Semana del Prematuro: la historia de Trini, que nació a los 6 meses de gestación
Como les conté la semana pasada, durante estos meses en los que voy a estar escribiendo menos por el nacimiento de Camilo, decidimos invitar a otras mamás a participar de Crianza en Tribu. Y, teniendo en cuenta que esta es la Semana Mundial del Prematuro, nos pareció ideal empezar con el testimonio de Luti Antelo, de Vevey Blog, mamá de Trini, que nació de solo 27 semanas. Acá les dejo su historia:
"¿Cómo es tener un hijo prematuro? Eso mismo me preguntaba yo hace dos años y medio, horas previas al nacimiento de mi primera hija, el 6 de abril de 2015 por cesárea de urgencia, con 27 semanas de gestación y un peso de 950 gr.
Ya sabía que sería prematura porque el embarazo venía muy mal y me lo habían adelantado en la semana 25. "Sabía" es un decir, no tenía la más mínima idea de lo que era, hasta que lo viví en carne propia.
El día previo a su nacimiento, yo estaba internada en terapia intensiva conun cuadro de preeclampsia severo. La cosa se empezó a complicar y mi obstetra decidió que el embarazo debía finalizar cuanto antes para salvarnos a mi hija y a mí. Era un riesgo grande para ella salir antes de tiempo porque recién entraba en el sexto mes de embarazo, pero así tuvo que ser por el bien de las dos.
Recuerdo ese 6 de abril, a las 11 am como si fuera hoy. En ese horario me hicieron la cesárea y nació Trini. Ese instante en que salió de mi panza y la vi por primera vez no lo olvido más. Era del tamaño de una muñequita, toda formadita pero en miniatura. No llegaba al kilo. No la escuché llorar cuando salió. Rápidamente el obstetra se las dio a las médicas de neonatología, quienes la pusieron en una bolsita de plástico (para que no perdiera el calor) y se la llevaron. Antes, me la acercaron para que pudiera besarla. Fue un instante fugaz pero inolvidable. Recuerdo ese momento y se me pone la piel de gallina.
Hasta ahí todo parecía ir bien, eso creía. Yo estaba muy dolorida de la cesárea y tenía que volver a terapia intensiva para lograr que mi presión se estabilizara. Esa noche recuerdo solo los dolores; estaba bajo los efectos de la medicación y no era consciente de nada.
Al día siguiente, ya un poco más lúcida, me levanté desesperada para ir a ver a mi beba. Me dijeron que no podía, que tenía que quedarme en terapia haciendo reposo un tiempo más. Les dije que estaba bien, que necesitaba verla y estar con ella, así que logré que me llevaran a neo. No me entraba en la cabeza cómo tan chiquita tenía que estar lejos de su mamá, si hasta hace unas horas éramos una sola persona.
En silla de ruedas y con un estado deplorable de una recién parida post cesárea, llegué al mundo de la Neo. Ahí me encontré con la realidad de los relatos que escuchaba acerca de lo que era tener un hijo prematuro. Creo que es imposible imaginarlo hasta que se vive. Yo además, era madre primeriza. Mi maternidad arrancaba un poco trastornada. Claramente no era lo que había imaginado.
Para ingresar, tenía que lavarme las manos hasta los codos y ponerme kilos de alcohol en gel. No se podía entrar con nada, era como ingresar a un lugar sagrado. Vaya si lo era, mi tesoro y el de otros varios padres estaban ahí.
Cuando logré atravesar la entrada y llegué a la zona donde estaban los bebés, me encontré con ella: MI HIJA, lejos estaba de ser esa bebita que había visto el día anterior en el parto. Ahora la veía diminuta y toda intervenida. Era una especie de gatito recién nacido, llena de cables, casi sin piel y con un aparato horrible en la nariz, que le suministraba oxígeno para poder respirar. Casi me muero al verla, rompí en llanto y no podía parar. Con la cara pegada a la incubadora y una mano metida por un agujero de la misma, tocaba con un poco de impresión el lomo de mi bebita. Eso era todo lo que podía hacer. Alzarla todavía era imposible. Su piel no estaba desarrollada y además, no podía perder temperatura corporal. La incubadora, a partir de ahora, era su nueva panza.
Me estaba conociendo con mi propia hija en un ámbito tan poco íntimo; sentada en una silla al lado de un incubadora, todavía en camisón. Todo tan distinto a lo que había imaginado. Gente que deambulaba por ahí, médicos, enfermeras y otros padres que estaban hace más tiempo y se los veía adaptados. ¿Cómo hacían? Yo estaba totalmente perdida, solo deseaba volver el tiempo atrás y que ella siguiera en mi panza.
Necesitaba cambiar el chip y aceptar la realidad que nos tocaba: Trini era muy chiquita y no teníamos certezas de que fuera a sobrevivir. Teníamos que poner toda nuestra energía en acompañarla. Nos decían que los primeros días eran clave. Su cuerpo y su sistema neurológico eran inmaduros. Todo era incierto menos nuestro sentimiento de angustia.
La tercera noche fue terrible. La peor de todo el proceso. Yo seguía internada en el hospital, en el piso de abajo de la neo, el de maternidad. Ahí me pasaron luego de salir de terapia intensiva. Eran las 2 am y sonó el teléfono. La llamada venía de neo y era para informarnos que a Trini tenían que medicarla y necesitaban nuestro consentimiento. Se había contagiado una bacteria. Eso empeoraba el panorama. Yo ya no toleraba mas angustia, literal. El nudo en mi panza era tan grande que supliqué por primera vez en mi vida que me den un sedante.
Sumado a todo eso, desde mi habitación se escuchaban los llantos de los recién nacidos que sí estaban en los cuartos con sus madres. Eso me destrozaba aún más. Yo no podía dejar de pensar en otra cosa que no fuera mi bebita, y del por qué no la podía tener conmigo.
Tristeza, angustia y mucho miedo a perderla eran mis sentimientos los primeros días. Ahí me di cuenta de que a partir del parto y con la llegada de un hijo, la vida te cambia para siempre. Ya nada importa, ni importará más que un hijo.
Gracias a Dios Trini pasó esa noche, y con ayuda de medicación venció a esa bacteria. A la semana de vida, me dieron el alta a mí. Ese momento fue durísimo. Si bien yo nunca pude dormir con ella, estaba en el mismo hospital y podía ir en cualquier momento del día a verla. Saber que estábamos bajo el mismo techo me daba algo de tranquilidad. A partir de ahora tenía que volver a mi casa con las manos vacías.
El momento de cruzar el umbral del hospital de noche para volver a dormir a nuestra casa fue muy doloroso. Sentimos un vacio inmenso. Pero a partir de ahí, asumí que tenía que agradecer que estuviese con nosotros y que había pasado la semana de vida que era muy importante.
Al día siguiente, empezó una rutina agotadora de lo que serían casi tres meses de internación. Nuestra vida pasó a ser la neo y sus enfermeras y médicos y los papás que estaban allí, nuestra nueva familia. A pesar de todo, y pasado un poco el susto de los primeros días, era muy feliz. Sea como sea, había sido madre y tenía una hija que adoraba más que a nada en el mundo. Era lo que me tocaba vivir, pero no por eso iba a perder el foco.
Tuve que asumir muchas cosas, desde banalidades como no poder vestirla con todo lo lindo que le había ido comprando, hasta cosas más importantes como no poder dar de mamar ni dormir con ella. Es curioso, pero en estas circunstancias, uno encuentra la felicidad en cosas mucho más pequeñas. Recibir la noticia de que había engordado unos pocos gramos, ya era motivo de júbilo.
Con el correr de los días, las cosas se fueron acomodando un poco. A los 10 días de vida la pude alzar por primera vez. La emoción que sentí es indescriptible. La sacábamos una hora de la incubadora para meterla adentro de mi camisa para que conservara el calor. Ahí se quedaba largo rato haciendo contacto pecho contra pecho. Corazón con corazón. Los momentos eran acotados pero de mucha conexión. Dicen que eso es muy necesario para la recuperación de estos bebés. Los remonta nuevamente a la panza sentir los latidos de su mamá. Mientras estábamos así, le cantaba, le contaba de su futura casa, de sus primos, abuelos y tíos. De cómo iba a ser nuestra vida cuando saliera de ahí y de todo lo que teníamos por delante. Aunque todavía sentía miedo, ese miedo de a poco se iba transformando en fortaleza.
Y así transcurrían nuestros días en la neo; entre partes médicos, alarmas, malas y buenas noticias. Acompañar los avances y retrocesos de nuestra beba se volvió nuestro único objetivo durante esos casi tres meses de internación. Es muy común que estos bebitos den dos pasos para adelante, y de repente uno para atrás.
Una de las cosas que más me aterraban durante la internación de Trini, eran las famosas APNEAS. ¿Saben lo que son? Yo lo aprendí muy clarito en neo y no me lo olvido más. Es la "suspensión transitoria de la respiración". El bebé se olvida de respirar y le empieza a bajar la frecuencia cardíaca. Un horror. Ese tipo de stress es el que se vive en neo con un bebé prematuro.
El primer mes se hizo largo, no había muchos avances. De hecho le costó bastante llegar al kilo. Necesitaba oxígeno para respirar, comía por sonda y lo único que podíamos hacer nosotros era alzarla de a ratos y cambiarle el pañal. Yo por mi parte tenía que sacarme leche cada 4 horas para no perder la producción y para que ella reciba el mejor alimento, aunque sea por sonda. La leche sobraba y tenía que congelarla para guardar reservas. Con el correr de los días, el cansancio, el stress vivido y el no estimulo de la mamas, la producción de leche empezaba a bajar. Esas reservas ahora eran oro en polvo.
Si hay algo que aprendí en neo, fue a trabajar la paciencia. Todos los avances son de a poco y la prisa no es una buena aliada. Como papás lo mejor que podemos hacer, es acompañar a nuestros bebés en ese proceso; porque para que un bebé prematuro deje de serlo tiene que lograr tres objetivos: llegar a los 2 kilos de peso, alcanzar la semana 36 de gestación y succionar por sus propios medios. ¿Parece simple no? Pero no lo es, todo su sistema es inmaduro y cumplir los 3 cometidos lleva tiempo y otras cuantas cosas más.
Recién al mes y medio de vida logró dejar el oxígeno. Ese día fue glorioso. Era un tema que me angustiaba mucho que no pudiera respirar por sus propios medios. Hubo días en los que pensé que nunca lo lograría.
De a poquito iba avanzando, pero todavía faltaban los tres objetivos claves. Una vez que dejó el oxígeno, pudimos empezar a practicar la succión. De a poquito la prendía a mi pecho sin mucho éxito, se quedaba dormida y sin fuerzas. Lo mismo pasaba con la mamadera. Todavía le faltaba. Sus tiempos eran sus tiempos y yo solo tenía que estar a disposición.
La vida en neo toma otra dimensión. Nuestras alegrías y tristezas pasaban 100% por ella. Festejamos cuando llegó al kilo, cuando pudo estrenar su primera ropita, cuando pudimos alzarla, bañarla por primera vez, cuando dejó el oxígeno y cuando finalmente dejó la incubadora y la pasaron a una cuna. Todas esas cosas que para un bebé que nace a término son normales, en un bebé prematuro cuestan mucho.
Después de casi tres meses de lucha, llegó el día tan esperado. Fue un 14 de junio; no me lo olvido más. Habíamos vuelto de almorzar con mi marido, listos para pasar la tarde en la neo hasta las 21 hs. como todos los días, cuando nos cruzamos con la médica que estaba de guardia. Se acercó y nos dijo: “Chicos preparen todo que hoy se vuelven a casa con la gorda. Ya están listos”. Recuerdo mis nervios y mi sensación de no sentirme preparada. Necesitaba un preaviso. ¿Cómo era ser madre fuera de neo? Mejor mañana, pensé, tenía que mentalizarme. ¿Cómo iba a hacer para cuidarla en casa sin todas esas máquinas que me marcaban su frecuencia cardíaca, su saturación, y sin una enfermera que me dijera qué hacer con mi hija? Mi marido insistió y me transmitió tranquilidad y confianza. Ese era el día, había llegado y el sueño de llevarla a casa se hacía realidad.
Los domingos eran el día de los abuelos. Ellos eran los únicos que podían ver a Trini. En neo no se permiten otro tipo de visitas. Como todos los domingos, había ido mi mamá. Cuando me avisaron que estaba afuera, salí y le dije que me esperara que a Trini la estaban revisando y que todavía no podía entrar. Quería darle la sorpresa del alta a ella, que también había sido una gran protagonista de esta historia, en silencio y siempre de afuera dispuesta a ayudar en lo que fuera necesario. Entré de nuevo a neo, y con mi marido la vestimos a Trini con esa ropita que tenía preparada para este día. Le quedaba gigante pero nada importaba. Salimos de ahí sin creerlo mucho. En la sala de espera estaba mi mamá. Casi se desmaya. Fue un momento de mucha emoción y mucho miedo. Trini salía a la vida y con sus ojitos saltones, bien típicos de prematuro, contemplaba la luz del mundo real. Ese mundo que la esperaba para arrancar su nueva vida.
Atrás quedó la neo, los controles diarios, las pantallas que marcaban la frecuencia cardíaca, el oxígeno y las mil alarmas que taladraban nuestra cabeza a diario. Ahora nos íbamos a casa con una bebita de apenas 2 kilos, que era mucho más fuerte de lo que imaginábamos."
Pueden conocer más sobre Luti y Trini en su blog, Vevey, que trata muchísimos temas de maternidad. Y los espero por acá el viernes, con más Crianza en Tribu.
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