A merced de la contradicción permanente
"Lean mis labios", dijo George Bush (padre) al lanzar su campaña presidencial. "No miren lo que digo, miren lo que hago", advirtió Néstor Kirchner antes del año de gobierno. "Si hubiera dicho lo que iba a hacer, no me habrían votado", admitió Carlos Menem. Más que frases históricas, claves. Alberto Fernández, en cambio, no reveló aún el código que debe utilizarse para descifrar su gobierno.
Tal vez por eso resulta más complejo explicar (o justificar) muchas de las contradicciones en las que ha incurrido el Presidente en el primer año de gestión. Los graves efectos de la pandemia sobre la economía, la salud y el ánimo social no son suficientes para explicar la declinante evolución de la imagen de Fernández en las encuestas. El reclamo por promesas o expectativas incumplidas, agravadas por marchas y contramarchas o contradicciones, empezó a pasarle factura, admiten varios analistas de opinión pública.
La singularidad del caso Fernández es que los tópicos en los que se pueden constatar incongruencias no están limitados a una sola esfera o área. A la multiplicidad temática se suma una vasta intertemporalidad: choques frontales con posiciones antagónicas sostenidas enfáticamente a lo largo de muchos años o a veces con pocos días de diferencia. Abundan saltos de una posición a otra sin mediar explicaciones. Son mucho más que revisiones o correcciones de puntos de vista.
La situación judicial de Cristina Kirchner y de muchos de quienes han sido sus colaboradores y están procesados o condenados ocupa la cima del ranking de contradicciones. Otro tanto vale para el declamado propósito de cerrar la grieta.
Un año después de haber asumido, Fernández aparece atizando las diferencias con la oposición y abrazado a la militancia por la consagración de la inocencia de su vicepresidenta. Como si fuera insuficiente, a través de su alter ego Santiago Cafiero, aboga por la exculpación del exvicepresidente cristinista Amado Boudou, ya condenado en todas las instancias judiciales posibles. El archivo también es inapelable: el cambio de posición fue radical.
El 26 de febrero de 2015, en el programa El juego limpio, Fernández había dicho: "Creo que Cristina va a dejar su gobierno con dos máculas indudables, que es dictar dos leyes para protegerse penalmente de dos delitos cometidos. Primero el encubrimiento a [Amado] Boudou, estatizando Ciccone, y segundo el encubrimiento al haber hecho aprobar por ley el tratado con Irán".
El 22 de noviembre pasado, el Presidente se rectificó: "Si hubiera justicia en la Argentina, la mayoría de las causas contra Cristina estarían cerradas. No podemos dejar que esto siga. Por el bien de todos. ¿Nos damos cuenta cómo se construyó un sistema para involucrar a Cristina en estas causas? (…)", concluyó en el programa Corea del Centro.
Así las relaciones con el Poder Judicial y el respeto a su independencia sobresalen en la lista de contrastes entre lo prometido y lo concretado. Ahí se inscribe la defensa presidencial del proyecto de Cristina Kirchner para eliminar la mayoría especial exigida a efectos de designar al procurador general, lo que permitiría dejarlo sujeto a la voluntad del oficialismo.
Como pocas otras cosas, la esfera judicial puso en evidencia las dificultades que debió afrontar el equilibrista: ser consecuente con sus promesas y evitar conflictos con el cristinismo puro y duro no resultaron ejercicios siempre compatibles.
Por si quedaban dudas de que toda (o casi toda) la energía de la vicepresidenta estaba puesta en el terreno tribunalicio y en su exigencia para que se le resolvieran favorablemente los procesos que la tienen como acusada basta leer su carta por el primer año de gestión. Dos tercios de su texto, en el que no nombra a Fernández, están dedicados a atacar a la cabeza del Poder Judicial y afirmar que es víctima del lawfare. Preanuncios de más embates que pondrán a prueba, otra vez, la consistencia de algunas promesas de Fernández. Desafíos para la coherencia en el segundo año de gobierno.
La grieta no se cerró
Las posiciones cambiantes respecto del enfrentamiento político también dejaron su registro para la antología. "Apostar a la fractura y a la grieta supondría que esas heridas sigan sangrando. No cuenten conmigo para seguir transitando el camino de desencuentro", señaló el 2 de septiembre pasado. Pero un día después afirmó: "Yo no veo la hora de que la pandemia se termine, porque estoy seguro de que ese día vamos a salir a la calle y ese día sí va a haber un banderazo de los argentinos de bien", en obvia descalificación de quienes se habían movilizado para cuestionar sus políticas.
La consensualidad que la pandemia generó entre Gobierno y oposición, plasmada en las reiteradas conferencias de prensa de Fernández rodeado por Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof, también terminó golpeándose contra una realidad que la desdijo. El alzamiento de la policía bonaerense se zanjó con la decisión, sin previo aviso, del recorte de los fondos a la ciudad de Buenos Aires. La promesa de resolverlo de manera negociada, expresada en los comienzos del mandato presidencial, no superó la prueba de las urgencias. Ni de las presiones del cristinismo, fuente de no pocas de las paradojas y contramarchas.
El tropiezo con las palabras tuvo un inesperado capítulo reciente. Para justificar los incidentes que se produjeron en el velatorio de Diego Maradona, Fernández había dicho: "Debimos haber previsto la presencia de barrabravas. Pero como no tenemos contacto con barrabravas, confiamos mucho en la conciencia social". El domingo pasado la edad de la inocencia fue interrumpida de manera inesperada. Horacio Verbitsky, el periodista al que Fernández dispensa una reverencial atención, marcó otro contraste entre dichos y hechos, al revelar un llamativo intercambio directo entre el Presidente del megáfono y uno de los jefes de los revoltosos que sitiaban la Casa Rosada con el que logró apaciguar los ánimos. Contactos cercanos de algún tipo.
La estricta cuarentena impuesta también lo expuso a incongruencias, a pesar de haber dicho, en otra búsqueda de marcar diferencias con la oposición, que el suyo era un "gobierno de científicos y no de CEO". Una de esas incoherencias causó especial irritación en vastos sectores sociales.
La difusión por las redes sociales de la foto del Presidente y su pareja, Fabiola Yáñez, junto a Hugo Moyano, su esposa y su hijo, tras un almuerzo en la quinta de Olivos, en la que se los veía posando sin barbijos y sin respetar el distanciamiento obligatorio, generó indignación.
Corría finales de agosto y todavía la opinión pública mantenía un alto nivel de apoyo al manejo de la pandemia por parte del Gobierno. Desde entonces, las encuestas empezaron a registrar un sostenido descenso de la adhesión. Previsible. Unos días antes Fernández había dicho: "Tratemos de dejar para más adelante los contactos para divertirnos, para relajarnos, para pasarla bien. Dejemos el tiempo del encuentro, del esparcimiento social, para otro momento".
Las redes sociales fueron uno de los espacios donde las contradicciones quedaron expuestas sin filtros. Sus tuits y retuits, sobre todos los publicados después de la medianoche, en el momento de mayor aislamiento pandémico, llegaron a desvelar a sus colaboradores más estrechos. Más en serio que en chiste, en las áreas de comunicación y medios de la Presidencia llegó a haber mociones para confiscar el teléfono celular presidencial.
La propensión a no delegar y la reticencia de Fernández a recibir consejos o asesoramiento en cuestiones de comunicación y prensa son esgrimidas como justificaciones ante la profusión de errores no forzados. Los resabios del antiguo oficio de mediador que supo ejercer el ahora presidente son otra explicación posible. El hábito de acercar partes que no se hablan y decir cosas en reserva que no se pueden contrastar deja huellas.
Las paradojas, sin embargo, no se limitaron al plano verbal. Las políticas muchas veces desmintieron o generaron tropiezos en los propósitos anunciados durante la campaña o a lo largo del primer año de gobierno. Por eso, aparecen como excepciones el acuerdo alcanzado con los acreedores para la renegociación de la deuda o haber enviado al Congreso el proyecto para la legalización del aborto, como había prometido en la campaña electoral.
En el plano económico tampoco faltaron los desacoples entre intenciones y realidades. El decálogo productivista que el Gobierno promocionó también estuvo atravesado de conflictos con la práctica. El eje puesto en tres sectores (agroindustria, industria del conocimiento y energía) chocó contra decisiones y medidas que llevaron a enfrentamientos con los principales actores de esas áreas. Las leyes de teletrabajo y de la economía del conocimiento, la declaración de servicio público esencial a las telecomunicaciones, los 9 meses sin secretario de Energía de hecho, el intento de intervención en el comercio de granos mediante el proyecto de estatización de Vicentin o el impuesto a los grandes patrimonios fueron ejemplos de inconsistencias, muchas aún no saldadas.
No es esa, sin embargo, la visión global que tiene el Presidente. "Qué importante es recuperar el valor de la palabra después de cuatro años de mentira constante", afirmó autohalagándose hace solo dos meses. El cotejo con el archivo del primer año de gobierno arroja, sin embargo, un balance signado por contradicciones. La confianza quedó sujeta a resultados. Al menos hasta que Fernández revele las claves que expliquen (o justifiquen) el zigzagueante rumbo de su gobierno.
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