Un filósofo que regresó a Rumania
Nací en Rumania. Mis padres dejaron el país para venir a la Argentina en septiembre de 1948. Me traían cuando tenía un año y medio. Volvimos en septiembre de este año. Nunca antes lo habíamos hecho. Se los propuse. Nos acompañó mi mujer. Mi padre, de 80 años, había dejado su casa natal de la ciudad de Sighisoara cuando tenía 11 años. Mi madre, de 77, volvía a Timisoara que había dejado a los 24. Además de rumano y argentino, soy judío. Y eso era muy importante en Europa central, por los millones que masacraron. En Rumania fueron cientos de miles los asesinados. En la Argentina parece que el hecho de ser judío también tenía su importancia, ya que debimos fraguar nuestros documentos originales para entrar al país como evangélicos luteranos.
Era en 1948, época en que la primera administración peronista tenía sus componentes racistas. No tuvimos la suerte ni el oro de los nazis. En Rumania vi algo que nunca había visto. Un país que se salteó el capitalismo. Pasó de los restos del Imperio Austro Húngaro, de la arquitectura y la forma de vida de ciudades adyacentes a aquella época de la seguridad, a la entreguerra nacionalista, luego al fascismo vernáculo de Antonescu y, finalmente, al stalinismo con la larga dictadura de Ceaucescu. Desde hace diez años viven la era del neoliberalismo, es decir, de la ilusión de un cambio que se lee en los diarios y cuyas ventajas se esperan como maná del cielo, porque por otro lado no llega. Se ve en las vidrieras de Timosoara, que no es una ciudad pequeña, está entre las cuatro más grandes del país; se ve en Cluj. No hablo de la hermosa Sighisoara, porque es tan pequeña que parece un pañuelo medieval. Es un pueblo promocionado porque por ahí pernoctó el querido Vlad Tepes, el famoso Drácula, que las agencias de turismo sueñan con vender a precio de Mickey. Pero estimo que a la esperada Draculandia aún no le llegó el ansiado día de gloria. Estuve en el castillo de Drácula en el pueblo de Brandt, compré la vodka Vampiro, color sangre. Me la tomé toda. Transilvania es hermosa. Un territorio con lomas y cuchillas verdes a fines del verano, en el que un campesinado perdido en el tiempo recorre los campos con sus carros tirados por un caballo. Atrás, en un montículo de paja, viaja la campesina con un pañuelo atado a la cabeza.
Emociones compartidas
Conté dos tractores. Nunca vi sinagogas cerradas con candado hasta que llegue a Rumania. Todas estaban con candado. De los veinte mil judíos que vivían en Timisoara, quedan unos cientos. Viejos ya. En Sighisoara, de las 180 familias que se frecuentaban con mi abuelo Lázaro en el maravilloso templo del pueblo, queda una persona, el señor Raducan, de 84 años, gracias a quien pudimos descubrir no sólo el interior del templo sagrado, sino también las tumbas de mi abuelo y bisabuelo. Cuando me abrió la sinagoga de Sighisoara, lloré de emoción junto a mi mujer, argentina católica de origen austroalemán. Este increíble señor Raducan sobrevivió a tres años de Auschwitz.
Como para llegar a Rumania tuve que pernoctar de ida y vuelta en Budapest, a pedido de mi madre fuimos a visitar la gran sinagoga de la ciudad, que estaba abierta al turismo internacional. En el mismo lugar había una exposición de Marc Chagall. Nos tocó un guía húngaro, que relató al grupo de hispanohablantes la historia del lujosísimo templo. En un momento dijo que la gran concurrencia que asistía a los servicios religiosos hasta casi mediados del siglo XX menguó sustancialmente, ya que muchos judíos murieron. Quedé estupefacto. Me permití interrumpir su erudita charla para escucharle repetir la palabra murieron. ¿Murieron?, pregunté yo. Como me dijo que sí, le dije que no. Que los mataron. El hombre insistió en que sí era cierto que a muchos los mataron, pero otros murieron. ¿De qué?, manifesté con interés. De hambre y frío. Así que el genocidio del cual también participaron miles de húngaros con gracia y dedicación fue un asunto de frazadas. Nos retiramos del templo y de Hungría, después de saborear un goulasch muy inferior a los que hace mi madre en nuestra querida Buenos Aires.
El autor es filósofo y profesor titular de Filosofía en la UBA. Su último libro es La empresa de vivir , y en marzo de 2002 publicará Pensamiento rápido .
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