¿Quién gana con la monogamia?
¿No es el amor, justamente, lo que desborda todo acuerdo, lo que transgrede todo contrato?
En el amor todo es deconstruible. Todo puede ser siempre de otro modo. Pero hay formas triunfantes que se instalan y se naturalizan. Y tranquilizan. O no. A lo largo de la historia del amor, hemos ido deconstruyendo: emancipamos el amor del matrimonio, de la vida sexual, de la reproducción de la especie. Fuimos mostrando las tensiones, las contradicciones, los intereses. Todo es deconstruible, aunque mantengamos en pie muchas instituciones. Por ejemplo, es muy difícil sostener aún que el matrimonio expresa la esencia del amor, en un mundo donde ya nadie cree en esencias. E, igualmente, el matrimonio, esa gran unidad productiva legal y jurídica, sigue vigente, aunque haciéndose cargo de sus dilemas...
Hay un lugar donde el vínculo amoroso tal vez aún se vea imposibilitado de ser deconstruido a fondo, y es en la monogamia. La reducción del vínculo amoroso a una pareja. En general, son argumentos económico-administrativos los que sostienen esta idea, que van desde la productividad de profundizar en un conocimiento del otro hasta la facilidad en la organización del hogar, junto con ciertas justificaciones biologicistas, metafísicas o religiosas. Pero ¿por qué creer que la monogamia expresaría mejor las potencialidades del amor? ¿Y si fuera al revés? ¿Y si la monogamia domesticara en realidad los alcances de un amor que, en la medida en que se institucionaliza de algún modo, va perdiendo su fuerza transformadora?
Institucionalizar el amor
La monogamia no es solo una práctica vincular. Es una condición ontológica que reduce el amor a una institución. Una institución pensada como cumplimiento de normativas que garantizan su buen funcionamiento. La pregunta clave es quién gana con la monogamia. La pregunta clave es por qué el amor se vuelve una cuestión de ganancia, o sea, una cuestión económica.
La respuesta es simple: gana el yo. Todos los yoes. Gana la idea del amor como representación de los intereses de cada uno. Como si el amor fuera una disposición que cada uno posee y que debe expandirse, desplegarse, desarrollarse. Claro que en todo este planteo falta el otro, y el otro es el gran ausente en la monogamia, ya que todo el dispositivo supone la seguridad de cada uno de los participantes. La monogamia disuelve cualquier riesgo. Se trata de dos individuos que se entrecruzan a partir de un mutuo acuerdo de atención recíproco. Una sociedad, una alianza estratégica, un consorcio. La reciprocidad no es buena ni mala: el problema es si expresa o no la naturaleza del amor. ¿No es el amor, justamente, lo que desborda todo acuerdo, lo que transgrede todo contrato, la entrega que, fuera de toda lógica, disuelve cualquier conveniencia? ¿No hay en el amor más una vocación de retracción en función del otro, una llamada a la pérdida de lo propio para que el otro sea? ¿Y no es toda institución en su reproducción una forma de ensimismamiento?
Tres preguntas finales para seguir pensando: ¿se puede sostener la monogamia con una idea del amor como entrega hacia el otro? ¿No recaen todas las otras formas no monogámicas en el mismo dispositivo normativo desde el momento en que se institucionalizan? ¿No es entonces el amor una forma (im)posible de cambiar el mundo? No este mundo, sino todo mundo... •
Leé más preguntas filosóficas acerca del amor de nuestro columnista.
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