Rusia ya no es comunista, pero se acuerda de 1917
A cien años de la Revolución Bolchevique, un vistazo a Moscú y Ekaterimburgo: Lenin continúa embalsamado, el Zar integra el santoral ortodoxo y Putin añora los tiempos soviéticos... pero no tanto.
En un día como hoy pero hace cien años –si decidimos guiarnos por el calendario juliano ruso de la época, ligeramente desfasado del gregoriano– Lenin, el mayor líder de la revolución de 1917, preparó una famosa carta que dio a conocer pocos días después. Lenin, cuyo nombre real era Vladímir Ilich Uliánov, se dirigió al Comité Central Bolchevique pidiendo la toma del poder. El golpe final de la revolución era inminente y ocurriría en octubre, pero el futuro prócer soviético estaba ansioso: había pasado 17 años en el exilio y había regresado a Rusia hacía poco tiempo, en febrero, por el comienzo de la rebelión social.
La Revolución Bolchevique, de la que ahora se cumple un siglo, no fue un golpe espontáneo ni una conjura de una noche, sino un largo proceso que incluyó la caída del Zar Nicolás II, un breve gobierno provisional, una indecisa asamblea constituyente, el suicidio de un primer ministro con un balazo en el corazón y el ruedo de varias cabezas.
“Tomando el poder simultáneamente en Moscú y Petrogrado [San Petersburgo], triunfaremos de manera indefectible y segura”, escribió Lenin en septiembre de 1917. Cien años más tarde, nosotros podemos contar que la Revolución venció y que a lo largo de 74 años marcó un modo de ver el mundo y la vida, conoció varias etapas y varias corrientes internas, estuvo muy cerca de lograr su cometido de ser un modelo mundial y finalmente implosionó a causa, más que nada, de su propia rigidez.
Lenin vio una parte de todo este cuento: el triunfo de la Revolución y la renovación en todos los órdenes de la vida rusa, pero murió en 1924 a los 54 años. Pocos días después, fue embalsamado. Desde entonces, su cuerpo se exhibe en un mausoleo lindante con el Kremlin, en Moscú.
En un día gris del verano ruso, en medio de una tormenta fría, hice una fila que serpenteaba en la Plaza Roja y entré al mausoleo, que es una sala mortuoria de granito rojo y que tiene la forma de una pirámide cuadrada y pequeña.
Su interior es un laberinto corto de escaleras que bajan y suben, y asombra el silencio, la oscuridad y las postas de policías. Estos vigilantes, que visten de negro y están muy serios, son, a su modo, sepultureros. Y cuando la marabunta de turistas que quiere ver a Lenin (y que ha reemplazado al antiguo pueblo comunista) se distiende y eleva la voz, cada uno de los policías se lleva un dedo a la boca y ordena silencio: “¡Shhhhhhh!”. Y la marabunta enmudece.
Lenin está en una recámara de vidrio, iluminado con una luz roja, eternamente quieto. No parece un hombre dormido, sino un hombre de porcelana cuya piel de cien años muestra una evidente fragilidad. (Hace poco retiraron su cuerpo para hacer algo que fue presentado como “un trabajo de reacondicionamiento”, pero ¿quién lo toca?). Siete policías vigilan a los turistas en la sala mortuoria: tres están en una esquina; tres en la otra y uno más, en el vértice. A Lenin no se le pueden tomar fotografías y tampoco puede uno detenerse a observarlo; hay que avanzar continuamente como en una procesión.
Joseph Stalin fue quien ordenó el embalsamamiento y aunque León Trotski se opuso, no pudo impedirlo. Durante varias semanas, un comité de científicos, nucleados en una “Comisión para la Inmortalización”, se encargó de la tarea. Sólo en la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis se acercaron peligrosamente a Moscú, el cuerpo fue retirado y guardado en Siberia.
Ahora, a cien años de la Revolución Bolchevique, toda esta historia de Lenin y de los bolcheviques sigue presente. Aunque parece que no habrá grandes homenajes por el centenario de la gesta de 1917, todavía se ven, demasiado frecuentemente, la hoz y el martillo. Las estaciones de subterráneo –muchas de ellas, construidas en la década de 1950– las exhiben en sus paredes. Los edificios estatales y algunos de los ministerios las llevan en sus fachadas. Y hasta las puertas privadas las usan para dar honor a los antiguos héroes del Ejército Rojo que vivieron en cada casa.
Ni siquiera los políticos más liberales han logrado retirarlas. Mikhail Gorbachov, el último líder de la Unión Soviética, quiso al menos enterrar a Lenin, pero no pudo hacerlo, y Vladimir Putin prefiere evitar ese debate. Sabe que meterse con Lenin sería abrir una caja de Pandora en la que hay demasiados nostálgicos, y en cambio muestra toda su habilidad cuando dice: “Quien no extrañe a la Unión Soviética, no tiene corazón. Quien la quiera de vuelta, no tiene cerebro”.
Lenin fue embalsamado e idolatrado, pero lo que ocurrió con su primer enemigo no ha sido menor. El Zar Nicolás II, el último de los Romanov, cuyo gobierno se inició en 1894 y no tuvo más que crisis de diferentes magnitudes, fue obligado a abdicar cuando el tren en el que regresaba a Moscú fue detenido por los revolucionarios. El Zar fue prisionero de ellos durante un año y en la noche del 16 al 17 de julio de 1918 fue ejecutado en el sótano de una casona (la Casa Ipatiev), en la ciudad de Ekaterimburgo, a unos 1.800 kilómetros de Moscú. Junto a él, también fueron muertos su mujer, sus cinco hijos, el médico de la familia, el cocinero y dos criados. Lenin había aprobado la sentencia.
Los cuerpos fueron enterrados en el bosque, al norte de la ciudad, y la ubicación del sitio permaneció por muchos años en secreto.
Ekaterimburgo, que había sido fundada en el siglo XVIII como un enclave en los Urales (a 40 kilómetros del límite entre Europa y Asia), se convirtió rápidamente en una de las ciudades más importantes del Imperio Zarista y hoy es la tercera de Rusia. Cuando llegué, me contaron varias historias. Como Ekaterimburgo se abastecía fácilmente de los minerales de las montañas, su potencial se desarrolló rápidamente y se abrieron fábricas que producían armas, tanques y ropa para el Ejército Rojo.
Historia 1: durante la era soviética, los trenes sólo pasaban por aquí de noche, para que los pasajeros no vieran las fábricas.
Historia 2: algunas de las fábricas eran subterráneas.
Historia 3: hace pocos años fueron descubiertas fosas comunes de muchos disidentes, y el total estimado es de 12.000 muertos.
Historia 4: las fábricas aún funcionan y abastecen, también, a los ejércitos de Irán y Venezuela.
Pero lo que quise ver, en realidad, fue lo que había pasado con el Zar Nicolás II, que durante muchos años permaneció enterrado en un sitio sin lápida. La Casa Ipatiev, donde había sido ejecutado, fue demolida en 1977 por una orden del entonces primer secretario del óblast de Sverdlovsk, un joven Boris Yeltsin. Los soviéticos se deshicieron de la Casa cuando Unesco comenzó a presionarlos para que la protegieran como un monumento histórico. Cuatro años más tarde, en 1981, la Iglesia Ortodoxa Rusa en el exilio canonizó por su martirio al Zar, que había sido un cristiano apasionado, y a su familia. Aunque algunos se opusieron a la celebración de un hombre que vivió rodeado de lujos y que no pudo guiar a su pueblo hacia tiempos de paz, Nicolás II es ahora San Nicolás II.
Y en el sitio donde había estado la Casa Ipatiev, hoy se ve una enorme iglesia en honor al Zar martirizado: la Iglesia sobre la Sangre en Honor de todos los Santos.
Allí adentro hay imágenes de Nicolás II y de algunos nuevos mártires, como un joven soldado ortodoxo que fue asesinado en Chechenia y tres sacerdotes que murieron en Georgia. Hay biblias y rosarios, pero también hay antiguos revólveres y fotos de prontuarios en blanco y negro: de repente, el museo religioso se convierte en un museo criminal.
Las cosas a veces se dan en paralelo y en paradojas. Porque mientras en Ekaterimburgo se preparaba la iglesia para el nuevo santo, la ciudad se convertía en un campo de batalla para las nuevas mafias, que desde la caída de la Unión Soviética, en 1991, se disputaban el territorio a sangre y fuego. Entre los pinos del cementerio de Shirokorechenskoe aparecen las lápidas de los gangsters asesinados. Son homenajes mortuorios; de algún modo, lo mismo que la iglesia del Zar.
Y una nota al margen: en esos mismos años de guerra mafiosa, Boris Yeltsin (aquel primer secretario del óblast de Sverdlovsk que había ordenado la demolición de la Casa Ipatiev), se convirtió en el primer presidente de la nueva Rusia. Hoy Ekaterimburgo tiene un museo en su honor, y su despacho del Kremlin está reproducido milimétricamente .
Rusia es un país necrofílico. Pero yo no sé si lo es más o menos que el nuestro.
En Moscú me encontré con un grupo de viejos nostálgicos de la Unión Soviética. Caminaban entre la muchedumbre de la Plaza Roja, aprovechaban un raro momento de sol veraniego y repartían un periódico político. Todo tiempo pasado, para ellos, había sido mejor. Eran austeros: vestían ropas roídas y un poco sucias, apagadas, que contrastaban con el resplandeciente rojo de los retratos de Stalin que portaban.
Cuando terminaron su vuelta en la Plaza Roja, se detuvieron al costado del majestuoso Museo Bélico y se formaron en una fila. Uno de ellos dio un paso al frente y les habló a los demás en un breve discurso.
Yo los miraba desde un rincón.
Después de la última palabra, se dispersaron y cada cual tomó su camino. Yo seguí a uno que se metió en la estación de subterráneo Teatralnaya, que –como todas las demás– mantiene una rica decoración de tiempos soviéticos. Nuestro protagonista se detuvo ante un busto de mármol, lo miró un minuto e hizo una reverencia. Luego cruzó el molinete y se perdió en una infinita escalera mecánica que lo llevaba hacia los subsuelos de la ciudad. El busto de mármol era de Lenin.
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