Jorge Drexler habla del amor como estrategia de supervivencia, del misterio de la pareja y de la era de la creación colectiva
El cantante uruguayo Jorge Drexler vino a la Argentina a presentar su último disco, Tinta y tiempo; en una conversación íntima recorrió experiencias personales y desarrolló ideas profundas, que nos llegaron como una serena melodía y que compartimos en esta nota
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Charlar con Jorge Drexler es como sentarse un día cualquiera a escuchar alguna de sus canciones; es una invitación a entrar en una melodía serena, profunda, donde cada palabra cala hondo, donde cada letra condensa una serie de ideas, de experiencias personales, de verdades cantadas, de cosas que probablemente le pasaron a él mismo, pero que cada una de nosotras seguramente también vivió en carne propia. Vino a nuestro país a presentar su último álbum –Tinta y tiempo–, escrito durante la pandemia y en el que fluye –como cierto hilo conductor invisible– el amor, en todas sus formas. Desde el amor como origen de nuestra especie humana hasta el amor de pareja, pasando por el sexo, el amor de madre, el amor por los hijos, el amor por el arte.
Elegimos una casona de principios de siglo en Belgrano para la producción de fotos, ahí nos encontramos con él justo el día previo a comenzar el primero de los seis conciertos que dio para reencontrarse con su público argentino en el teatro Gran Rex después de más de dos años. Se lo veía contento, emocionado y agradecido (seis shows al hilo era más de lo que imaginaba); se le notaba en la cara y en las ganas. Se lo veía a gusto, porque para él, Buenos Aires –además de Montevideo y Madrid– lo hace sentirse en casa.
Y ahí decidió que se detuviera un poco el tiempo: mientras se maquillaba, no se privó de mostrarnos fotos de sus hijos, Pablo, Luca y Lea, desde su celular, e incluso rescató un bello retrato antiguo de su madre, Lucero, para compartirnos. Luego eligió parsimoniosamente su outfit en el camarín. Y aunque los minutos pasaban y algunos hacían el intento de marcarle el ritmo, estaba dispuesto a que nada interrumpiera su mágico y escurridizo presente.
- “Tinta y tiempo”, que le da el nombre al disco que viniste a presentar, habla un poco de la fragilidad de las verdades, eso que no queda grabado en granito...
- Me gusta mucho lo de la fragilidad de las verdades, pero no me daba cuenta de que estaba en esa canción. “Lo que dejo por escrito no está tallado en granito, apenas suelto en el viento presentimientos”, dice la canción. Lo que pasa es que el granito es muy pesado. Primero, muy pretencioso, y segundo, es muy difícil escribir pensando que va a quedar en la posteridad. Es una carga espantosa. Aunque después algunas canciones queden más que otras y probablemente duren más de lo que dure uno en este planeta. Pero la liviandad es un don, me parece a mí. “Música ligera”, a veces lo dicen despectivamente. Una vez una cantante de ópera me dijo: “¿Y tú te dedicas a la música ligera?”, y yo me acordé de Soda Stereo y le dije: “Sí, con mucho orgullo”.
- ¿Te quedan certezas hoy a pesar de esa liviandad?
- Evidentemente no podés estar en el mundo sin un mínimo de certezas. Trato de tener el mínimo indispensable para desplazarme por la vida y para poder hacer las cosas que hago. Pero me gusta mucho la duda como herramienta de conocimiento. Conocer a través de la duda; elijo dudar. Pero no la duda inmovilizante. Van a ver que las respuestas que doy tienen como una apertura dialéctica. “Es esto, pero no lo es también”. La duda puede ser terrible si vivís en la duda. Por eso creo en ese mínimo de certezas como para que no te inmovilice la duda y te permita investigar.
- También esta visita te permite el reencuentro con el público. ¿Sentís un poco esta idea de que terminás de cerrar un disco cuando hay alguien del otro lado?
- Sí, exactamente. De hecho, no era consciente de que era tan así hasta la pandemia. Me pasó que podía escribir mucho, pero no podía terminar las canciones. Era como que escribía y la canción quedaba siempre en el 80% y el último 20% no llegaba. Estaba solo y pensaba: “Tengo todo el tiempo del mundo, tengo una computadora, mi guitarra, un micrófono, un estudio de grabación, ¿qué más necesito?”. Y lo que necesito es la presencia de la otra persona. Hay un libro que me gusta mucho de Declan Donnellan, un director de teatro, que se llama El actor y la diana. Y habla de dirigir lo que uno hace, de tener una diana en lo que uno hace, de no soltar algo sin que vaya en una dirección. Y sentí que perdí la diana, perdí la dirección. Cuando lo cuento, la gente me pregunta: “¿Necesitabas que te calificaran las canciones? ¿Que te dijeran si eran buenas o malas?”. Y no era exactamente eso. Es cierto que uno tiene un poco de vanidad –o mucha– y quiere que le gusten las canciones a quien se las muestra. Pero más que el hecho de que te dé una opinión o no diga nada, es simplemente estar situado frente a un ser humano e intentar hacer inteligible lo que estás soltando. Y las canciones son un género muy corto, si en tres minutos no te entendieron, perdiste una oportunidad. Eso es lo que faltaba comunicar. Me di cuenta de que escribir canciones no era solo un acto de expresión –que también me encanta–, sino también un acto de comunicación. No lo tenía tan presente.
- Y en el proceso creativo, ¿cómo sos?, ¿cos caótico?, ¿tenés papelitos, un cuaderno? ¿Cómo ordenás las ideas?
- Lo he probado todo, ¡y no funciona nada! Escribir borracho, escribir sobrio, escribir mal dormido, escribir después de haber dormido, después de meditar, escribir completamente desahuciado, triste, loco de alegría, y ninguna de esas cosas es una garantía de que vaya a salir nada en las canciones. Yo no tengo un sistema fijo. Lo único que no puedo hacer es escribir cuando estoy de gira, porque estoy muy entregado al devenir del concierto, me cuesta mucho encerrarme en una habitación de hotel y perderme lo que tiene la ciudad para enseñarme o mostrar. Por ejemplo, aquí en Buenos Aires me cuesta mucho trabajo no ir a ver amigos, no ir a comer a algún lado, no ir a ver una obra de teatro, no ir a dar un paseo, a tomar un café o una cerveza a algún lado. Entonces, si estoy en ese mood, no puedo escribir. A veces escribo en los aviones, son momentos de mucha soledad, aislamiento, y es un no lugar. No hay nadie, nadie te puede interrumpir. Soy muy disperso, y si puedo interrumpirme a mí mismo, lo hago. Me interrumpo mucho.
- Decías que todas las ciudades tienen algo para enseñar. ¿Buenos Aires qué te regala?
- Muchas cosas. No sé si hay otras ciudades que me hayan regalado tanto como Buenos Aires, Madrid y Montevideo, que son las tres centrales. Buenos Aires me ha regalado desde que soy chico, todo el imaginario para un niño uruguayo que venía aquí. De oropeles, teatros, luces, restaurantes, tenemos familia aquí en Buenos Aires de parte de mi padre. Veníamos a visitar y nos parecía una ciudad muy glamorosa. Lo es. Y más tarde, lo que me ha regalado, además de muchísimos amigos –debe ser de las ciudades en las que tengo más amigos–, es que me siento muy en casa.
“¿Sabés cuánto hace que no me preparaba un mate?”, dice Jorge mientras pide un poco de agua fría para humedecer la yerba y no quemarla antes de arrancar el ritual. Estaba ahí, ahí mismo. En ese mate. En ese instante. En un saboreo del momento y sin pensar demasiado en lo que vendría. Después llegó la complicidad lúdica en las fotos; quedaban todavía algunos rayos del sol de la tarde y –aunque quizás ese no había sido el plan original de la producción– Jorge descubrió sus sombras en la pared. Y empezó a jugar con ellas. Hacía algunas “sombras chinas”, inventaba poses y animalitos fantásticos, de esos con los que jugábamos cuando éramos chicos. Él mismo y su sombra. Como si fuera otro, que le propone un juego y él se entrega. Intentaba tocar sus sombras, integrarlas, abrazarlas. Eso son sus canciones, por eso sus nuevos temas son los disparadores para profundizar en sus nuevas revelaciones.
- En este disco, invitaste a muchos artistas a colaborar con vos: C. Tangana, Noga Erez... ¿Qué le aporta a tu propio arte fusionarte con estos sonidos nuevos?
- Lo primero, soy una persona muy dispersa y muy curiosa. Me da mucha curiosidad todo. Todo. Cómo se hace un horno de barro, cuánta levadura lleva un pan, cómo se gana la vida un carpintero, cómo se maneja un avión. Entonces, imaginate si me pasa eso con todo, lo que es en el área de lo que me dedico, el área de la canción. Este año, hace 30 años que saqué el primer disco. Cuando llevás 30 años sacando discos, si tenés un mínimo de conciencia..., ¡estás muy aburrido! Si no querés transformarte en una especie de estatua de vos mismo, es muy sano decir: “¡Uf! Ojalá pueda salir fuera de mi nombre”. Porque además hice un proyecto con mi nombre y mi apellido y cuento mi historia vital. La gente se entera de detalles que nunca cuento en las entrevistas, a través de las canciones. Y de repente aparecen estas colaboraciones con gente de otras estéticas.
Te voy a dar un ejemplo muy concreto: yo nunca había utilizado el sistema de rimas continuas, y ahora lo usé tanto en la canción con Noga Erez como en la que hice con C. Tangana. La canción “Tocarte” dice: “Valiente o gallina, la bolsa o la vida, picar medicina, chupar golosina”. Todas las rimas iguales, seguidas. Eso es una cosa del trap, casi como de un juego infantil. No es un juicio de valor, es una cuestión generacional y cultural. Yo dije: “Esto no lo voy a poder cantar”. Y luego él me dirigió en la cantada de esa canción; es una toma única, la de “Tocarte” –yo siempre regrabo mil veces–, del 20 de junio de 2020, en plena pandemia. Grabamos esa canción de aislamiento, por eso lo de “tocarte, tocarte, tocarte”, porque era algo que no teníamos. Y me di cuenta de que lo podía cantar. Entonces, todo el mundo se abre. ¿Viste cuando te vas a comprar unos zapatos y decís: “Están estos que ya los tengo”, “están estos que son como un paso adelante” y “están estos que son una locura y no me los voy a querer poner”? Si esperás un segundo y te ponés esos últimos y después podés usarlos, hay una persona tuya que aparece de golpe y que de repente se vuelve un signo de identidad tuyo de ahí en adelante. Y notás que cambiaste, que abriste una habitación nueva. Eso me pasa a mí con las canciones. El prisma es el mismo, pero cambiás un poco la incidencia de la luz y ves cosas que no veías antes.
- Eso está en “Cinturón blanco”. Te escuché decir que llegado el cinturón negro en el kung fu, te vuelven a dar el blanco, como símbolo de desaprender lo aprendido.
- Eso es una cosa que me dijo un amigo argentino, Aníbal Corrado, sobre una entrevista de Bruce Lee que decía que conocía una escuela de kung fu que hacía esa freakeada: el blanco a los principiantes, el negro a los expertos y si querías ser maestro, te volvían a dar el blanco. Supongo que como un golpe de humildad, y también como una señal de que la técnica no es todo. Tan importante como aprender una técnica es desaprenderla. El segundo cinturón blanco es olvidarse del piloto automático, en cualquier actividad. El piloto automático es el enemigo de la creatividad, de la vida, del amor. La vida es un equilibrio dinámico, en lo general, en donde te enfrentás a situaciones nuevas todo el tiempo. Somos seres es un equilibrio dinámico, siempre estamos manteniendo lo que se llama en medicina una “homeostasis”, el equilibrio interno. Es un poco acostumbrarte a moverte con esa facilidad, en un mundo que, además, es cada vez más líquido, cada vez menos de granito, como decíamos al principio. Un mundo que ha cambiado mucho, que nos da mucho miedo muchas veces, pero yo estoy encantado con los cambios que está teniendo el mundo últimamente. Me parece que vivimos en un mundo maravilloso donde hay un montón de posibilidades de inclusión de un montón de circunstancias y de personas que quedaban fuera del vector laboral, de los lugares de toma de decisiones de las sociedades. Eso me parece increíble.
- “Cinturón blanco” es una canción de amor también, de reconectarse con el asombro, imagino que en tu pareja de tantos años también es repactar, permitirse que el otro sea nuevo otra vez.
- Eso es un deseo expresado en voz alta. Digamos que alcanza con eso. Esta canción produce dos reacciones diferentes. A las personas que tienen pareja de hace poco tiempo o no tienen pareja, les parece una canción súper optimista. “¡Qué bonito, volver a empezar!”. Y las personas que tienen pareja de larga data ven un punto de melancolía en la canción. Me lo decía mi hermano Daniel, que también es compositor y tiene una pareja de mucho tiempo. Me decía: “Yo lo escucho y me enternece porque es algo que sabés que no pasa del todo”. Es más un anhelo. Pero los anhelos son una cosa muy, muy necesaria. A veces basta con poner el cuerpo en una dirección de querer que eso pase... para que se vuelva a encender una luz que quizá se había apagado.
- Nos gusta mucho esta estrofa de “Corazón impar”: “Te propongo apenas que juntemos soledades, cada naranja tendrá ella sola sus dos mitades”.
- Cada naranja tiene sus dos mitades. Es más una naranja entera que media complementada, pero también está partida en dos. Cada uno es quien es con sus heridas también, o quizá sea quien es por sus heridas. La imperfección y los defectos son los que determinan quiénes somos. Igual que tengo el defecto de venir desde la medicina hacia la música, de sentirme siempre como medio músico, medio impostor. Pero al final eso entró en mis canciones y se volvió un sello de identidad. Este disco empieza: “Corría la era del mesoproterozoico”, entonces meter la palabra “mesoproterozoico” de entrada lo podés hacer si ya tenés un sello de identidad, de que hay cosas de la ciencia que te gustan. Lo que era un defecto se vuelve una característica. Y si tenés suerte, a lo mejor sigue siendo un defecto.
- Hablemos de esa canción, “El amor es el plan maestro”, que trae esto de que el amor es una colaboración entre células. Pero me hizo pensar que, a su vez, no todas las células se juntan aunque quieras. Hasta en una probeta de fertilidad hay células que querés juntar y no se juntan. Siempre hay un milagro en ese amor...
- La reproducción es un milagro, es una locura. Pensá que hay 300 millones de espermatozoides corriendo por una pendiente contra la gravedad y encontrándose con una sola célula, que es como mil veces su tamaño, sabiendo abrir la clave para que entre uno de ellos. Si lo tuvieras que calcular, no habría manera de que saliera eso. La naturaleza, por suerte, lo rodeó de deseo y lo puso ahí, porque si no, el ser humano se hubiese extinguido hace muchísimo tiempo, si lo hubiese puesto en el lugar en el que se pensaba. Es un mundo muy misterioso, maravilloso. El origen de la vida, hace 1600 millones de años: dos células por primera vez deciden juntarse y mezclar sus materiales genéticos y generan un individuo a partir de dos individuos diferentes. Ahí nacen la cooperación, el sexo, el amor, y eso resulta ser una explosión de diversidad biológica. Porque, claro, si mezclás material genético, hay muchas más posibilidades de error y los errores, como estábamos viendo, también son fuente de identidad. Entonces, el error en la mutación es lo que genera una novedad.
La vida a los pocos millones de años está llena de colores, de vida, de pelos, de gritos, de árboles, de plantas, de flores. Todo esto me lo contó mi prima científica, Alejandra Melfo Prada; me dijo que el amor fue inventado por la naturaleza. Fue inventado por esas células heroicas que dieron el primer paso de probar una cosa nueva y fue una buena estrategia desde el punto de vista biológico. Ese gesto entre soltar los hijos al viento e irse o soltarlos y tener un mínimo de apego por eso que ves ahí y es tuyo y cuidarlo, eso determinó una diferencia en la supervivencia. El amor como estrategia evolutiva. El amor como estrategia de supervivencia. ¡Qué bonito es poder decir cosas sobre el tema más manido de la literatura! Decir cosas nuevas e intentar encontrar un ángulo diferente que no sea el amor romántico, que es el que siempre abordamos. Que está muy bien también.
- Y personalmente, ¿cuáles son para vos las formas del amor con las que más resonás hoy?
- Una vez que lo definís como una estrategia biológica, hay muy pocas cosas a las que no puedas llamar amor. Es una energía motriz, es una fuerza de vida, es el eros de Freud, la pulsión de vida en plena pandemia. El instinto, las ganas de seguir adelante, las ganas de investigar, de vivir. Somos la única especie que es consciente de su finitud. Un perro no sabe que se va a morir, nosotros sí. Eso es muy difícil de superar. Primero tenés que aprender a olvidarte de eso, un poco, y dejarlo de costado. Y después, a pesar de esa consciencia que puede ser aplastante, tener una pulsión de seguir adelante. Eso para mí es la forma de amor, de amor a la vida y que se transforma en amor a vos mismo, y el amor a vos mismo puedo transformarse en amor al otro. Es muy difícil querer a otro sin quererte a vos mismo. Pero esa pulsión, esa curiosidad de decir: “¡Voy a ver un capítulo más!”, “¡voy a leer un párrafo más!”, “¡voy a tomar una cervecita más!”. Esas son cosas que uno no necesita necesariamente en la vida, luego se arrepiente de la última cerveza, pero ese impulso de “voy a salir; estoy cansado, pero voy a salir a tomar algo”... Hasta te metés en problemas a veces porque eso eterniza situaciones y la curiosidad te hace perder mucho tiempo y mucha energía, pero a mí me mantiene vivo. Las ganas de aprender, sobre todo, el mirar el mundo con ojos de principiante.
- Esa postal sonora, esa canción de cuna que trajiste de tu madre, “Duermevela”, que cantaste con tus hijos, Pablo, Luca y Lea..., ¿cómo nació?
- Mi madre se llamaba Lucero, que es un nombre increíblemente bonito. Y el lucero es la estrella de la transición, es la estrella del alba y la primera estrella de la noche también. Tiene un rol muy importante en las transiciones, es una estrella de pasaje. Entonces, “Duermevela” es una palabra de transición, es un estado que, además, no existe como palabra ni en inglés ni en portugués, la tuvimos que traducir y no había manera. Es ese estado medio despierto, medio dormido, donde todavía hay como una ensoñación pero estás despierto, sos consciente de que estás soñando. Es un estado muy breve. Yo lo asocié desde que era chico, es bastante entendible, con la primera entrega al sueño con confianza, que es en brazos de tu madre. Supongo que será de la lactancia y de recuerdos intrauterinos de dormir tranquilo, seguro, de dormir como duerme un bebé, que nunca más volvés a dormir así. Dormir completamente entregado y confiado porque el mundo te rodea y te protege, y esa sensación a mí me acompañó mucho. No me di cuenta de que era una canción de cuna hasta que la canté en vivo. La canté solo dos veces en vivo, la primera hace una semana.
Yo la asocio con esos estados más sencillos, más infantiles. Y también es una canción de despedida a mi madre. La empecé a escribir hace unos años, cuando ella todavía vivía. Pero mi hijo mayor me dijo: “¿No tenías una canción para la abuela?”. Sí, le digo, pero está sin terminar. Entonces la terminé y le dije: “Producila vos”. La produce mi hijo Pablo y la cantan mis dos hijos más chicos, Luca y Lea, de 13 y 10 años. Es como un círculo que se cierra. Es un círculo hacia abajo, hacia atrás y hacia adelante. También es otro círculo porque menciona al Cabo Santa María, de La Paloma. “Al faro de La Paloma” es la última frase del último disco que hice y está en la primera frase del primer disco que hice en el año 92, hace 30 años. Son como círculos que se van cerrando, esos chistes me gustan.
- Nuestro título de tapa de esta edición sale de una canción tuya: “Amar es cosa de valientes”. ¿Por qué sentís que se necesita valentía para amar?
- Porque amar es navegar el caos. Y no solo el propio, el caos ajeno. En cambio, para odiar tenés que simplificar, es más sencillo. Tenés que formar una imagen idealizada negativa de la otra persona, fija, plana. Es muy difícil odiar de verdad a alguien que conocés mucho. Que conocés de verdad. Porque en cuanto empezás a conocer, empezás a entender los motivos de esa persona y empezás a entender por qué hace esas cosas, causas, efectos. Entonces, exponerse a conocer a otra persona es exponerse a sus altibajos, a sus vaivenes, a sus imparidades, como dice “Corazón impar”, a sus soledades. Me parece muy complicado. Me parece que hay que hacer un esfuerzo de paciencia y de valor. Más en este momento que salimos de una pandemia y nos metemos en una guerra en Europa. De golpe hay situaciones de enemistad irreconciliables, de una simplificación enorme del enemigo, porque si lo entendés como profundo, vos no podés ir a matar a nadie, en realidad, no podés enfrentarte con nadie a quien veas en su complejidad. Tenés que simplificarlo, esto es muy fácil, “son todos así y asá”. La identidad es infinitamente densa. Cuanto más te acercás a una persona, es más compleja. Es como si te acercaras con un microscopio: hay más cosas pasando. A eso hay que animarse, a meterse en la complejidad de la otra persona.
- Y abrirse a la vulnerabilidad de uno mismo también es para valientes...
- Eso es otro acto de valentía. Decir que hay que abrirse a la vulnerabilidad de uno mismo es mostrarse desnudo. Sacarse la ropa de manera metafórica y si es en una pareja, de manera real, hay que exponerse. Es como subir a un escenario: si lo pensás mucho, no lo hacés ni loco en tu vida. Y sí, tomarse el tiempo, aprender que el otro es diferente y aprender a entender que en esa diferencia está la riqueza de las relaciones. Yo vengo de una casa de dos orígenes muy diferentes y aprendí a lidiar con eso desde muy chiquito. Mi padre, judío alemán, nacido en Berlín en el 35. Mi madre, criolla, Prada Da Silveira, descendiente de asturianos y portugueses. Se casa con mi padre, se convierte al judaísmo para poder casarse, integran las dos familias. A mí me ponen los dos nombres de mis dos abuelos, cosa que en el judaísmo no se puede hacer. Pero lo hacen trasgrediendo la normativa para ver si consiguen integrar a dos familias que eran muy diferentes. Entonces, yo me crié en una familia en la que mi abuelo judío se vestía de Papá Noel. Mi abuelo laico iba a la sinagoga a saludarlo. Nos criamos en unos entornos muy privilegiados para entender que las diferencias son de barniz. Cuando escarbás, te das cuenta de que esos miedos de salir de tu colectividad, de salir de tu mundito, son insustanciales y se disuelven como el azúcar en un té. Yo de a poco voy intentando romper esos miedos, porque los seguís teniendo. Miedos que a veces son prejuicios. Pero cada vez que en mi vida había algo que me chocaba, me detuve e intenté ponerme en el otro lugar, ese miedo se disolvió y gané un espacio de libertad.
Producción de Virginia Gandola y María Salinas
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