¿Hiciste el proceso del águila?
Eso me preguntó una vieja amiga con quien nos reencontrábamos después de muchos meses de no vernos. Solo me dijo eso. Estábamos en un tumulto de gente, en medio de un evento, y no pudo terminar de explicarme. Sin embargo, inmediatamente recordé la historia que me habían contado hacía más de 10 años. Resulta que yo soy de Escorpio, y nuestro animal de poder es ni más ni menos que un escorpión. No hay manera de tener buen marketing con ese logo, y no colabora tampoco la fábula del sapo salvador. ¿La conocen?
Había una vez un escorpión que se estaba ahogando en un río, y un sapo lo ve y se acerca a salvarlo, pero antes de actuar se detiene: "Si yo te llevo al otro lado de la orilla, ¿prometés no picarme?". "¿¡Cómo te voy a picar si me vas a salvar la vida!?, te lo prometo". Así comienza a llevarlo sobre su lomo, pero, antes de llegar a tierra firme, el escorpión saca su aguijón y lo pica. El sapo, completamente sorprendido por la traición, le dice, agonizante: "Pero me prometiste...". Entonces, el escorpión le responde: "Es que es mi naturaleza".
El cuentito no estaría ayudando a nuestro perfil, aunque es una linda metáfora de los roles que cumple cada uno y de cómo nuestros patrones nos atormentan más allá de la voluntad. Sin embargo, no nos deja bien parados, así que estamos acostumbrados a que, cuando decimos el signo, nuestro interlocutor diga: "Uhhh", o quedemos en un incómodo silencio. Es cierto, nos acompaña una promesa de que somos pasionales (pero es una intensidad que hay que saber manejar, no solo en la cama) y, también, que aquel que pasa por nuestra vida ya no vuelve a ser el mismo (pero ¡el temita es que no todos quieren cambiar!). Por eso, hay una fábula secreta, que una astróloga me develó aquella vez y me reconfortó en mi identidad zodiacal: "Hay estadios de evolución de Escorpio; en su aspecto más burdo es un escorpión, pero aquellos que tienen un trabajo interior son simbolizados como águilas". Ese animal de poder me gustaba más. Me acompañó durante toda mi adolescencia, porque mi mamá trabajaba en una empresa de seguros que ya no existe, que se llamaba Eagle Star. Entonces, mi casa estaba llena de brochures y merchandising con el ícono de un ágila. En las charlas de motivación típicas de los años 90, ella volvía a casa inspirada con su visión aguda y su fuerza de vuelo infinito. El águila era, parafraseando La Casa de Papel, la puta ama del aire.
Lo que no sabíamos era que cuando un águila llega a su madurez tiene dos opciones: dejarse morir o ir a la cima de una montaña y ahí, en lo alto, sacarse una a una sus plumas hasta quedar pelada. Recién en ese momento, contra una roca se rompe el pico. Completamente desfigurada, ahí se queda esperando su renacer: que vuelva a brotar el pelaje y le salga un nuevo pico. Esa águila, como el ave Fénix, se crea una nueva vida.
A esa historia se refería mi amiga. Desde hace dos años estoy esperando las nuevas alas, y el mientras tanto fue tan confuso y triste, de a ratos, como una montaña rusa en plena bajada; otras veces, un despertar inquietante, por momentos solitario y tranquilo, como un retiro en la montaña. Así, en pelotas, no siempre fue cómodo, pero fue muy mío. Me aferré a la convicción de que nadie muere cuando Dios no quiere. Entonces, solo fue esperar. Y hubo un momento en el que ese proceso tan íntimo se volvió visible: era otra. Con nuevas plumas y pico a estrenar, no sé si me siento una vedette de la calle Corrientes, pero sí me siento más linda y poderosa que nunca. Pero no se trata del envase sino de la libertad. Cuando pudiste trascender el cielo y el infierno (yo dije que era intensa), solo te queda integrar. Esa integración trasciende cualquier fábula, porque sos todo: la que puede picar y la que puede volar. Eso te libera de cualquier predicción astrológica, ya ni te importa quién te dijeron que eras, porque desde ese momento sos vos la que juega con el universo.
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