Volví a Grodno, la tierra de mis ancestros
Un viaje a los orígenes y un paseo por la ciudad más bonita de Belarús en busca de su antigua mixtura de culturas.
El 13 de noviembre de 1894 partimos de nuestros hogares para ya no regresar jamás”, escribió mi bisabuelo. “El gobierno del Zar nos dio un documento con la palabra rusa ‘NAVSEGDA’, que quiere decir, en este caso, ‘Nunca más’. El 26 del mismo año, cuando llegamos a Buenos Aires, pisamos por primera vez este suelo libre”.
Mijl Hacohen Sinay, que fue mi bisabuelo, escribió esas líneas en 1953, pocos años antes de morir en Buenos Aires, y las publicó en una revista que se llamaba Grodner Opklangen, un nombre que podría traducirse como Ecos de las campanas de Grodno. Él había nacido en 1877 y se había marchado de Grodno siendo muy joven. Tal como se lo habían presagiado las autoridades zaristas, nunca más volvió.
Pero 123 años más tarde soy yo el que está llegando a Grodno.
Es un lugar al que nunca antes había venido, y sin embargo puedo decir que estoy de regreso. Retomo un término del ídish, la lengua que hablaban los judíos en Europa del Este: “alter heim”. Como older home, que significa “antiguo hogar”.
Grodno está situada en el noroeste de Belarús, un país que alguna vez fue el extremo occidental de la Unión Soviética y que, desde 1994, está gobernado por el presidente Aleksandr Lukashenko, un buen amigo de Vladimir Putin. Entrar en este país es pasar definitivamente al Este y apreciar la cultura eslava con el alfabeto cirílico, las tradiciones rurales, el vodka y el rublo.
Algunas maravillas bielorrusas son el camión más grande del mundo (el Belaz 7571, que mide ocho metros de altura y carga 450 toneladas, se fabrica aquí); la impresionante Plaza de la Victoria en Minsk (en homenaje a los héroes de la Segunda Guerra Mundial) y el Belavezha, un gigantesco bosque virgen en el que habita el casi extinto bisonte europeo. La periodista y escritora Svetlana Alexievich, que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2015 escribiendo sobre los dramas soviéticos y se convirtió en la primera Nobel bielorrusa, suma a la lista. Pero a ella no la leen ni Lukashenko ni Putin.
Grodno es un pueblo grande, muy grande, de más de 300 mil habitantes, y prefiero hablar de “pueblo” y no de “ciudad” porque es más bien tranquilo y delicado, y muchos de sus puntos más importantes (un puente sobre un río, dos castillos, varias iglesias, un cementerio, una sinagoga y un balcón desde el que habló Napoleón en su campaña de 1812) pueden unirse a pie.
Vine a Grodno con algunos ejemplares de la revista Grodner Opklangen bajo el brazo. Es la revista en donde mi bisabuelo, que a lo largo de toda su vida fue periodista, escribió aquellas líneas que cité en el comienzo de este artículo. Fue publicada, hasta los primeros años 80, por una asociación de inmigrantes judíos de Grodno en la Argentina y, aunque tuvo muchos números, ésta es la primera vez que los grodner actuales escuchan sobre ella. Boris Boruch Kwiatkouski, uno de los dirigentes de la comunidad, la recibe y se entusiasma, y más me entusiasmo yo cuando, de algún modo, ayudo a que esas páginas desgastadas vuelvan a la vida.
- Sé que hubo gente de aquí que viajó a la Argentina y que vivió allá –me dice Kwiatkouski, que es un profesor de Historia y tiene 72 años–. Usted no es el primero que me pregunta por este asunto. Cuando yo era un niño conocí a una mujer joven, una estudiante de nuestra universidad, que vivía con nuestra familia, y ella conocía a alguien que había viajado a la Argentina. Pero luego le perdí la pista.
Grodno está situada a muy poco de la frontera tripartita que comparten Belarús, Polonia y Lituania, y de hecho a lo largo de su historia fue territorio de cada uno de esos tres países. A estas tres culturas hay que sumar la de los judíos, quienes se establecieron aquí en el siglo XIV, llegando desde el Oeste.
Por entonces gobernaba el mítico duque Vitautas, que impulsó el crecimiento de la aldea y construyó uno de los castillos, desde el que aún se puede observar el río Neman, que cruza la ciudad. En el siglo XVI, la enciclopedia de Colonia menciona a Grodno como una bella ciudad, y es en ese momento cuando se inaugura la Gran Sinagoga, que todavía sigue abierta y que mi tatarabuelo, que fue un rabino, también conoció. (Ahora, el rabino Yitzchak Kofman, que oficia actualmente en este templo, busca la ayuda de los descendientes de Grodno alrededor del mundo, porque bajo el nazismo, y luego también bajo el régimen comunista, el edificio fue muy deteriorado).
Yo siempre creí que al ir a América mi tatarabuelo había dejado atrás un lugar pequeño y árido, pero me equivoqué: Grodno era una hermosa ciudad cuando él se fue (y lo sigue siendo). Además, tenía 43 sinagogas y la mitad de la población era de origen hebreo.
Pero él dejó esta ciudad para vivir junto a su mujer y a sus seis hijos en la colonia agrícola de Moisés Ville, en la provincia de Santa Fe, a más de 600 kilómetros de Buenos Aires, pampa adentro, donde lo esperaba una serie de asesinatos (sobre la que escribí en un libro titulado Los crímenes de Moisés Ville), la plaga de langostas y una odisea difícil de imaginar.
A mí, llegar a Grodno y recorrerla, apreciar toda su historia y su encanto, sólo me hace preguntarme por qué él se fue de aquí en 1894, cuando no había en Grodno el antisemitismo que sí existía en otras zonas del Imperio Zarista.
Un bosquejo de respuesta simple: mi tatarabuelo, como muchos de sus contemporáneos, no se fue porque no tuviera una vida digna, sino porque ardía en el idealismo de cambiar un mundo viejo (y viciado) por uno nuevo (y lleno de posibilidades). De cambiarlo todo radicalmente. El nombre de América, por sí solo, era mágico.
Ahora camino con Boris Kwiatkouski por el antiguo cementerio judío, iniciado en 1784 (antes había otros dos: sobre el primero, que data del siglo XIV, se construyó un estacionamiento; y sobre el segundo, un estadio). Este es un lugar encantado, un claro en el medio de un bosque de intensas tonalidades verdes, donde el suelo está recubierto por un follaje espeso en el que los pies se hunden hasta que ya no se ven. Entre toda esa vegetación, y entre los árboles que nos cubren de sombra, se alzan las lápidas talladas a mano. Son rocas antiguas y erosionadas, pesadas y dispersas. El musgo, que es el tiempo, las ha recubierto.
Kwiatkouski me muestra la tumba de su padre, llamado Max; luego enciende un cigarrillo y deja que su mirada se pierda entre los árboles.
- Mi padre estuvo en el gueto que había aquí y luego fue llevado a Auschwitz –dice–. Sobrevivió. Después de pasar una temporada en el hospital, volvió a Grodno. Esperaba poder juntarse con algunos de sus siete hermanos y hermanas, que también habían sido llevados a los campos de la muerte.
- ¿Qué encontró cuando volvió?
- Nada. Los nazis habían matado a todos sus hermanos y hermanas. Pero él mantuvo la esperanza y los esperó durante toda la vida. Escribió cartas a la Cruz Roja, a Moscú, a Israel, a Polonia… Nunca obtuvo respuesta. Así, esperando a su familia, fue que conoció a mi madre. Ella había nacido en Odessa y se había sumado al Ejército Rojo a los 19 años. Sirvió en Odessa, Sebastopol y Georgia, y finalmente en el frente bielorruso. Cuando terminó la guerra, también eligió quedarse en Grodno.
La tumba indica que el hombre murió en 1966.
Kwiatkouski no tiene hermanos. Es hijo único. Y se casó tres veces. Nunca pensó en abandonar Grodno: me explica, en inglés, que Grodno es su “motherland” y yo no sé si debo traducir eso como “tierra natal”, sin ponerle demasiado condimento, o si usar una palabra mucho más emocionante como “patria”. Quizás una buen modo de decirlo, aunque no es lo que él pronunció, sea “hogar”, para volver a eso de “alter heim”.
Pero en Grodno también hay una faz moderna: en este tipo de lugares, los tiempos conviven de un modo extraño y se superponen.
Un rato más tarde, cuando ya me he despedido de Kwiatkouski, Hana Baradzina, que trabaja en una ONG dedicada a apoyar iniciativas educativas e informativas, y que además es miembro del grupo que organiza las charlas TEDx en Grodno, me cuenta que disfruta de una ciudad donde lo mejor es la atmósfera relajada, el cuidado de la gente local sobre su propio espacio, la cantidad de parques y la combinación de las tradiciones bielorrusas, polacas y lituanas.
Sus tres sitios favoritos de Grodno son:
Novy Svet: “Hay casas antiguas de madera, con jardines pequeños y fascinantes, y un espíritu comunitario”.
Bosque de Rumliova: “Aquí uno se siente como si volara cuando, desde el puente, mira por encima de los árboles y ve todo el río Neman”.
Mercado de Skidelski: “Si buscás emociones sinceras, la energía de la ciudad y algo de comida fresca y saludable, este es el lugar”.
Qué pena que mis ancestros no conocieron nada de esto. O quién sabe, quizás en su época existió algo parecido… Y, a propósito, ¿qué clase de personas habrían sido ellos si se hubieran quedado aquí? ¿Y qué clase de persona habría sido yo, si hubiera nacido aquí?
Hay viajes que se dan a la vez en el espacio y en el tiempo.
Yo pensé que iba a encontrar más información sobre mis antepasados en Grodno, y que si tenía suerte hasta iba a poder pararme en la puerta de la casa que habitaron. Pero cuando la Segunda Guerra Mundial culminó, aquí quedaban apenas una o dos familias de origen judío y su cultura había sido exterminada, como también sus registros. Todo el pueblo bielorruso sufrió: uno de cada tres ciudadanos fue muerto, desaparecido o herido. Por el valor de sus hombres en la batalla, Minsk lleva el título de Ciudad Heroica de la Unión Soviética y Brest, otra ciudad bielorrusa, el de Fortaleza Heroica.
En cambio, lo que sí encontré en Grodno fueron nuevas preguntas. Algunas, incluso, aparecen en esta entrevista que me hizo un periodista local, Ruslan Kulevich, a quien conocí de casualidad en la calle Sovietskaya, en el centro de la ciudad. El título dice: “‘Mi antepasado era de Grodno’. Un periodista argentino vino a Grodno – el hogar de su abuelo”.
Es que, por un día, el nombre de mis ancestros volvió a resonar en Grodno.