Aciertos, contradicciones y ausencias
No se puede objetar ninguno de los puntos incluidos en el Acta de Mayo; hay una disociación permanente entre lo que dice y hace el Presidente
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No fue en el lugar ni en la hora oportunos, pero la firma en Tucumán de lo que se conoce como el Acta de Mayo, que en rigor es de julio, fue una de la mejores iniciativas de Javier Milei por el contenido preciso y conciso de ese acuerdo. ¿Debió ser un documento más discutido e, incluso, ampliado? Sí, claro está. Sin embargo, no se puede objetar ninguno de los puntos incluidos en ese Acta, aunque le dieran el volumen histórico del descubrimiento de América a políticas que siempre aplicaron los países más serios del mundo. Son, también, las naciones que más han progresado mientras los argentinos buscábamos afanosamente crear una fórmula propia de crecimiento. El lugar no fue el adecuado porque la Casa Histórica de Tucumán es un lugar de tamaño reducido (estaban invitadas 600 personas) y su construcción es muy antigua. La hora fue en la madrugada del 9 de Julio con los invitados sentados en la intemperie, fría, húmeda, inhóspita. Algunos se durmieron y otros bostezaban sin cesar. “Era un acto surrealista”, describió un gobernador presente. ¿Por qué no lo hicieron a una hora humana en Tucumán, y en la Casa de Gobierno de esa provincia, o en la Casa Rosada, en la Capital? El 9 de Julio es una fiesta nacional. A los que protestaron, les contestaron que se conformaran con el cambio de la coreografía inicial de Santiago Caputo imaginada para el 25 de Mayo en Córdoba: Milei debía llegar al acto, según ese proyecto, montado en un caballo. Tampoco hubo una consideración especial para el expresidente Mauricio Macri, quien llegó al país desde Europa en la mañana del lunes y se volvió a ir al viejo continente en el mediodía del martes. El Gobierno le pidió formalmente su asistencia, y él aceptó a pesar de sus compromisos con la FIFA.
En su disociación permanente entre lo que dice y hace, el Presidente pidió respetar el disenso. “Creemos, subrayó, que lo único que tiene que hacer la política es discutir ideas y no impugnar al adversario por cuestiones personales, perseguirlo por pensar distinto ni vivir una inquisición permanente”. Excelente. Pero unos párrafos más adelante los tomó del cuello y los sacudió, verbalmente, a los gobernadores kirchneristas ausentes y, de paso, a todo el kirchnerismo. Es así. Por lo demás, sería conveniente (más aún: necesario y urgente) que el Presidente lea ese párrafo suyo sobre las buenas maneras de la política cada vez que agarra la red social X o que se pone delante de un micrófono. Acaba de recibir un duro reproche nada menos que de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) por su maltrato verbal al periodismo. La más importante organización americana de defensa de la libertad de prensa pidió expresamente que el debate sobre temas de interés público “se maneje con respeto, tolerancia y en el marco de los principios de libertad de expresión consagrados en la Constitución nacional de Argentina y en la Declaración de Principios sobre la Libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”. Solo a Cristina Kirchner, entre los argentinos, le decía esas cosas la influyente SIP.
Pero, ¿por qué pedirle al kirchnerismo que vaya a firmar una declaración por la que los firmantes se comprometieron a construir un país como era antes del kirchnerismo? En efecto, uno de los diez puntos señala el compromiso de bajar el gasto público a alrededor del 25 por ciento del PBI. Ese es exactamente el porcentaje de gasto público con respecto del PBI que existió entre 1995 y hasta 2008; es decir, incluido el gobierno de Néstor Kirchner entre los que no gastaron tanto. Cristina Kirchner duplicó en los siete años siguientes el gasto público hasta hacerlo rozar el 50 por ciento del PBI. ¿Motivos? Los absurdos subsidios al consumo de servicios públicos y las moratorias previsionales, que le agregaron a la Anses tres millones de jubilados que no hicieron los aportes correspondientes, entre una panoplia mucho más amplia de subsidios estatales. Y el crecimiento desbordado del empleo público. Según una reciente investigación del periodista Diego Cabot, en 2005 (año en que ¿casualmente? renunció Roberto Lavagna al gobierno kirchnerista) existían 2,5 millones de empleados en el gobierno federal; ahora son 4 millones. El aumento del empleo público se desmadró, directamente. Entre 2005 y 2015 subió el 91,2 por ciento (casi el 100 por ciento) la planta de empleados estatales. Con Mauricio Macri bajó un 18,8 por ciento, y con Alberto Fernández volvió a subir un 22,03 por ciento. Con Milei bajó hasta ahora un 9 por ciento. En ese mismo período, 2005/2015, las provincias, en su mayoría gobernadas por peronistas, pasaron de 1.650.000 empleados a los actuales 2.500.000. El empleo privado aumentó en esos mismos años de 6.000.000 a 6.300.0000. Aumentó solo 300.000 puestos de trabajo. Ese dato no solo marca una mayor austeridad en la administración de los recursos, sino también la constante falta de incentivos a la inversión privada.
Otro punto del Pacto se refiere a la “rediscusión de la coparticipación federal” para terminar con “el modelo extorsivo actual que padecen las provincias”. Nunca mejor dicho. Alude a la coparticipación de los impuesto entre el gobierno nacional y las provincias, que ahora es virtualmente discrecional por parte del gobierno federal. Resulta, no obstante, que en la reforma de la Constitución de 1994, hace 30 años, se incluyó un párrafo que ordena que la dirigencia política elabore una ley de coparticipación federal. El artículo 75, inciso 2, de la Constitución habla que debe existir una “ley convenio” sobre “la base de acuerdos entre la Nación y las provincias” para instituir un régimen de coparticipación. Significa que un proyecto de ley de coparticipación debe estar firmado, antes de ingresar al Congreso, por las 24 provincias y el gobierno federal. Es más fácil reformar la Constitución que sancionar una ley de coparticipación. La reforma constitucional requiere solo de los dos tercios de los votos de cada cámara del Congreso nacional. Por eso, ni siquiera se intentó nunca redactar un proyecto de ley sobre la coparticipación y, en efecto, las provincias quedaron expuestas a la extorsión de los gobiernos federales. Debe elogiarse la predisposición del gobierno de Milei de terminar con ese sistema que desobedece doblemente a la Constitución, porque esta establece que la Argentina establece para su gobierno la forma representativa, republicana y federal. La distribución de recursos, en cambio, corresponde más a un sistema unitario que federal. Mejor no hablar por ahora del respeto al sistema republicano.
La única objeción posible al Acta es que abundan los temas económicos, imprescindibles, y carece absolutamente de acuerdos institucionales. Podrían haber sido quince puntos en lugar de diez. ¿No es tan arbitrario un número como el otro? Incluso, para agregar el compromiso con una educación “útil y moderna” se sacó el punto que pregonaba la necesidad de la reforma política. ¿Sorpresa? No. Prevalecieron los intereses de la casta. Lo acepte Milei o no. Pero se echa de menos en ese Pacto la falta de compromiso de la dirigencia política con el respeto a la división de poderes, con la designación de jueces honorables y con la plena vigencia de la libertad de expresión y de prensa, por ejemplo. Es un buen acuerdo de políticos preocupados por la economía e indiferentes ante la debilidad evidente de las cuestiones institucionales. De hecho, no existen políticos en la Argentina que hayan condenado las ofensas presidenciales a periodistas o que se hayan manifestado claramente contra la postulación del juez federal Ariel Lijo como miembro de la Corte Suprema. Lijo recibió más de 300 impugnaciones. ¿No les importa la Corte Suprema de Justicia? ¿No es ese tribunal, acaso, el que termina resolviendo las cosas que la política enreda?
Pocas horas después, el arzobispo de Buenos Aires, Jorge García Cuerva, pronunció una homilía en el Tedeum del 9 de Julio, delante del Presidente, con párrafos especialmente significativos. El líder religioso señaló al principio de su sermón que sus palabras estarían dirigidas a “todos los actores de la sociedad argentina”, no solo al oficialismo. Luego, reclamó vivir la libertad sin odio. “Demasiada cosas hicimos ya mal en el pasado como para que nadie se haga cargo, aunque el resultado es que en la Argentina seis de cada diez niños son pobres”, asestó. El sayo es para el que le quepa. Fue más allá: “Le pedimos a Dios que nos preserve de las manos manchadas por el narcotráfico, las manos sucias de la corrupción y la coima”, propinó. La propuesta de la Iglesia con una política de acuerdos en lugar de una de odios y personalismos lleva más de 20 años, desde 2001, cuando la institución religiosa se comprometió con la promoción de un amplio diálogo entre los dirigentes argentinos, no solo políticos. García Cuerva volvió ayer sobre esa vieja posición de la Iglesia cuando puntualizó: “Hay pocas cosas que corrompen y socaban más a un pueblo que el hábito de odiar”. Pasado y presente estuvieron en esas reflexiones de uno de los más importantes referentes de la Iglesia. Más allá de aquella aclaración de García Cuerva (seguramente próximo cardenal) sobre que su homilía estaba dirigida a todos los actores de la vida pública, sectores importantes de la Iglesia señalaron que les gustaría un Presidente menos confrontativo y más consensual. Milei debería llevarse esa convicción del acto religioso de ayer en la Catedral; una convicción entre sus tantas certidumbres y divagaciones.
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