Orillera por naturaleza y punto de encuentro de diferentes culturas, Nueva Orleans abonó el surgimiento del jazz y de la cocina con más carácter de Norteamérica. Cómo es, cómo vive la mayor urbe del estado sureño de Luisiana a diez años del huracán Katrina.
Al imaginar una típica ciudad norteamericana, no pensamos en casas coloniales con balcones de hierro y colores estridentes, ni restaurantes que sirven platos con mariscos y especias, y donde las hamburguesas son casi mala palabra. Mucho menos la asociamos con un carnaval promiscuo y descontrolado que dura diez días, o con zombies y una fuerte cultura vudú. Tampoco pensamos en una ciudad rodeada de pantanos e invadida de mosquitos, ni que por sus calles con nombres franceses circulan tranvías de madera.
Será por esos rasgos tan lejos del estereotipo que Nueva Orleans o "Nola" es como extranjera para los propios norteamericanos que la visitan. Les seduce el cóctel único de culturas que se dio en estas tierras bajo el nivel del mar y a orillas del río Misisipi, mezcla de europeos, negros e indios nativos.
"A nosotros nos conocen como el sur del país, pero yo creo que somos más el norte del Caribe", nos dice una noche húmeda Ron Rona, el director del Preservation Hall, un club tradicional de jazz que funciona en un salón de madera que parece al borde del derrumbe en pleno French Quarter, donde no hay sillas y está prohibido sacar fotos y tomar alcohol, para que todos los sentidos se concentren en las trompetas y trombones de un sexteto de músicos veteranos. Ron se refiere a esa pizca extra de calidez que tienen los que viven acá, que los hace distintos de todos.
Si retomara el ejercicio de imaginar una ciudad cualquiera de Estados Unidos, quizás sí le pondría de música un poco de jazz. Nació en Nueva Orleans sí, pero al fin de cuentas es el invento más difundido en todo el país.
Está presente en cada fiesta local, desde los nacimientos hasta en los entierros. Son famosos sus jazz funerals, donde los familiares del difunto son seguidos por una banda. Camino al cementerio interpretan música triste, a paso lento. Después del sepelio, una corneta indica el cambio de ritmo y empiezan a tocar música alegre. Vuelven bailando y agitando pañuelos. Al muerto se le dice adiós con ruido y parranda. Una celebración de la vida. Y de alguna manera, ése podría ser el lema de Nueva Orleans: pese a la adversidad, la banda sigue tocando.
Con acento francés... y algo más
El guía se para frente a una casa del French Quarter y pregunta de qué origen es la arquitectura. La mayoría responde "francés", y él empieza a señalar las tejas, los ladrillos, los faroles y los patios internos de carácter español. Los turistas se quedan mudos. Entonces explica que aunque el Vieux Carré fue fundado por los franceses en 1718, muchas de sus casas fueron levantadas durante los 40 años de dominio español. Cuando los franceses se cansaron del clima subtropical, en 1803, le vendieron toda Luisiana a Estados Unidos por 15 millones de dólares, mucho menos de lo que hoy costaría el pase de un buen jugador de fútbol.
Pero los nuevos habitantes se instalaron al margen del pintoresco French Quarter, que se mantiene intacto hasta los límites de Canal Street, donde se amontonan los edificios espejados y todas las cadenas americanas. Aunque hay una pica constante entre la preservación y el desarrollo, por ahora viene ganando la primera moción y cualquier reforma sin permiso puede costar una multa carísima.
El precioso estilo de las casas compensa hasta la decadencia que prima en la Bourbon Street, la peatonal fiestera que propone caminar y emborracharse sin culpa y con la complicidad de una policía relajada, entre clubes de strippers, personajes que piden propinas a cambio de shows bizarros, karaokes y night clubs con luces de neón y ritmos ajenos al jazz. Es como un Disneyworld para los adultos que vienen sólo en ese plan, una zona que hay que recorrer sólo para decir que se estuvo ahí, y huir cuanto antes porque hay mucho más para ver.
Con la cocina pasó lo mismo que con la arquitectura. Cada inmigrante le agregó algo propio y el resultado es una expresión única. Así lo demuestran las recetas cajun (de los franceses procedentes de Canadá) y créole (de los hijos de los colonos franceses). Ambas cocinas –ricas en productos de mar– se mezclaron, y los esclavos negros aportaron el toque de gracia: las especias y el picante.
Hay que probar las gumbo (sopas espesas) y la jambalaya, parecida a la paella con mariscos… y jamón ahumado. El crawfish, cangrejo de río autóctono, étouffée (estofado) o simplemente hervido con ajo, limón y cayena, es una experiencia religiosa. Los franceses dejaron su huella en los beignets, buñuelos de masa bomba fritos, espolvoreados con azúcar impalpable, y más ricos que las donuts. Un buen lugar para probarlos es el turístico Café Du Monde frente a Jackson Square, mientras pasan carruajes tirados a caballo y algún músico callejero hace sonar su instrumento.
Uno de los que cambió la manera de comer fue Antoine Alciatore, un marsellés que llegó a los 18 años y fundó el restaurante Antoine’s en 1840. Fue el primero en servir platos que hoy son patrimonio de Nola. Su clásico imbatible, las ostras Rockefeller, cocidas con una salsa verde como el color de los dólares, en honor al hombre más rico del mundo, que fue uno de sus habitués. Jeffrey, el mozo, no se anima a revelar de qué está hecha la salsa: "Es secreta como la fórmula de la Coca Cola". Cada plato de ostras viene con un certificado con un número de comensal. EL nuestro es N° 4.063.958.
Antoine’s, como su vecino Arnaud’s, propone alta cocina en salones refinados con luces tenues y mozos old style, que exigen vestirse con lo mejor del equipaje. Brennan’s replica ese estilo suntuoso sobre la coqueta calle Royal, ideal para el brunch dominguero, con sus diez variedades de huevos de los que destacan los Hussard, con panceta y salsa marchand de vin, además de sus famosas bananas Foster.
No termina acá. Están el muffuletta siciliano (sándwich de salame y provolone) de Central Grocery y los po-boys (poor boys) de Mother’s (sándwiches de pan francés rellenos de camarones rebozados) que inventaron unos conductores de tranvías durante una huelga.
En el French Market, un mercado techado lleno de puestos, se encuentra un poco de todo lo anterior a precios más módicos y otras carnes exóticas que pueden parecer morbosas, como las hamburguesas de caimán –anunciadas en stands junto a las cabezas del susodicho animal– y la sopa de tortuga, pero que acá son comunes como el pollo. Y, para un buen cóctel, nuestro favorito es el bar giratorio Carousel del hotel Monteleone, donde Truman Capote y William Faulkner alguna vez buscaron inspiración en un Sazerac (whisky de centeno, absenta, limón y toque de angostura).
Al French Quarter lo caminamos íntegro, recorremos sus trece cuadras de largo y seis de ancho. Dejamos para la tarde la costanera frente al Misisipi, a la hora en que el barco a vapor Natchez –réplica del que miraba Tom Sawyer, el célebre personaje de Mark Twain– se aleja de la ciudad con los silbidos de vapor de su organillo y los turistas saludan desde la cubierta. Por atrás pasan un tremendo buque de carga y un crucero de cinco pisos, pero ninguno tiene la magia del Natchez con su rueda de paletas y su aire de otra época.
Donde suena el jazz
Imaginamos que iba a escuchar las trompetas desde nuestra llegada al aeropuerto, pero no. Al jazz hay que buscarlo, sobre todo el buen jazz. Primero, en Congo Square, para evocar su origen mítico: en este rincón del barrio Tremé, que limita con el French Quarter, los negros sembraron la semilla del género cuando se juntaban a improvisar ritmos africanos en el único lugar donde se les permitía congregarse en tiempos de opresión. Hoy se llama Parque Louis Armstrong y se ingresa por un arco lleno de foquitos de luz. El Tremé es el barrio afroamericano más antiguo del país y lleva el ADN del jazz en sus calles. En rincones como la plaza Tuba Fats, donde este martes toca una banda en vivo, las familias traen sus reposeras y barbacoas, y terminamos todos bailando el himno del gospel I’ll fly away.
Aunque se hizo popular gracias a la serie Treme, de HBO, que relata la reconstrucción de la ciudad después del Katrina, Tremé es a New Orleans lo que New Orleans a Estados Unidos: una zona postergada, pero con mucha resistencia.
Basta una anécdota para demostrar el alma del barrio. Cuando se decidió que la autopista elevada I-10 pasara por la avenida Claiborne, que divide Tremé en dos, los vecinos se plantaron para evitar que cortaran sus robles centenarios. El reclamo fue en vano y llegó el hormigón. Años más tarde, intervinieron el espacio pintando murales sobre los enormes pilares que sostienen la autopista, con imágenes de los robles que cortaron y del mercado que había en esa avenida. Los autos que pasan por encima son ajenos al mundo que fluye debajo y, hasta hoy, los principales desfiles, los jazz funerals y el Mardi Gras, se hacen en la ex Claiborne.
Para sentir el jazz auténtico, voy directo a Frenchmen Street, en la zona de Faubourg Marigny. En Bourbon Street, la fiesta está en la calle, y acá está adentro de los clubes. En sólo tres cuadras hay jazz de sobra. En un club suenan blues y el ambiente se pone picante. Al lado, en The Maison, toca una banda llamada The Jazz Vipers. Son seis integrantes, de edades muy variadas, tienen un estilo retro, no usan micrófono ni amplificadores. Hacen temas propios y al final pasan la gorra para levantar las propinas. Entre puerta y puerta, doy una vuelta por la feria que de jueves a domingo montan en la calle para vender discos, artesanías y fotos en blanco y negro.
Soul is waterproof
"El alma es impermeable" es una de las metáforas que escuchamos seguido cuando alguien se refiere al huracán Katrina. El mayor desastre natural en la historia de Estados Unidos redujo a la mitad la población de Nueva Orleans; dejó casas destruidas e imágenes apocalípticas, pero no pudo con lo esencial: el amor de su gente por esta tierra.
El 29 de agosto de 2005 llegó Katrina, los diques cedieron, el río Misisipi y el lago Pontchartrain, al norte de la ciudad, desbordaron y el 80% de la ciudad quedó bajo el agua. Y lo más triste, ya lo sabemos, es que ese caos podía haberse evitado.
De los que sobrevivieron, algunos se fueron a vivir un largo tiempo a otras ciudades; otros se encerraron en los altillos de las casas a la espera de ser rescatados, o les tiraran comida desde los helicópteros. Nadie, del más pobre al más acomodado, se salvó del trauma que dejó el Katrina. Hablar sobre lo ocurrido en aquellos días los pone serios, bajan la mirada.
Amy, una fotógrafa que tiene un puesto en el French Market, se tatuó su dirección en el brazo: Faith 2827. "Después de la tormenta (no dice Katrina), necesitaba grabar para siempre el lugar donde vivo".
El Katrina trajo lo peor, pero también lo mejor: la capacidad de reinventarse. Cuando todo el país entró en recesión, acá empezaron a aparecer nuevas fuentes de trabajo. Surgieron emprendedores de todo tipo, desde reparadores de techos hasta drenadores de agua. Mucha gente que vivía en otras ciudades aprovechó el bajo costo de los terrenos para invertir y la ciudad se volvió a poblar con nuevas ideas.
La industria del cine también fue vital en el resurgimiento. Es normal cruzarse con más de un set de filmación en el French Quarter. Y varios actores se empezaron a interesar en Nueva Orleans, siguiendo el ejemplo de Brad Pitt, que se involucró desde el primer momento de la catástrofe y colaboró en la reconstrucción de un barrio completo en 9th Ward, una de las zonas más afectadas.
El resto ya lo hace el turismo. Después de 2005, surgieron nuevos hoteles y cada semana algo distinto se está gestando en la ciudad, la fiesta de las ostras o la del tomate criollo. La cuestión es que nunca falten motivos para festejar.
Garden District y Bywater
Has varias pruebas de que los encantos de la ciudad van más allá de los límites del French Quarter. La primera es la zona de Garden District, un compendio de mansiones lujosas con jardines que huelen a magnolia y jazmín, por cuyas calles es agradable vagar, con escala en el restaurante Commander’s Palace, que funciona en una casa victoriana de 1880. Se llega con el tranvía verde St. Charles, una reliquia de más de cien años que avanza con un placentero traqueteo, mientras la brisa húmeda invade sus vagones de madera. Tennessee Williams se inspiró en él para escribir Un tranvía llamado Deseo.
Sobre Magazine Street hay linda ropa y buenos reductos gourmet como Basin, donde vemos, al pasar, una moza que sale a la calle con una bandeja de ostras frescas tan tentadoras que me dan ganas de robarle una.
Otra prueba es el City Park, el gran pulmón verde de Nueva Orleans, más grande que el Central Park neoyorquino, ideal para recorrerlo en bici. Con una increíble muestra de robles tres veces centenarios, tiene un tren en miniatura y obras de Picasso y Renoir en el Museo de Arte de Nueva Orleans. Muchos se acercan por las 60 esculturas al aire libre del Jardín Bestoff, y por los beignets del café Morning Call, abierto las 24 horas.
Por último está Bywater, un barrio emergente pegado al rio Misisipi que en los últimos años fue conquistado por jóvenes cool cansados de Brooklyn. Podría decirse que es un fenómeno post-Katrina, porque está en una zona alta a la que no afectó tanto la inundación. Antes del huracán, era un suburbio obrero atravesado por las vías del ferrocarril. Hoy, abundan el arte callejero, los estudios de yoga, cafecitos de aire bohemio, locales de ropa usada y bistrós modernos de ventanas amplias y platos como ceviche, scramble de tofu y albóndigas de pato.
Bywater tiene casas de estilo créole, gente venida de otras partes y un espíritu cosmopolita, donde todo está por hacerse. No es francés, ni típicamente norteamericano. Es nuevo y distinto. Si tuviera que describir cómo es Nueva Orleans, ya no sabría por dónde empezar.
Si pensás viajar...
CÓMO LLEGAR
DÓNDE DORMIR
Old No. 77. Hotel & Chandlery. 535 Tchoupitoulas St. El ex Hotel Ambassador renació con nuevo nombre y sus 167 habitaciones transformadas, realzando la estructura original de un edificio de 1854 con paredes de ladrillo y pisos de madera, y decorado con muebles modernos de inspiración vintage. Se levanta en la zona de Warehouse Arts District, a cuatro cuadras del French Quarter. Además, es pet friendly. Su restaurante Compère Lapin, a cargo de la chef local Nina Compton, es una de las grandes novedades gourmet de la ciudad. Propone una fusión de las cocinas caribeña y francesa.
Bienville House. 320 Decatur St. Hotel boutique en la mejor zona del French Quarter. Tiene 80 habitaciones, pileta y restaurante.
Hotel Mazarin. 730 Bienville St. Elegante hotel en una casa de estilo francés con patio interno, cerca de Royal Street y las galerías de arte. Son 102 habitaciones, algunas con balcones de hierro.
Le Meridien. 333 Poydras Street. De concepto moderno, en el límite del French Quarter, fue diseñado con un lobby enorme dividido en pequeños espacios, piezas de arte, bibliotecas y un mapa gigante del Mississipi. Tiene 410 habitaciones con vista al río, una pileta en la terraza, restaurante y un bar con tragos de autor.
Le Marais. 717 Conti Street. Del mismo grupo hotelero que el Mazarin, éste tiene 64 habitaciones de diseño moderno y colores vibrantes. Patio con camastros y pileta de agua salada. Buen bar en el lobby y gimnasio.
Dauphine Orleans. 415 Dauphine Street. En una calle tranquila del French Quarter, 111 habitaciones amplias y confortables.
Olivier House Hotel. 828 Toulouse St. B&B de 42 habitaciones y espíritu familiar en una pintoresca casa de 1839, sobre una esquina. Tiene patios arbolados, pileta y una habitación con entrada independiente y patio propio, ideal para una familia.
Inn On Ursulines. 708 Ursulines. Guest house de 15 habitaciones que funciona en una casa de 1784 muy bien preservada.
DÓNDE COMER
337 Chartres Street.
Cocina contemporánea de Luisiana con una buena barra de cocktails. Pruebe las alitas de cocodrilo con tomates confitados y el pescado del Golfo con sales del Himalaya. De los tragos, se recomienda el Pimm’s cup. Todos los días, mediodía y noche.
Brennan’s. 417 Royal St. Tradicional restaurante de influencia europea a cargo del chef Slade Rushing. Sus brunchs son muy codiciados, con más de diez variedades de huevos (de pato, de conejo, con caracoles y hasta con langosta).
Antoine’s. 713 Saint Louis St. Con el aval de una historia de 175 años, aún está en manos de la quinta generación del fundador original, Antoine Alciatore. La cocina créole en todo su esplendor, un servicio impecable y un ambiente único desde 1840. Todos los días, mediodía y noche. Domingos, sólo mediodía. Sí o sí hay que reservar.
Mother’s. 401 Poydras St. Un clásico local para probar la gumbo, los po-boys, jambalaya, crawfish etouffee, frijoles rojos y arroz. Precios razonables. Todos los días de 7 a 22. Siempre hay cola.
Central Grocery. 923 Decatur St. Es el lugar para probar la auténtica muffuletta siciliana. También se puede comprar para llevar. Todos los días de 9 a 17. Lunes cerrado.
Deanie’s. 841 Iberville St. Un favorito local, de ambiente informal y especialidades con mariscos como las ostras con limón, ajo, manteca y especias. Conviene compartir el plato de mar para dos, que trae un popurrí de lo mejor. Mediodía y noche.
Café Beignet. 334-B Royal St. Uno de los lugares emblemáticos para probar las beignets. La porción trae tres unidades. Es autoservicio. Todos los días de 9 a 17.
Café Du Monde. 800 Decatur St. Abierto las 24 horas, sirve un café oscuro asado y con achicoria para acompañar el despacho permanente de sus famosasbeignets.
Three Muses. 536 Frenchmen Street. El mejor restaurante de Frenchmen Street, para comer antes de recorrer los clubes. Buenas tapas y ambiente cálido con música en vivo. Pruebe el tempura de langostinos, el falafel, el tartare de atún, las brusquetas de berenjenas y los tacos de pescado con chile coreano. Sólo a la noche. Es mejor reservar.
Ignatius. 3121 Magazine Street. En Garden District, buenas ensaladas, sandwiches y platos típicos de la cocina créole. Todos los días, de 11 a 23.
Basin. 3222 Magazine Street. Especialidad en mariscos y pescados. Riquísimas ostras, ceviche de pulpo y beignets de crawfish. Todos los días de 11.30 a 22.
Booty’s. 800 Louisa Street. Bistró moderno en la zona de Bywater. Platos multiétnicos como curries, arroz con frijoles, pollo asiático y sandwich estilo cubano. El trago de la casa se llama Bywater Bomber. Lleva un ron local, naranja, lima y agua de rosas.
PASEOS Y EXCURSIONES
Steamboat Natchez. Paseo en el último barco a vapor del río Mississippi. Los tickets se sacan en la web o en el faro del puerto.
Preservation Hall. 726 San Pedro St. Shows a las 20, 21 y 22. Dura aproximadamente 45 minutos. No se puede sacar fotos.
Culinary History Tour. Tours gourmet con degustación de platos típicos en el French Quarter. Son tres horas de recorrido, de 15 a 18, con paradas para probar platos en Antoine’s y Tujague’s, dos hitos gourmet. Buen pantallazo para comprender las diferencias entres las cocinas créole y cajun y el origen multicultural de los platos.
Voodoo Tour. Visita al St. Louis Cemetery #1, establecido en 1789. Ritos funerarios e historias de personas que fueron enterradas en este cementerio donde las tumbas son mausoleos (herencia española). Se destacan la de la reina vudú Marie Laveau y la del actor Nicholas Cage, que la construyó en vida para ser enterrado allí.
Frenchmen Street. Se encuentra justo río abajo del French Quarter. La sección más popular es una franja de tres cuadras en el barrio Faubourg Marigny, donde se suceden los clubes de jazz: The Spotted Cat, DBA, La Maison y Snug Harbor. Lista completa de la programación. De jueves a domingo funciona el Frenchmen Market, una feria de artesanos al aire libre.
Free Wheelin Bike Tours. 325 Burgundy St. Empresa pionera en ofrecer tours guiados en bicicleta por el French Quarter y zonas menos turísticas de los alrededores. El recorrido dura tres horas e incluye paradas en Bywater, City Park, Tremé y la avenida Esplanade.
The National WWII Museum. 945 Magazine St. El Museo Nacional de la Segunda Guerra Mundial es una impresionante exhibición interactiva de la guerra contada desde la mirada norteamericana. Incluye una proyección en 4-D comentada por Tom Hanks. Todos los días de 9 a 17. Es grande y lleva unas tres horas recorrerlo.
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