Qué son las emociones esenciales y por qué es clave cultivarlas
Es hora pico, justo antes de la cena. Queremos llegar rápido a casa y la cola del supermercado avanza a ritmo de caracol. Nos brota la impaciencia por los poros: ¿es necesario demorarse así con tanta gente esperando? De pronto, comprendemos. La mujer está calculando cuáles mercaderías llevar y cuáles no, porque no le alcanza para todo. Y así como comprendemos, la irritación se escurre como agua de lluvia por la alcantarilla. En su lugar queda una emoción bien diferente: la compasión.
La primera emoción –la irritación, que es una forma leve del enojo- tiene profundas raíces evolutivas. El enojo cumple la función de informarnos que algún deseo u objetivo –como llegar a tiempo a preparar la cena- está siendo amenazado, que algún valor está siendo vulnerado, o que nuestras fronteras (físicas o simbólicas) están siendo traspasadas. Necesitamos escuchar ese mensaje, evaluar si realmente hay algo importante en juego y actuar en consecuencia.
Al igual que el enojo, todas las emociones aflictivas –el miedo, la tristeza, los celos, la envidia, la angustia, el agobio, la vergüenza- nos traen mensajes valiosos que debemos explorar y eventualmente atender. Estas emociones –mal llamadas "negativas"- nos cuidan en el nivel más básico, porque resguardan nuestra integridad física, nuestra salud, nuestras conquistas, nuestros objetivos y todo lo que hallamos valioso.
Pero hay otro tipo de emociones "esenciales" que funcionan de manera muy diferente: el asombro, la gratitud, el perdón, la bondad, la alegría y la ya nombrada compasión, que parecen provenir de las capas más profundas de nuestro ser, y que son la expresión de nuestro aspecto más evolucionado, ese que nos conecta con todo lo que nos rodea y que nos recuerda que formamos parte de una gran familia humana.
Son las que nos predisponen a tomar en cuenta las emociones y necesidades de todos, incluidas las propias, y las que nos ponen en contacto con una realidad más vasta que nuestras pequeñas preocupaciones cotidianas. Vale la pena cultivarlas conscientemente, con prácticas sencillas que podemos incorporar a nuestra rutina cotidiana, y que además tienen un efecto poderoso:
- Llevar un diario de gratitud. Anotar cada noche, en un cuaderno, tres cosas que podamos agradecer de ese día. Tienen que ser siempre cosas distintas y bien específicas.
- Pasar tiempo en la naturaleza, aunque más no sea mirando al cielo cada vez que podamos. La naturaleza es una vía directa al asombro, una emoción que amplía nuestra percepción del mundo y nos pone en contacto con el misterio.
- Mirar con perspectiva. Recordá que cada persona tiene su cuota de sufrimiento y de dolor, aunque no la conozcamos. Cada vez que nos irritamos con alguien, aun con buena razón, buscá en sus ojos su cuota personal de desafíos, esfuerzos y dificultad.
La respuesta que nace de estas emociones es bien diferente, y el resultado es un momento sentido, de plena conexión con todos los presentes.
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Fabiana Fondevila es escritora, periodista e investigadora de las tradiciones de sabiduría. En su nuevo libro, "Donde vive el asombro" (Grijalbo, $399), propone un mapa imaginario de nueve estaciones. En cada una, hay prácticas para explorar dimensiones esenciales de la vida. Todas nacen de la misma intuición: si el misterio existe, está presente en todas partes; si el amor es nuestra verdadera naturaleza, no tenemos que salir a buscarlo, sino aprender a hacer silencio y dejarlo aflorar. No hay un premio al final del camino; el premio es cada paso. Y en esto consiste: despabilar la mirada, despertar los oídos, respirar hondo, enloquecer de amor por el mundo pródigo y salvaje.
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