Turismo gastronómico: dónde comer en Santiago de Chile
Además de buenos precios en ropa y tecnología, del otro lado de la Cordillera hay una gastronomía que fusiona lo ancestral con las recetas de sus inmigrantes; el resultado, un menú variado y muy sabroso
La cordillera de los Andes funciona, a la altura de Chile y la Argentina, como una gigantesca muralla. Poco sabemos de los porotos granados, un guiso suculento que lleva porotos y mazamorra y, a pesar de ser caliente, se come en verano; de que el chacarero es el nombre de un sándwich de marraqueta –pan amasado– que lleva carne mechada, porotos verdes, ají y tomate, y hay una cuadra entera dedicada a éste y otros sándwiches típicos frente a la Plaza de Armas; que el lomo a lo pobre está más cerca del exceso que de la escasez: trae huevo frito –a veces dos–, papas fritas y cebolla salteada; o de que existe un mejillón de diez centímetros de alto que se llama choro maltón, viene del sur y se consigue en el Mercado Central de Santiago.
“Chile tiene una de las despensas endémicas más grandes de la faz de la tierra”. La afirmación es del chef Rodolfo Guzmán, que con 39 años y ojos del color del Pacífico cuando está claro, tiene un restaurante que desde 2013 figura en la lista de premios más importante del mundo, The World’s 50 Best Restaurants: el Boragó. Cenar en Boragó es como subir 4500 metros en el altiplano atacameño, internarse en los campos del Valle Central y bucear entre las rocas de Punta Arenas, en la punta sur del país, en tres horas.
La experiencia Boragó
Por fuera el restaurante es como un cubo, y puede que en el patio delantero estén asando un cordero desde temprano y a la inversa. “Tenemos una forma propia de asar el cordero, lo colocamos casi sobre la brasa durante 12 horas, lo vamos inclinando y por último lo damos vuelta, eso hace que la grasa se condense”. Adentro, una legión de jóvenes reciben a los comensales y los conducen a las mesas, previamente reservadas. El comedor tiene tonos tierra, un jardín interno, cemento alisado, mesas de madera robusta, loza de granito, mantos de oveja sobre pequeñas mesas para apoyar las bandejas; y cada vez que uno se levanta para ir al baño te cambian la servilleta.
La mayoría de los clientes son extranjeros. No hay música. Detrás de un cristal enorme, dos decenas de cocineros hacen lo suyo y la escena parece un capítulo de Chef’s Table, la serie sobre los mejores chefs del mundo que hizo Netflix. Los mozos hablan inglés y explican todo, son más guías turísticos que mozos, y lo primero que hacen es servir agua de lluvia de la Patagonia en un vaso que parece una gota de agua.
Guzmán es tan alabado como criticado por su cocina, tal vez porque la gente llega con determinada expectativa y se encuentra con un puré que parece una roca, o con un molusco llamado jibia que viene acompañado de hojas de ciruelo marchitas en un miso de mora, o con un café que producen a partir de espino chileno. Algunos sabores son sublimes y otros, nuevos. Entonces pasa lo mismo que cuando se prueba el vino, el mate, el tabaco o el pescado crudo por primera vez, sabe distinto. No es fácil digerir –y apreciar– lo nuevo. De hecho Boragó estuvo prácticamente vacío durante los primeros cinco años. El paladar y la sociedad chilena celebraban lo de afuera, hasta que llegaron los de afuera –los de la guía San Pellegrino, la más prestigiosa del mundo– y dijeron que lo de adentro, la comida que preparaba Guzmán, era excelente. Todos esos años sin gente les permitió experimentar, buscar ingredientes –los mismos que utilizaban los mapuches para cocinar, que son más de 700–. Hicieron un levantamiento geográfico a partir del cual ya saben qué se puede conseguir en cada época del año, de Norte a Sur. Empezaron primero a documentar y luego a producir conocimiento; hoy tienen un centro de investigación que se llama Conectaz y están desarrollando hasta una aplicación para celular que es un diccionario de todos estos ingredientes y la forma de prepararlos. “Hemos descubierto cosas que pueden cambiar la alimentación”, dice Guzmán sentado en su escritorio, antes del servicio. Las paredes están ocupadas por calendarios con los productos que van a utilizar este año y los próximos viajes y eventos: Alemania, Rusia, Italia y el Ñam, el mayor encuentro de cocina de Chile. “Por ejemplo, un alga que tiene unos nutrientes increíbles y que si la preparas en un caldo puede cambiar la alimentación de los niños en cinco segundos. Nos vimos en la obligación de meternos en esto, por responsabilidad”, dice el chef, cada vez más enamorado de su oficio y consciente de su misión.
Sin embargo, por ahora, el plato nacional es el completo, un pancho con mucha palta y mayonesa. Pero las cosas están cambiando.
Plato Único
Marcelo Cicali es dueño y gerente espiritual del Liguria, el primer bar que abrió en Santiago tras la vuelta de la democracia, en 1990. Hoy, uno de los bares y restaurantes más tradicionales de Santiago, con tres locales en el barrio de Providencia y uno en construcción en el caserón más lindo del barrio Lastarria. “No existe la cocina chilena –dice Cicali en la entrevista–, existen las cocinas chilenas.” Por la diferencia que hay entre las características de territorialidad y estacionalidad, esas dos variables que definen la cocina y lo que está dentro de la olla, a lo largo del país. “Una cazuela que se come en Chiloé es muy distinta a una que se come en el interior de Arica”, agrega Cicali. Para él, la relación que los chilenos tienen con la comida chilena “es como la de una persona con un amante: te declaro mi amor, te disfruto, te como... en lo privado, en la oscuridad de la cocina”, no en los restaurantes. Pero en el Liguria, sí la sirven, bien y harto, como dicen por estos pagos: ostiones salteados al merquén, un ají ahumado que preparan los mapuches; chupe de guatita, un guiso a base de pan remojado, verduras y mondongo. Costillar de chancho asado con papas chilotas; porotos con almejas; apanado de congrio, croquetas de jaiba con puré de palta. Más chileno que eso, sólo en la casa de una abuela chilena.
Charly García tocó una noche de los años 90 en el Liguria, y allí cenó la banda Radiohead y, de incógnito, el chef Ferrán Adriá, que al día siguiente dijo en una conferencia de prensa: “Ayer, por primera vez, he probado Chile”, refiriéndose al restaurante. Estos últimos dos datos están en el libro que el Liguria publicó hace poco y se vende en sus locales y en librerías.
Sólo con mirar los adornos de las paredes pasa lo mismo que en Boragó, se viaja por todo el país sin moverse de la silla. Allí está lo que es chileno y también lo que los chilenos consumen, absorben, admiran. Porque esta nación larga y fina como un fideo, que por estar detrás de la muralla de Los Andes es como una isla, conoce más la cultura del mundo que cualquier otro país de América latina.
Marcelo Cicali también es el conductor del programa Plato Único, que acaba de lanzar su nueva temporada los sábados por el canal 13 de Chile –los capítulos anteriores pueden verse en Vimeo–. Cada capítulo está dedicado a un plato chileno: el curanto, que es un modo de preparar los alimentos típico del archipiélago de Chiloé, en el que usan piedras calientes enterradas en un hoyo. El chacarero, ese sándwich de carne mechada con porotos verdes; el mote con huesillos, una bebida clásica y refrescante que se hace con agua acaramelada, duraznos y granos de trigo cocidos, es el hit del verano y se vende generalmente en carritos. Lo bueno es que además de conocer la cocina nacional y dónde comer cada cosa, uno viaja por Chile a través del programa.
La Cena Inolvidable
La más original de las cocinas de Santiago no es hecha por chilenos. Cuatro chicas apasionadas por la comida y el diseño: dos dinamarquesas, una tailandesa-francesa y una alemana-japonesa, Louise, Katha, Pri y Yoko, crearon La Cena Inolvidable, un restaurante pop-up. Eligen un día, un lugar, que puede ser el piso 12 de un edificio en Providencia, una terraza de Lastarria o Casa Alma, un caserón de cien años donde la gastronomía y el arte conviven –en el barrio Recoleta–; invitan a la gente por Facebook y arman una cena temática alrededor de dos ingredientes. Para la última eligieron palta y carne, y prepararon cada una de tres formas diferentes; desde un gazpacho nórdico de palta a un lomo cocido en sal. Las mesas siempre son largas, compartidas con personas que tienen las más diversas nacionalidades e historias y decoradas con detalles originales como un patypan, un tipo de zapallito blanco que parece una vela y se consigue en La Vega Central. No hay que confundir este mercado con el Tirso de Molina, más turístico, más ordenado y más caro; ni con el Mercado Central, al otro lado del río Mapocho, donde se compran y comen pescados, mariscos y esas pailas marinas que levantan un muerto.
La Vega Chica y Central son los dos predios del fondo, sobre la calle Antonia López de Bello. Allí se puede comer un buen plato de porotos granados por dos mil pesos chilenos, (tres dólares); comprar un kilo de palta por menos que eso, tomar un café recién molido en Café Altura, un carrito que está dentro del galpón Chacareros y cruzarse, sin uno saberlo, con los chefs más reconocidos de la ciudad. La Vega es una experiencia tan inolvidable como las cenas pop-up, que ponen en valor los ingredientes y los productores locales, desde una palta recién cosechada de Valparaíso a un vino del Valle del Elqui.
La cocina chilena existe, algunos guardianes la están rescatando, sacándole brillo, poniendo en la vidriera y haciéndola cada vez más rica.
Datos útiles
Boragó. Nueva Costanera 3467, Vitacura. (0056-2) 2953-8893. www.borago.cl. El menú Raqko con 6 preparaciones cuesta US$ 70 y el Endémico, con 16-20 preparaciones, US$ 94. Reservar previamente es indispensable.
Liguria. Av. Providencia 1353. T: (0056-2) 2235 7914. www.liguria.cl. Los tres locales y el menú con precios figuran en la Web.
La Cena Inolvidable. (0056) 9 4446-4041. www.facebook.com/lacenainolviable. A partir de US$ 45 prepagos mediante reserva.