Un hijo no es una propiedad
Nuestro filósofo relexiona sobre la maternidad como la expresión más acabada de que nos realizamos perdiendo. ¿Dónde comienza la felicidad de nuestros hijos: en lo que deseamos para ellos o en su emancipación?
X: No entiendo. ¿No es algo mío? Si yo lo tuve, lo crié, lo acompañé siempre...
D: No está en duda, en este caso, si vos sos la madre, sino la forma de pensar el vínculo. Una cosa es que hayas tenido un hijo y otra cosa es que sea algo propio, o sea, una propiedad. Y además con todos los elementos que apuntalan la idea de propiedad: un hijo no es un bien, ni una cosa, ni un servicio, y menos una función. Incluso el verbo “tener” es problemático. En realidad, si nos pusiéramos literales, cuando el hijo nace, deja de ser algo propio. Ya no lo tenés más...
X: Es difícil de pensar así, ya que parecería que no hay nada más propio que aquello que sale de tu propio cuerpo...
D: Es cierto, pero no olvides que no lo gestaste sola. Y además que, desde el primer momento, el embrión resultó un extraño para tu aparato inmunológico. De hecho, te diría que lo más interesante del embarazo se juega ahí, en ese vínculo inmanente de la madre con un hijo que es al mismo tiempo propio y extraño. Lo extraño habita en mí y mi propio organismo lo enfrenta. Lo paradójico es que ese impulso inmunitario por confrontar con lo extraño es lo que finalmente lo nutre.
X: No sabía que mi cuerpo hacía todo eso. De hecho, siento lo contrario: lo albergué, lo alimenté y le di vida. Por eso es algo propio. Tal vez la palabra “propiedad” sea demasiado dura, pero es mío. Mi hijo...
D: Pregunta: ¿y a vos quién te dio vida? En todo caso, le transmitiste la vida que te trasmitieron: una vida gratuita. O, dicho al revés, ¿no seremos nosotros propiedades de la vida? Y, por otro lado, nadie niega esa sensación, pero de lo que se trata es de problematizarla. Hay algo disfuncional en un vínculo que, en nombre del otro, lo termina disolviendo.
X: Otra vez me perdí. ¿Por qué disolviendo? Obvio que, para mí, primero están los hijos...
D: ¿En serio? ¿Y entonces por qué estás todo el tiempo proyectando en ellos tus deseos, tus idealizaciones, tus realizaciones y, sobre todo, tus frustraciones?
X: Yo no proyecto nada. Solo quiero que sean felices. Todo lo que hago lo hago por el bien de ellos. Siempre son la prioridad.
D: Típica respuesta. El problema es que ese bien no es su bien. O, en todo caso, el único bien posible para un hijo es el encuentro de su propia autonomía, de su emancipación, incluso de sus propias limitaciones. Hay un punto donde los padres, en nombre de un supuesto bien, que creen indiscutible, marcan los umbrales que determinan la posible libertad de los hijos. Está claro que si los creés algo propio, no los querés perder. La clave de toda propiedad es la posesión. Y sin embargo, la realización de cualquier persona tiene que ver con su autarquía, esto es, con la posibilidad de darse sus propios principios. ¿No será finalmente al revés y los padres comienzan con el nacimiento de los hijos un proceso de incesante retiro?
X: ¡Qué dolor! Pero eso no es amor. Y además, ¿qué queda para mí? ¿Qué gano yo?
D: ¿Perdón? ¿Quién dijo que el amor es armonía? Y peor, ¿quién dijo que en el amor se gana? El problema es que lo medimos todo con el criterio exitista del triunfo propio. Para mí, el amor por los hijos es la expresión más acabada de que, paradójicamente, nos realizamos perdiendo.
X: Entonces, ¿qué me dicen en el fondo con el “feliz Día de la Madre”?
D: ¿Feliz? ¿Y qué es la felicidad?...
¿Qué pensás sobre este tema? Además te mostramos Papás puérperos: existen y vos podés ayudarlos
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