La Señora Claus al rescate: una historia de Navidad para reírnos de nosotras mismas
"Papá Noel está descalzo". No sé cuál de los melli lo dice, o quizá lo dicen los dos, y con eso comprendo que no previmos el calzado y entiendo por qué Papá Noel tuvo la bolsa apoyada en los pies durante toda su fugaz aparición: nos olvidamos de las botas. El traje lo compramos en una tiendita del Once, incluía barba y anteojos, pero, obviamente, no traía calzado, cualquier cosa hubiera encarecido demasiado ese disfraz destinado a diez minutos de uso. Es importante no dar tiempo a que alguien repare en los detalles, la cicatriz en la ceja izquierda, el lunar en la nariz: Papá Noel debe ser veloz. Y lo consigue, y todo marcha bien, hasta que mis hijos notan que va descalzo. Comprendo que no hubo otra opción, Martín se cambió en el coche, en la vereda, para que no lo descubriese ninguno de los chicos de la casa, y al darse cuenta de que no tenía botas, salió así y menos mal: si los melli observaron eso, claramente habrían reconocido al padre al ver sus panchas de lona negra con palmeritas verdes.
Ahora, además de descalzo, Papá Noel está paralizado, el comentario de los chicos lo congeló, parece un ladrón atrapado en plena huida, la bolsa al hombro, el pie derecho suspendido en el aire, no le veo la cara, pero le imagino la desesperación. De los demás presentes, nadie dice nada, y tengo la sensación de que los otros padres de niños nos miran con furia asesina: "Sáquennos a todos de este brete ya", por lo que decido intervenir.
"Es que en el Polo Norte hace mucho frío y las botas son muy, muy abrigadas, con este calor se las tuvo que sacar".
Tras lo que Martín improvisa un último "jo jo jo", retoma la carrera y se esfuma antes de que nadie pueda indagar nada más.
Bravo, mi amor.
Todo está bien. Ya nadie hace preguntas. Grandes y chicos abrimos los regalos y todo es onomatopeyas de emoción. Como si habitáramos una postal navideña, reina la paz.
Hasta que lo escuchamos.
Un revuelo tal que lo primero que imagino es que algún vecino se sacó un ojo con el corcho de una sidra. Instintivamente, todos corremos hacia las ventanas. Y lo vemos. Una horda de nenitos se aferra a Martín Papá Noel por todas partes, lo sujeta con fuerza como si fuera a devorarlo, los que quedan más lejos extienden sus manos hacia él al grito de "¡a mí, a mí!". Con la nariz contra la ventana, no me doy cuenta de que la puerta de mi casa se abrió y nuestros propios chicos, mis sobrinos y los melli, se suman al despliegue de espíritu navideño que está por devorar a Martín. Y entonces sé que es mi turno. Miro a mi madre y le encomiendo a mis hijos hasta que la multitud se disperse y podamos regresar. Me envuelvo con el mantel rojo reservado para la mesa dulce que aún no armamos y con una guirnalda dorada improviso una vincha que me tapa un poco la cara; me pongo los lentes de mi cuñado y al fin le pido a mi padre las llaves de su coche, con las que, mientras yo también salgo a la calle, destrabo las puertas a la distancia.
Tranquilo, amor mío, resistí un momento: la señora Claus ya entró en acción.
Inspirado en la historia real de Elizabeth Casa.
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