vigencia de la Constitución.
El proyecto no solo les sustrae facultades a las provincias (como la de establecer si habrá -o no- clases presenciales); también amenaza con recortar aún más las libertades públicas. El Congreso facultaría al Gobierno, según el proyecto, a decidir en todo el país sobre la suspensión de las prácticas deportivas; a qué hora y dónde deberán cerrar los negocios; si los cines, teatros y shoppings podrán abrir o no, y si las familias podrán reunirse en su casa con 10 personas o más. Y advierte que el gobierno nacional podrá tomar medidas adicionales, aún más estrictas y severas, si el riesgo epidemiológico no remitiera. Habrá en este caso consultas con el gobernador o el jefe del gobierno porteño, según el caso, pero siempre con la intervención de la autoridad sanitaria nacional. Es decir, con el intervención del gobierno de Alberto Fernández.
Llama la atención que este proyecto se envíe al Congreso cuando una parte importante del mundo está dejando atrás la pandemia. Israel y Estados Unidos viven ya una especie de nueva normalidad, que no es la normalidad de antes, pero normalidad al fin. España salió del estado de alarma, que obligaba al gobierno de Sánchez a pedir periódicamente la autorización parlamentaria. Alberto Fernández suele inspirarse en Angela Merkel para aplicar sus políticas sanitarias. Es cierto que Merkel ha endurecido y suavizado las restricciones sociales, según la evolución de la pandemia, pero ella lidera un gobierno parlamentario. Todas las semanas debe rendir cuentas ante el Bundestag (el Parlamento alemán). Merkel está muy lejos del cesarismo, tan propio del kirchnerismo gobernante.
Y llama más la atención aún que este striptease autoritario suceda apenas días después de un acuerdo con la oposición sobre la fecha de las próximas elecciones legislativas. La oposición acordó con el oficialismo que tanto las PASO como las elecciones generales se postergarán un mes (las PASO serán en septiembre y las generales en noviembre), luego de una negociación que lideró el ministro del Interior, Eduardo “Wado” de Pedro. Oficialistas y opositores acordaron que la pandemia podría estar mejor en esos meses, aunque la oposición incluyó una cláusula cerrojo según la cual la postergación es por única vez. También se estableció que las elecciones primarias se harán este año. Elisa Carrió fue la primera en pedir que no se obligara a la gente a ir a votar en medio del invierno y en el contexto de la pandemia. Negri fue el que incorporó la cláusula cerrojo. No deja de ser encomiable que oficialistas y opositores hayan llegado a un acuerdo sobre una cuestión que no es discutible en la Argentina. En efecto, las elecciones en tiempo y forma no son motivo de debate público. Se hacen. Sin discusión. Es una de las conquistas de la democracia argentina. Desde Mauricio Macri hasta De Pedro, todos contribuyeron a que esa certeza elemental del sistema democrático siga vigente. Otra cosa es la forma cómo se vota, si es con boleta única o electrónica o con el viejo sistema. Pero esa discusión no pone en duda la certidumbre de las elecciones. Sin embargo, la vigencia del estado de excepción que pide el Presidente abarcará el tiempo de las elecciones. No es posible que la gente vote bajo medidas excepcionales que le recortarían sus libertades.
Nadie, sin embargo, se detuvo para saber lo que sucede en la Justicia electoral. En enero, pidió que 2000 personas que trabajan para las próximas elecciones fueran vacunadas. Es demasiado, le contestaron. Las autoridades electorales le enviaron entonces al Gobierno una lista de 500 personas, con nombres, apellidos y números de DNI, que necesitaban ser vacunadas para poder cumplir con su trabajo. No pasó nada. Nadie respondió. Los primeros plazos electorales han comenzado a vencerse y los jueces electorales temen que tampoco encontrarán voluntarios para ser presidentes de mesa, si estos no están vacunados antes. Son 2000 presidentes de mesa. ¿Es una cifra insoportable para un Gobierno que vive hablando de millones de vacunas que están a punto de llegar? No, si quiere cumplir con la obligación de que los argentinos voten. ¿O, acaso, está esperando que sea la Justicia electoral la que considere imposible las elecciones?
Esas preguntas esenciales surgen cuando el Gobierno quiere hacerse de un poder que la Constitución no le da. El despecho hacia la Corte Suprema puede explicarse; lo que no tiene explicación es que ese rencor esté detrás de la escalada más importante de los últimos años para recortarle trozos de libertad a la sociedad, para ignorar el federalismo y para convertir la debilidad en una máscara de inverosímil poderío.
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