Errores y aciertos en la gestión de la crisis
Dejemos a Cristina Kirchner entregada a su amor por la grieta. Como le dijeron ayer algunos senadores opositores, aunque peronista la mayoría, se acordó de resucitar el Senado solo para tratar el proyecto de su hijo Máximo, sobre un eventual impuesto a las grandes fortunas, que reabrirá, subrayaron, la vieja fractura entre los argentinos.
Como aquellos senadores le señalaron también, esas fortunas serán necesarias para la inversión y para reconstruir en algún momento, cuando la epidemia haya pasado, la economía de un país económicamente destruido. Lo único que sabemos de la expresidenta es que deja trascender que disiente con políticas y estrategias de Alberto Fernández. No se mienten entre ellos. Hay una coincidencia básica entre el Presidente y su vice: disienten en muchas cosas. Por ahora, Cristina acepta que la última palabra la tiene el jefe del Estado, aunque ella no esté de acuerdo con esa palabra. No es poco, si lo que dice es sincero.
Es mejor detenerse, entonces, en Alberto Fernández. Un mérito importante de su gestión de la pandemia fue el instinto político que lo llevó a establecer cuándo actuar. Aunque el Presidente defiende en público a su ministro de Salud (¿qué otra cosa podría hacer en este momento?), lo cierto es que se rodeó de un equipo médico y científico más idóneo. Hasta algunos medios periodísticos internacionales valoraron que el mandatario argentino haya establecido una cuarentena estricta cuando aquí aparecían los primeros casos de coronavirus. En el mundo había entonces algunos "negacionistas" (porque negaban la importancia de la pandemia) y no eran líderes marginales. El norteamericano Donald Trump, el británico Boris Johnson, el español Pedro Sánchez o el brasileño Jair Bolsonaro figuraban entre los que preferían conservar el músculo económico de sus países con la esperanza de que el Covid-19 pasaría como una gripe más. No fue así y casi todos, con la excepción de Bolsonaro, debieron aceptar la gravedad de la pandemia y ordenar cuarentenas ya tardías. La marea del virus se había abatido sobre sus sociedades. La decisión oportuna del presidente argentino impidió que el virus se propagara aquí y que colapsara el frágil sistema sanitario público argentino.
Alberto Fernández convoca a una conferencia de prensa casi semanal, y aceptó reportajes de periodistas que simpatizan con su partido y también con periodistas críticos o independientes. El cambio es sustancial con sus predecesores kirchneristas. Ni Néstor ni Cristina Kirchner se sometían a conferencias de prensa ni aceptaban reportajes con periodistas independientes. Estos preferían convocar a los periodistas para hacer un monólogo frente a ellos. Hay, incluso, quienes le critican al Presidente su exceso de exposición. Él sigue adelante. La política de mostrarse permanentemente al frente de la lucha contra la pandemia lo levantó en las encuestas hasta números de simpatía social como no se había visto antes. Es cierto que tampoco antes se vivió una crisis sanitaria, en la que está en juego la vida o la muerte, como la de ahora.
También cometió errores. Uno de ellos, el más mediático de los últimos días, fue el retuit de un tuitero kirchnerista que no merece que el Presidente se detenga en él. Hacía una alusión ofensiva sobre la apariencia física del periodista Jonatan Viale. Alberto Fernández aclaró después que fue un error de sus dedos y que nunca se había propuesto hacer eso. Le creemos. Es difícil imaginarlo en un claro caso de discriminación física, justo él que hace gala de no discriminar por razones de género, de religión o de lo que fuere. Tampoco insultó nunca a un periodista porque no pensara como él. Se enoja (el carácter es el carácter), pero no cayó en el agravio. Sin embargo, es necesaria una advertencia: no es conveniente que el Presidente controle personalmente su cuenta de Twitter. Hay dos claros ejemplos internacionales recientes que ilustran mejor que nada el riesgo de los jefes de Estado y la popular red social. Barack Obama tenía, cuando era presidente de la primera potencia del mundo, una cuenta en Twitter, pero se la manejaba un equipo de colaboradores. Consultaban su opinión, pero el equipo filtraba las formas y la oportunidad. Nunca hubo un error de Obama como tuitero. El contraste perfecto es el del sucesor de Obama, Donald Trump, quien maneja personalmente su cuenta de Twitter. Trump dio varias veces vuelta el mundo con tuits inoportunos o injustos en las horas más descabelladas de la noche. Decididamente, Twitter no es un trabajo presidencial.
Tampoco el Presidente debió contrastar la experiencia argentina con la de Chile, en su conferencia de prensa del viernes pasado, porque sencillamente eso no es propio de un jefe de Estado. Alberto Fernández quiso decir que Sebastián Piñera se había dejado estar y que, por eso, los casos y las muertes de la pandemia en Chile son mayores que los de la Argentina. Luego aclaró que solo hizo una exposición casi académica del problema y sus distintas soluciones. El profesor ya no es el profesor. Un presidente debe cuidar sus palabras cuando se refiere a otro país y a la gestión de otro presidente, sobre todo cuando es un presidente argentino que habla de lo que sucede en Chile. Si creyó que su crítica la recibiría solo Piñera, se equivocó. Los chilenos tienen una vocación nacionalista y una especial sensibilidad para las cosas que vienen de la Argentina. La alusión de Alberto Fernández abroqueló a la política chilena en contra del mandatario argentino. La única excepción fue Marco Enríquez-Ominami, un político ya marginal en la política chilena, amigo personal del presidente argentino. Cada uno tiene derecho a elegir sus amigos, pero los amigos no deben influir en la dirección de la política exterior de un país.
Para peor, Alberto Fernández viene en deuda con Piñera. El presidente chileno fue especialmente amable con el mandatario argentino cuando este era solo presidente electo. Alberto Fernández quedó impresionado por la simpatía del chileno cuando habló por teléfono con él. Piñera lo invitó varias veces a visitar Santiago de Chile. Lo necesitaba, cuando una violenta rebeldía social lo estaba acorralando. Alberto Fernández postergó varias veces esa reunión. Nunca se supo si fue porque realmente no tuvo tiempo o porque prefirió esquivar un viaje en un momento perturbador en Chile. La respuesta del gobierno de Piñera a la alusión de Alberto Fernández fue inmediata y dura según los códigos de la diplomacia. Ya nadie podía esperar comprensión de las autoridades de Santiago.
La diplomacia argentina tiene un jefe que también, a veces, hace declaraciones increíbles en él. Es Felipe Solá, que en un reportaje con Jorge Fontevecchia se preguntó "qué hubiera pasado con la pandemia si el presidente fuera Mauricio Macri". Añadió que la respuesta produce "horror" en mucha gente. Felipe ha sido históricamente un político consensual, pero parece que está reescribiendo su propia historia. Los países necesitan ahora borrar las viejas diferencias. Las sociedades están sufriendo el miedo y también la penuria económica. Y el problema económico se agravará a medida que pase el tiempo. "La vida es siempre problema contra problema", suele decir Juan Carlos de Pablo cuando se refiere a la opción entre el cuidado sanitario y la situación de una economía paralizada. Veamos algunos ejemplos del exterior. El español Pedro Sánchez acaba de convocar a un nuevo Pacto de la Moncloa para superar no solo la crisis sanitaria, sino también la económica. Las respuestas han sido diversas, no todas de entusiasmada aceptación, pero nadie le dijo rotundamente que no. El francés Emmanuel Macron extendió en su país la estricta cuarentena por casi un mes más, hasta el 11 de mayo, pero antes consultó esa decisión con sus dos predecesores vivos: François Hollande y Nicolas Sarkozy. Es mejor, en efecto, dejar la grieta y la crispación solo en manos de quien tiene los iniciales derechos de autoría: Cristina.
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