Que el miedo no nos impida viajar
La primera vez que viajé sola tenía 23 años. Guatemala estrenaba una democracia endeble, tras desangrarse en casi cuatro décadas de guerra civil. Yo no tenía cuenta de mail ni mucho menos celular, pero allí fui alegremente, a subir volcanes y recorrer pueblitos perdidos en las montañas. No fue un viaje largo, pero recuerdo que al volver a Buenos Aires, después de más de una semana sin dar señales de vida, mi padre me recibió ojeroso, con la barba crecida y el corazón en un puño. Aliviado, sí, pero a qué costo.
Cuatro años más tarde volví a cargarme la mochila al hombro, ahora rumbo al sudeste asiático y nuevamente sola. Esta vez tomé la precaución de enviar mails periódicos a mis padres, contando dónde estaba y qué hacía (aún no había teléfonos inteligentes pero sí una profusión de cyber cafés, con curiosas estampas de monjes en túnicas naranjas sentados frente a las computadoras). Me cuidé de no aventurarme de noche por calles oscuras, de no brindar demasiada información personal a desconocidos y hasta de correr los muebles para trabar la puerta de alguna habitación, si el hostel donde me alojaba no me inspiraba confianza suficiente.
Nada muy distinto, me imagino, de lo que habrán hecho las mendocinas Marina Menegazzo y María José Coni en su fatídico viaje por Perú y Ecuador. Salvo que a ellas el factor suerte no las acompañó.
Y salvo, también, que no estaban solas, como se suele repetir: eran dos, dos mujeres mayores de edad que viajaban como tantas otras por América latina. De a dos, y de a tres y de cuatro también, la sensación de seguridad y contención es otra. Yo también viajé a Perú, Costa Rica, Chile y México con amigas. Usamos shorts, escotes y bikinis, dormimos en la playa, bailamos, nos emborrachamos, hicimos dedo y conocimos a muchísima gente. En México incluso nos alojaron personas que conocimos en el camino: una familia en el DF y un mexicano veinteañero enTaxco. Y en ningún momento sentimos que corríamos peligro. De cada destino volvimos felices, plenas, con ganas de empezar a planear el próximo viaje.
Es verdad que en ciertas ocasiones di algunos pasos en falso y me llevé pequeños sustos: un hostel elegido al azar en Johannesburgo resultó no tener un sólo huésped y estar demasiado alejado de la ciudad (huí de allí lo más rápido que pude). Un descuido en el cerro salteño de San Lorenzo, el mismo donde en 2011 asesinaron a las turistas francesas y en el que a mí me sorprendió la noche, hizo que me perdiera como una idiota y fuera rescatada por un baqueano. Incluso acá, en Buenos Aires, de regreso de alguna fiesta terminé en el auto equivocado, con rumbo incierto y rodeada de extraños. Ninguna de esas historias terminaron mal, pero podrían haberlo hecho.
No hay que tentar a la suerte dicen, pero a veces la suerte nos sorprende en cualquier rincón del mundo. Sea Buenos Aires, Sudáfrica, París o Montañita. Estar alerta, confiar en el sexto sentido y recordar que en el mundo hay mucha más gente buena, generosa y hospitalaria que perversa (esta última tiene más prensa, eso sí) son algunas de las claves para que el miedo no nos paralice a la hora de viajar. Solas o con amigas.
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