Las cuatro ciudades imperiales de Marruecos
Sin regateo, una vuelta por Rabat, Fez, Marrakech y Meknes en busca de las tradiciones, la arquitectura y los sabores de una tierra poblada de encantos e historias fantásticas
El vendedor acaricia su bigote y lanza una nueva oferta, que seguramente no será la última. El comprador busca billetes en su bolsillo pero no parece aún muy convencido. Ambos llevan allí más de quince minutos; uno intentando vender una alfombra en el mayor precio posible y otro tratando de bajar el costo sin remordimientos. En Marruecos el regateo es el alma de toda venta, un arte en el que los valores se desgarran poco a poco en ofertas y contraofertas sucesivas. Es caro, dice el comprador. Es barato, algo especial sólo para usted, suele mentir el vendedor, que casi siempre inicia la discusión con un precio hasta diez o quince veces superior al justo. Y entre cientos de tires y aflojes, ambas partes comparten un vaso de té de menta -caliente y extremadamente dulce en una atmósfera de envolvente confidencia mercantil.
Marruecos se encuentra en el extremo noroccidental del continente africano. Su geografía está labrada por enormes contrastes en los que conviven mares azules, montañas nevadas y colosales desiertos. En la región meridional, sus costas irregulares se bañan con las aguas del Mar Mediterráneo y el océano Atlántico. En el Sur, lo invaden las arenas del Sahara en las que vagan las caravanas de hombres de rostros tallados por el sol que montan camellos y beben té en tiendas.
Y en el centro, lo atraviesan las cadenas montañosas de los Atlas cuya máxima altura es el pico Toubkal, 4165 metros sobre el nivel del mar. Esta vasta diversidad de paisajes se suma al cautivante mosaico cultural de un país en el que conviven las raíces islámicas y africanas, el idioma francés heredado de los tiempos coloniales, las lenguas bereberes de los pueblos nómades de los desiertos saharianos y cientos de viejas costumbres que inevitablemente resultan mágicas a los ojos del viajero.
Casablanca y Rabat
Al igual que en todos los países donde se practica el islamismo, en Marruecos la religión está estrechamente ligada a la vida cotidiana. Las mezquitas son postales omnipresentes en cada ciudad, en cada pueblo y cada aldea. Desde los alto de sus minaretes, los almuecines llaman a los fieles al rezo, tal como lo indica la tradición islámica. Lo hacen cinco veces por día, la primera en la madrugada y la última en el crepúsculo nocturno. Mirando en dirección a La Meca, donde sea que estén en el momento del llamado al rezo, los musulmanes se postran en el suelo y elevan sus plegarias a Ala, el único Señor de todas las cosas.
Considerada la más importante de las ciudades marroquíes, Casablanca es un excelente punto de partida para recorrer el país. Modernidad y tradición se combinan allí como un extraño mosaico en el que altos edificios y amplias avenidas arboladas coexisten con las calles tortuosas, casi laberínticas, entrelazadas tras las murallas de la vieja medina.
De entre los muchos sitios emblemáticos de la ciudad, el más destacado e imponente es la magnífica mezquita Hassan II, el mayor símbolo sacro de todo Marruecos y, sin dudas, uno de los templos religiosos más conmovedores del planeta. Diseñada por el arquitecto francés Michel Pinseau, está ubicada en un promontorio que mira hacia el Océano Atlántico y en su construcción se invirtieron más de quince años de trabajo y casi 800 millones de dólares. Su nombre recuerda al rey Hassan II, gestor de este imponente edificio que puede albergar a 25.000 fieles y cuyo impresionante minarete supera los 200 metros de altura. Desde él suele proyectarse por las noches un láser cuya luz marca el camino hacia La Meca.
No lejos de la mezquita Hassan II se encuentra la vieja medina de Casablanca, desparramada en forma anárquica tras unas murallas con varias puertas de entrada, entre ellas el célebre portal de Bab El Jajid que lleva al corazón del antiguo barrio. Con algo de plata en el bolsillo y el espíritu dispuesto para largas negociaciones, la medina es ideal para sumergirse en un mar de compras, ventas y regateos, en el que nada es lo que parece y en el que el ingenio de un buen acuerdo puede abrir la puerta a algo maravilloso.
Siguiendo la amplia calle que parte desde la puerta de Bab El Jajid se suceden decenas de pequeños negocios atestados de mercadería en los que es posible comprar de todo, desde collares trabajados en plata y cajas taraceadas en nácar hasta magníficos tapices de cuero o tapetes de colores muy llamativos a los que se conoce popularmente como kilims y que se caracterizan por sus diseños geométricos.
A sólo ochenta kilómetros de Casablanca se encuentra Rabat, la capital de Marruecos. En las orillas del Atlántico, tiene casi dos millones de habitantes y es una de las cuatro ciudades imperiales marroquíes junto con Marrakech, Fez y Meknes. El calificativo de imperial de estas ciudades alude a que las cuatro fueron en algún momento capital de Marruecos, hecho que las convierte en sitios de especial veneración. La designación de capital de Rabat data de comienzos del siglo XX, época en la que el país se había convertido en protectorado francés tras el Tratado de Fez de 1912. Tras declararse la independencia de Marruecos en 1956, Rabat mantuvo su status político y siguió siendo la capital del país.
En las noches de luna creciente
La postal más reconocida de Rabat es la Torre Hassan, el minarete de la mezquita del mismo nombre construido hace casi diez siglos por el sultán almohade Yaqub al-Mansur. En las cercanías de la torre, de una altura de 44 metros, se encuentra el mausoleo de Mohammed V, primer rey de Marruecos tras aquella declaración de independencia de 1956. Una guardia permanente de soldados reales custodia los restos del monarca cuyo fantasma, según una leyenda, se sigue paseando en las noches de luna creciente por los jardines que rodean a su tumba. Lo hace montando un caballo, en silencio y con la vista fija en La Meca.
Más allá de la Torre Hassan y estas fantásticas historias de fantasmas, Rabat es el mejor lugar para disfrutar de la excelente gastronomía marroquí. Su vieja medina, cercada prácticamente en su totalidad por más de cinco kilómetros de murallas de tonos rojizos, cuenta con decenas de pequeños locales en los que es posible saborear platos tradicionales como el cuscus, el tajine o la harira, siempre acompañados por un té. Apenas unos pocos dirhams, la golpeada moneda local, son suficientes no sólo para saciar bien el estómago sino muy especialmente para disfrutar de la mejor comida local en un ámbito de absoluta cotidianeidad.
La plaza del sinsentido
Marrakech es la más hermosa y también famosa de las ciudades imperiales, además del lugar más visitado en Marruecos. Fundada en 1062 por los almorávides, fue la capital del imperio islamita durante el siglo XI, época en la que se construyeron enormes jardines y palacios, así como también monumentales mezquitas de las que hoy ya no quedan ni siquiera restos, a excepción del pequeño templo de Koubba Ba'adiyin en el que los fieles llevaban a cabo sus abluciones antes de rezar.
Muy cerca del templo de Koubba Ba'adiyin se encuentra la enorme plaza de Djema el Fna, un universo de caótica irracionalidad en el que conviven malabaristas, encantadores de serpientes, acróbatas, contorsionistas de huesos vencidos, aguateros, vendedores de dentaduras usadas, adivinos de tatuajes policromáticos y narradores de historias.
Vagando entre pródigas sinrazones, la lógica se rinde allí sin luchas, se inclina siempre maravillada. En un rincón, un joven de túnica roja recita un cuento, acentúa las oraciones y guarda silencios como un gran narrador, mientras la gente lo escucha embelesada. En otro, un par de niños danzan vestidos de blanco mientras agitan dos viejas cimitarras, aquellos sables curvos que caracterizaban a los tradicionales guerreros musulmanes. Algo más allá, un sujeto obeso y barbado hace sonar su flauta encantadora para que una cobra asome su cabeza por una cesta de mimbre. En enérgica sucesión, las imágenes de Djema el Fna parecen arrancadas de un capítulo de Las mil y una noches, de un relato fantástico en el que un príncipe vuela en su alfombra mágica mientras piensa en los tres deseos que le pedirá al Genio, una vez abierta la lámpara.
El exótico espectáculo de Djema el Fna suele durar hasta las horas del crepúsculo vespertino. Con la noche oscura, el increíble circo se va esfumando, los ecos de los últimos cuentos se apagan, las serpientes vuelven a sus canastos de mimbre y la plaza intenta recobrar la cordura mientras se llena de puestos ambulantes que venden pollos mal cocidos, papas ahogadas en frituras amenazantes y ensaladas de verduras saturadas en aceite. Uno de eso, uno de lo otro, pide la gente desafiando al hígado. Y entonces es fácil imaginar que esa misma noche, al llegar la hora de dormir, muchos no podrán conciliar el sueño por los dolores de estómago.
Fez y Meknes
Fez es la más antigua de las cuatro ciudades imperiales, ya que fue fundada en el 789, pocos años después que los árabes iniciaran su expansión por el norte de África, tras la muerte de Mahoma. Sus calles angostas, de arcadas laberínticas que desaparecen bajo las hortalizas de los mercados ambulantes, el martilleo taladrante de las herrerías y los bazares atestados de cacharros de bronce repujado logran confundir de alguna forma al tiempo, saltan dimensiones conocidas y ahogan al visitante en una postal anciana.
Ese clima de relato ancestral se hace más palpable es la impactante Fez el-Bali, la mayor medina del mundo islámico que naciera en el siglo VIII, germen de la propia ciudad de Fez. Allí, las carnicerías exponen en las calles sus grandes trozos de camello, de vaca o de cordero desollado, colgadas de los garfios y rodeadas siempre por ejércitos de moscas. Y allí también se encuentra la famosa curtiembre de Chouwara, donde se curten, tiñen y secan las pieles tal como hace mil años. El olor nauseabundo de las pieles colgando al aire libre suele apoderarse de toda la zona que rodea a la curtiembre, en especial en los días del verano. Para proteger el olfato, lo mejor es conseguirse una ramita de hierbabuena y tenerla cerca de la nariz. En la medina hay gente que la ofrece por apenas un dirham.
Meknes, la menos célebre de las imperiales, fue capital de Marruecos por un corto período de 55 años, después que el sultán Moulay Ismail la convirtiera en la principal ciudad del reino en 1672. Hoy su esplendor aguarda tras las viejas murallas de la antigua medina, que en su época de oro llegaron a tener un largo de cuarenta kilómetros. Un terrible terremoto, en 1755, terminó con muchas de las maravillas arquitectónicas de los tiempos de Moulay Ismail y hundió a la ciudad en un período oscuro. Hasta que el gobierno marroquí decidió reconstruir la gloria perdida, esa misma que hoy se delata muy especialmente en el Mechouar, la plaza de armas donde Moulay Ismail revistaba a sus famosos regimientos negros.
Conocida como la Ciudad de los Cien Alminares por su enorme cantidad de mezquitas, Meknes es uno de los sitios de Marruecos en los que el islamismo se vivencia con mayor fuerza. Como en ninguna otra ciudad del país, las voces de los almuecines se vuelven un rumor inabarcable en las horas de plegarias. Sobrecogedor, el llamado al rezo desde los minaretes se escucha como un prolongado lamento, que estremece el cuerpo y el alma. Y una vez llegado el silencio, una vez acalladas las oraciones del almuecín, el sonido sigue retumbando en la memoria. Para el viajero, es un eco que ya nunca olvidará.
Datos útiles
Cómo llegar
Si bien no existen vuelos directos desde Argentina a Marruecos, es posible llegar a Casablanca desde Ezeiza con Iberia, haciendo una única escala en Madrid. El valor para el viaje de ida y vuelta en clase económica ronda los 1450 dólares.
Clima
Típicamente mediterráneo, con temperaturas que rondan los 25 grados en verano y los 10 en invierno, en la mayoría de su territorio. En el Sahara las temperaturas máximas alcanzan los 40 grados con gran variación entre la noche y el día.
Moneda
El dirham y sus billetes de 20, 50, 100 y 200 poseen la efigie de los reyes Mohamed VI y Hassan II. En las casas de cambio, el euro se cotiza a 12 dirhams y el dólar a 9.
Idioma
El árabe y el francés son las lenguas oficiales, aunque el español es muy utilizado en el norte del país, especialmente sobre la costa mediterránea. Una parte importante de la población habla también dialectos bereberes.
Consejos
Los taxis son una de las formas más recomendables de viajar por las ciudades. Son muy económicos y suelen llevar tres pasajeros. Para trasladarse entre ciudades próximas, los grandes taxis resultan muy ventajosos, aunque se debe compartir el viaje con seis pasajeros. Siempre es aconsejable fijar de antemano el precio.
Dónde hospedarse
En Casablanca, el Barceló es una de las mejores opciones. Está ubicado en el 139 del Boulevard d´Anfa, en pleno centro, unas cuadras de la zona comercial. Dobles a partir de 90 euros.
En Marrakech, una buena opción económica es el Ryad Mogador. En el Boulevard Janvier, frente a las murallas de la vieja ciudad. Dobles por sólo 33 euros.
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