Que vivan los hidratos. Por qué amamos comer harina en invierno
Vas (de nuevo) a dar una vuelta por la panadería y, automáticamente, aparece algo de culpa. Tranquila, a veces lo que pide el cuerpo es justo lo que necesitamos.
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Ahí estás otra vez, scrolleando la app de delivery, debatiendo con vos misma si estás más para churros o sanguchitos de miga. O estás haciendo fila en la vereda de la panadería, que está por sacar unos chipas calentitos, perfectos para surfear los últimos dos Zooms del día. Es que hemos dado por inaugurada la segunda temporada alta de cuarentena, con su segunda ola de home office, y otro invierno que nos encuentra adentro. También está entre nosotras la nueva tanda de cumples virtuales, y esa tendencia imparable a enviar y recibir cajas con desayunos, tortas y picadas para cualquier festejo (¿acaso ya nadie regala un libro, una planta, unas pantuflas?). Dejemos algo claro: estamos todas en la misma y la cuestión no pasa por levantar el dedo acusador y sumar una mancha más al tigre (a la tigresa) con otro deber ser. Pero vale la pena abrir un espacio de observación y mirar un poco desde qué lugar nos paramos frente a lo que comemos. ¿Es hormonal? ¿Es ansiedad? ¿Por qué te atropella esa sensación de no poder parar? Y, algo clave, ¿consumir harinas es realmente tan malo como creemos?
Pura química
Hay varios factores que nos llevan a un mecanismo de recompensa y placer físico. Como ya sabemos, cuando se trata del cuerpo, no podemos aislar lo que pasa en la panza de la cabeza ni desentendernos de cuánto tienen que ver las hormonas, el estado de ánimo y hasta el clima (ay, esas lluvias de invierno con olor a bizcochuelo en el horno). Es un poco “no soy yo, es la harina irresistible” y otro poco tiene que ver con las emociones.
¿Por qué comemos lo que comemos? Por un lado, el azúcar, las harinas refinadas, las grasas y la fórmula de saborizantes, colorantes y resaltadores de sabor de los productos ultraprocesados activan ciertos centros cerebrales que disparan picos de placer muy difíciles de controlar. Cada bocado es una bomba sensorial súper excitante, diseñada por neurólogos, psicólogos, químicos y publicistas expertos en el comportamiento alimentario que buscan ese efecto: que no podamos parar. Estos productos estimulantes –y recontra estudiados por la neuroalimentación– están siempre al alcance de la mano, listos para comer, son fáciles de encontrar, de incluir en cualquier pedido online, de comprar en una escapada fugaz al kiosco. En resumidas cuentas, no es que seas una descontrolada, sino que estás bajo los efectos de esa química, que genera una dosis de muchísimo placer y dura muy poco. Cuando el efecto baja, el organismo pide más y arranca el círculo que es muy difícil de moderar: más comida, más cansancio, menos movimiento, más ganas de comer, más látigo.
War is over
Los seres humanos nos emocionamos. Y todas las emociones vienen a traer un mensaje, a activar la chicharra que avisa que algo está pasando ahí adentro. Algunas son más incómodas y es ahí cuando el cuerpo suplica emparchar con sensaciones químicas placenteras lo que sea que no queramos sentir. Como el recurso que mejor conoce para dar ese alivio es comer, ahí viene la escena de autoapapachamiento en el sillón, con mantita y “algo rico, porque me lo re merezco”. Vamos derecho al dúo hidratos de carbono + grasas: facturas, tortas, chocolates, galletitas, pan, papas fritas. Entonces, si estás sintiendo que la comida te puede, quizá tenga que ver con que aprendiste a usarla como un recurso para aliviar el hambre emocional, que es el disfraz que usan la tristeza, el aburrimiento, el miedo, el estrés o el deseo de sentirte acompañada, valorada, aceptada, divertida. ¿Está mal? Tranquila, como todo, esto también pasa por un sano equilibrio, no te vamos a mandar a rehabilitar porque –sabiamente– te niegues a renunciar a los tallarines de la nonna (y cuántas buenas opciones hay en el recorrido por casas de pastas que hicimos). Lo interesante es aprender a diferenciar lo que nos gusta, nos parece rico y tenemos ganas de disfrutar de lo que elegimos desde un lugar de necesidad.
Arrancamos con una frase sabia: basta de demonizar las harinas. Salvo que tengas alguna alergia o intolerancia al gluten o seas celíaca, no tenés por qué eliminarlas de tu alimentación. En primer lugar, cuando le damos el rol de villano a cualquier tipo de alimento, aumenta inmediatamente el riesgo de desbandarnos porque a ninguna de nosotras le gusta sentirse presa. Entonces, si te las prohibís, apenas veas la oportunidad de liberarte, vas a hacerlo. En segundo lugar, la situación de guerra contra un alimento no es nada sana y se vuelve eterna: siempre va a pasar que o te gana o le ganás, y los picos de frustración que genera ese círculo son más dañinos que la pizza que te bajaste maratoneando This is Us. ¿Cuántas veces quisiste abandonar algo porque te lo prohibieron? ¿Funcionó? ¿Cómo te sentiste después de las “recaídas”? Cuando te permitís disfrutar de lo que te gusta sin sensación de despedida, baja la voracidad y la desesperación de “ahora o nunca”. Esto no quiere decir que tengas que comerte todo. Es clave permitirte disfrutar, pero siempre el límite tiene que ser el sentirte bien después. Si te encanta la chocotorta pero comés tanta que después el cuerpo te pasa factura, ya no es saludable. No es lo mismo darse un gusto que entregarse a ese tipo de alimentación a lo largo del día, todos los días.
Otro tema es que solemos decir “las harinas” –como si fueran todas lo mismo– para referirnos a la harina de trigo refinada, alta en gluten, protagonista de la mayoría de los productos de pastelería, panadería, golosinas y comestibles del kiosco y del supermercado. Pero está bueno que conozcas otras harinas, que suelen caer mejor y generar mayor saciedad. Son las integrales y el inmenso abanico de otros granos, semillas, legumbres y cereales, como amaranto, avena, centeno, arroz, trigo sarraceno, garbanzos, arvejas, almendras, coco, entre muchas otras opciones, con y sin gluten. Estas variantes tienen mayor contenido de fibra, vitaminas y minerales, que aportan otros nutrientes para que la dieta sea más completa. Tus recetas pueden transformarse reemplazando parte de la harina de siempre por alguna nueva que te tiente en la dietética. Probá un budín de banana con harina integral o de arroz y cambiá el pan lactal por alguno rico de masa madre. En todo el país están apareciendo panaderías de autor espectaculares con variedades de panificados artesanales de distintos granos, semillas y con ingredientes reales. Además de entrenar tu paladar para disfrutar de nuevos sabores, vas a experimentar niveles de saciedad, energía, bienestar ¡y disfrute! muy diferentes.
Cortala con la culpa
Si llegaste hasta acá, es porque detectaste que algo en tus hábitos de consumo te está haciendo ruido. Es el momento perfecto para escuchar qué te pide el cuerpo y qué elegís comer. Observá si la alarma se encendió por un malestar físico –estás demasiado tiempo hinchada, brotada, con dolor de cabeza o acidez– o si solo se trata de culpa, que vino a avisarte que estás rompiendo alguna regla. Si es así, estás frente a la gran oportunidad de hacerte preguntas: ¿qué regla rompí?, ¿de dónde la saqué?, ¿tiene sentido?, ¿tiene que ver con lo que soy, pienso y hago hoy?
Durante demasiado tiempo recibimos el mensaje de que “el postre engorda, para sentirte bien podés darte un solo permitido por semana, tenés que ser flaca, tenés que hacer ejercicio, tenés que y más tenés que”, así que quizás esa sensación de estar siempre en falta y esos mantras ni siquiera sean tuyos. Y algo más: está chequeado que nada mejora cuando nos castigamos y, en cambio, pasa lo contrario cuando logramos ser más flexibles. Trabajar la autocompasión y la gestión emocional también incluye abrazar esas incoherencias de querer algo y hacer todo lo contrario, como parte del camino a la paz mental, emocional y física.
Controlá tus sensaciones
Si las respuestas te están invitando a aflojar un toque el consumo de los panificados (y todos sus parientes de paquete), hay algunas herramientas para hackear esa sensación de que la situación te está pasando por encima:
- Registrá tus síntomas emocionales y fisiológicos. ¿Cómo te sentís? ¿Cómo está tu energía antes y después de esas ingestas? ¿Qué pasa cuando comés otras cosas? Esa autoobservación puede acompañar tu práctica para reelegir.
- Sumá más alimentos reales. Buscá nuevas opciones cuando hagas tus compras para no caer siempre en lo mismo. Elegí algo nuevo que esté más allá de lo que te rodea. Hay un montón de nuevos cafecitos y mercados que hacen versiones de postres, cookies, pepas, alfajores, panes, prepizzas y budines con harinas orgánicas, integrales y sin gluten. No te imagines aburricomida “de dieta”, hay pastelería espectacular y muy de vanguardia que incluye superalimentos en nuevas y maravillosas texturas.
- Comé con todos los sentidos. Estate presente y atenta a los sabores que aparecen en tu boca. Masticá lento y muchas veces. Podés recurrir a algunas técnicas de respiración. Tocá y olé los alimentos frescos y observá cómo te sentís. Ese acto tan simple genera una transformación interior sutil, te conecta con la naturaleza, despierta sentimientos que creíamos dormidos y provoca un renacer de la creatividad.
- Olvidate de los prohibidos y permitidos. Disfrutá sin culpa de tu torta favorita, agradecé el alimento, preparate una taza de té, poné música, salí al balcón. Armá un ritual que te conecte con el momento dándole lugar al goce.
- Saná tu relación con la comida. Desaprender todas las creencias que arrastramos sobre la alimentación y el cuerpo y aprender algo nuevo es un proceso liberador. Pero a veces, la teoría no alcanza. Desterrar los hábitos y gestionar las emociones puede resultar difícil. Si sentís que el tema te supera, buscá ayuda profesional para transitar el camino con amor y sin presiones hacia una nueva forma de habitar tu mundo.
Expertas consultadas: Rocío Runca. Lic. en Nutrición, especialista en alimentación consciente. IG: @rocio.runca. Magdalena Errecaborde. Coach ontológica y nutricionista. IG: @mag.errecaborde.
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