Ser padres, pareja y uno mismo
Nosotros. Hoy no quiero evitar escribir en plural. Todavía somos los compañeros de trabajo que se cruzaron una vez, que tomaron un café y después de casi un año y unas palabras fuertes, incorrectas y efectivas empezaron a salir. Seguimos siendo esas personas complicadas a las que una separación ayudó a crecer y volver a juntarse. Aún somos los cabezas duras, los que si uno dice blanco el otro dice negro, la zurda y el diestro que ven el mundo al revés. Los que alguna vez nos salvamos la vida mutuamente. Nos gusta pensar que juntos somos mejores, que formamos un equipo imbatible. Somos los que imaginamos la convivencia, los que planeamos el casamiento como una forma de darle valor a la palabra escrita, los que nos mudamos con apenas un colchón, una heladera y algunos platos, y que hoy completamos una casa con demasiados adornos (digo yo) que todavía son pocos (dice ella). Somos los que discutimos y tenemos razón. Sí, los dos. Somos los que formamos una pareja desde hace diez años, y que desde hace cinco meses estamos metidos en este quilombo hermoso que es ser papás de Benjamín.
Conocemos personas que buscan un hijo como una forma de salvar a la pareja, que piensan que ese bebé los va a unir, que va a borrar todos los problemas y diferencias insoportables. Sabemos de gente que quiere un hijo porque sí, porque el cheque se vence y la sociedad tiene ciertas expectativas para con uno; y ambos coincidimos en que nada está más alejado de la realidad que eso. Ben unió a nuestras familias -porque siempre hay excusas para que todos nos veamos más seguido, con auténticas ganas y sin compromisos- pero un bebé puede hacer estragos en una pareja que no está firme y que, como mínimo, no está de acuerdo en ciertas cuestiones básicas. Ambos imaginamos qué tipo de padres queríamos ser, lo que no sabíamos era si íbamos a poder cubrir esas expectativas.
No queríamos ser sólo papá y mamá, ni que el bebé absorba toda nuestra energía y que después no podamos hacer nada más. Ambos queríamos ser los mejores padres posibles, pero también continuar con nuestras profesiones, nuestros trabajos y nuestros gustos. Queríamos poder -alguna vez, cada tanto- salir. Mirar una película, leer, resolver cuentas, pensar cómo progresar. Descansar, hacer nada. Cenar juntos, charlar, preguntarnos cosas y reírnos de boludeces. Queríamos nunca dejar de ser nosotros mismos, a pesar de haber cambiado para siempre. ¿Dónde se encuentra el equilibrio?
Ser padres es un poco dejar de ser uno para entregarse a otro que, para colmo, depende por completo de uno. Es un acto de generosidad casi inconsciente, que seguramente encuentra su punto máximo cuando se tiene al segundo hijo, y el baile que se creía terminado empieza a sonar otra vez. Para ser pareja (o para no olvidarse de cómo ser una), en cambio, hay que ser un poco egoísta. "Benjamín va a tener una mejor mamá si vos volvés a trabajar y hacer lo que te gusta", le dije a Naty, cuando la vuelta a las responsabilidades generó algunas dudas; y todavía sigue siendo mi argumento de cabecera. Y yo tengo la certeza de que seré un mejor padre si puedo acomodarme alguna noche para salir con mis amigos, o si elijo sacrificar horas de sueño por un recital, escribir una nota, ver una película, leer un libro o mirar una serie que me gusta, porque muchas de esas cosas son las que hicieron de mí quien soy. Un poco de todo esto es la razón por la cual esta sección tendrá un final la semana próxima, pero ya hablaré del tema en su momento.
Un hijo es siempre prioridad, pero disfrutamos muchísimo de los momentos en que él duerme o hace sus cosas. Ahí es cuando, juntos o por separado, volvemos a ser nosotros.
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