Un famoso bar de Venecia, bajo el agua
Al visitar Venecia, me senté en el Caffè Florian de la Piazza San Marco y pedí un café mientras imaginaba que Vivaldi estaba por ahí tomando nota para el Invierno de sus Cuatro Estaciones. Las placas decían 1720 y en mi fantasía, tan desaforada como la propia ciudad, pensaba que al lado se encontraba Casanova piropeando a alguna turista. Por supuesto que ese pocillo me costó más caro que en Buenos Aires, donde el espresso tampoco es barato.
Pasé luego frente al Harry's Bar en la vía San Marco 1323 y no se me ocurrió entrar. No lo conocía más que por algunas referencias. Recordaba la presencia fugaz de su nombre al lado del Patio Bullrich a fines de los años noventa y también la versión económica del Cipriani Dolce cuando la ilusión del dólar barato dejaba paso a lo que ocurriría en 2001.
Tampoco había visitado el Hotel Cipriani en la Giudecca, con una lancha exclusiva para cruzar la laguna hasta la Meca de ricos y famosos que ahora está entre paréntesis, haciendo mutis por el foro.
Recordaba muchas cosas de Venecia. Desde las aventuras del Corto Maltés en el Ghetto a los itinerarios del commissario Guido Brunetti. En cambio no tenía lugar en mi valija para el Harry's hasta que una noticia del Wall Street Journal lo puso en un primer plano.
El apellido Cipriani es, como Gucci, una franquicia con sucursales en Nueva York, Londres, Hong Kong, Estambul y otros clones globalizados. Que publicitan la creatividad de Giuseppe Cipriani (1900-1980) para poner en boga el Carpaccio (homenaje a Vittore Carpaccio, según me enteré por Wikipedia) y para transformar el excelente espumante Prosecco del Veneto en el carísimo coctel Bellini (16,5 euros o 21,72 dólares).
La historia es atrapante. Don Giuseppe, lo mismo que otras estrellas del lujo, nació pobre en la campiña italiana. Tan pobre como César Ritz, uno de los trece hijos de un pastor de ovejas en Suiza. De la misma manera había comenzando como lavacopas. Aprendió a trabajar de che pibe en los grandes hoteles y se doctoró en la psicología de las élites.
Al recalar en Venecia, que entonces no tenía ningún bar convocante, quiso cubrir ese hueco. Lo ayudó con un préstamo el estudiante norteamericano Harry Pickering. Por gratitud le dio su nombre al negocio. Pronto, entre sus habitués se contaban Ernest Hemingway, Aristóteles Onassis, Humphrey Bogart y muchos otros.
Giuseppe era un tipo fuera de lo común para el mundo de los negocios y, por cierto, no era nada desagradecido. De hecho, a su hijo lo llamó Arrigo, que es la versión en italiano de Harry.
Ahora es precisamente su sucesor el que tiene que enfrentar el drama que los periodistas Deborah Ball y Giovanni Legorano relatan de esta forma: "Agobiado por la deuda, una caída en el número de clientes estadounidenses y en medio de una batalla con sus empleados para reducir los costos laborales, ha recurrido a un fondo especializado en deudas para resucitar su negocio cuando los bancos les dijeron que habían llegado al límite. El bar restaurante seguirá abierto mientras los gestores de Blue Skye Investment, un fondo de Luxemburgo especializado en empresas en problemas trata de enderezar el rumbo".
En tanto, en distintos sitios de Internet se reproducen las críticas negativas de turistas que se quejan de los precios. Lo que es un poco injusto porque nadie va allí a tomar una copa sino a codearse con las celebridades. Y eso no tiene precio.
Lo paradójico podría ser que los mismos que habían dejado de ir al bar porque era desproporcionadamente caro, ahora vuelvan para darle una mano. Quizá con precios promocionales para pasar el invierno boreal. Sería un respiro para sus ochenta empleados, que al ir a la huelga lo obligaron a atender las mesas para cada vez menos parroquianos.
Aunque con la dignidad de la Serenísima, el heredero se toma las cosas con calma: "Cuando tienes 80 años, has conseguido una cierta paz, He visto cosas mucho peores en el pasado".
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