
Morro de San Pablo
Por María Luz Alvino
Muchas personas me hablaban de este lugar como si fuese una especie de paraíso. Pero realmente cuando llegué allí me di cuenta de que para comprenderlo debía verlo con mis propios ojos.
Desde Salvador de Bahía se llega a la isla de Thinaré, tomando una lancha que en dos horas te deja en un amarradero colorido y bullicioso.
En el portaló, en medio de las ruinas de la antigua fortaleza que protegía de los frecuentes asaltos de los corsarios, tuve la sensación de estar en las puertas de un paraíso terrenal. Erguida como una mujer elegante, blanca y sencilla está la iglesia del Morro; a unos pasos vive una anciana que cocina la mejor moqueca del lugar.
Llegar a las posadas es dificultoso, debido a que el camino es en pendiente y se deben sortear varias elevaciones. Con el agregado de lo pesadas que son las valijas femeninas. Pero allí están ellos, los salvadores, lugareños con sus carretillas de distintos colores que descansan el descanso. El mío fue un hombrecito pequeño, pero muy simpático.
El único calzado posible: las ojotas, ya que todo es arena. ¡Qué comodidad! Las calles son más bien callejones arenosos y, como es de imaginar, no hay autos, con todo el alivio que eso implica.
Inmediatamente se siente ese aire placentero del verano. Todo es color, todo está iluminado por el sol de día, aquí y allá. Sin embargo, a la noche, todo cambia; las lucecitas de los restaurantes y bares están encendidas como bichitos de luz, acompañadas por el sonido de los cantantes bahianos que pululan, poniendo la magia necesaria para que la noche sea perfecta. Luego llega el turno de las fiestas en la playa, bien pegaditos al mar, entre caipirinhas.
Sucede algo insólito: el paisaje es absolutamente distinto según la hora y los caprichos de la naturaleza. De golpe, el mar se mece a los pies de las posadas. De repente, la bajamar transforma el paisaje en tierras fangosas, con piedras y piletas naturales donde es posible observar los peces.
Imperdible, hacer un paseo en kayak. Debuté remando y me encantó. De esa manera se llegaba a unos corales, donde se dejan los remos, para darle paso al snorkel.
¿Qué decir de los atardeceres en la Toca? Inolvidables. Todos tirados en colchonetas, con música para la ocasión.
Dejé para el final la visita a Gamboa, donde se puede llegar caminando o en lancha. Generosas playas y arcilla de distintos colores, cada una con sus propiedades, que permiten embadurnarte de manera lúdica, divertirte y quizá rejuvenecer.
Es, en resumen, un edén con contrastes rústicos y sofisticados, donde hasta se puede hacer "luaus": baños bajo la luz de la luna.
Volví hace poco tratando de atrapar la memoria con fotos tomadas desde el faro, pero cuando cierro los ojos todavía siento el rumor del mar.
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