Hacer la América
El continente americano fue, es y será un terreno ideal para esos viajes iniciáticos, largos, inspiradores, como abrió el camino el Che Guevara en la década del 50, como tantos otros que lo siguen
A Sebastián, treintañero a los tumbos y devenido remisero por imperio de las circunstancias, le llega una propuesta fuera de agenda. Jalil, un anciano musulmán que lo suele llamar con frecuencia, le ofrece una importante suma de dinero para que lo lleve en auto desde Buenos Aires hasta La Paz.
El cliente debe encarar un viaje de más de tres mil kilómetros para poder encontrarse con un hermano y de allí partir hacia la La Meca, la peregrinación sagrada del islam. Los improbables compañeros de ruta, desde entonces, viven peripecias impregnadas con los giros de estilo de una road movie: perros que se suman al proyecto, volantazos que dejan entrever el drama, tiempos muertos henchidos de épica gracias al humo de los cigarrillos y las canciones de Vox Dei. El rumbo que adopta Sebastián (Rodrigo de la Serna) en el filme Camino a La Paz, la ópera prima del director Francisco Varone, que se estrenó el mes último, es uno de los tantos móviles que justifican la travesía por el continente. El gran viaje por América latina, fuente de mitologías, aún convoca a miles de tripulantes a su causa.
Qué rico el mambo
Cada viajero va a la saga de su propia aventura. Los místicos en procura de cultivar las enseñanzas de Don Juan y de los chamanes de Carlos Castaneda. Están los recolectores de leyendas de los trópicos. También afloran los antropólogos convocados por los tambores de tribus precolombinas. Hacen fila los expedicionarios ideológicos ávidos de ratificar a libro cerrado su doctrina de los paraísos en tierra e incluso los valientes que la ponen a confrontar con la realidad. Hay más: los introspectivos, los que van de levante, los traficantes de gangas, los que sueñan la taberna con vista al mar. El señuelo cambia y el destino también, aunque todos ellos comparten el sentimiento de los que se saben apartados del flujo del turismo al uso.
Los libros de viajes sobreabundan en divulgación sobre el continente como territorio de disputa y eclosión de ideas. Así y todo, son los Diarios de Motocicleta de Ernesto Guevara los que irrumpen en la actualidad como las notas de un tiempo remoto y analógico, el siglo XX, que lega su estela en cualquier aspirante a trotamundos. El médico rosarino, en tándem junto a su amigo y colega Alberto Granados, recorre la silueta del continente develándolo a su paso en una bitácora que inocula en el lector el ansia de epopeya. En 1951, el turismo es todavía un capricho burgués de unos pocos. A bordo de La Poderosa, los amigos descubren para las futuras generaciones una hoja de ruta tapizada tanto de belleza como de postergaciones, sin imaginar que acuñan de paso el tour fundacional del mochilero.
"No es éste el relato de hazañas impresionantes", justificaba Guevara en su relato. Al principio, el estímulo era apenas la curiosidad. "Comprendimos que nuestra verdadera vocación era andar eternamente por los caminos y mares del mundo". Con una prescripción de viandas de "asado, polenta y pan", los compinches van a la caza de "países remotos, mujeres bonitas", "libres de las trabas de la civilización". Los amigos trajinan "olfateando todos los rincones, pero siempre tenues, sin clavar nuestras raíces en tierra alguna, ni quedarnos a averiguar el sustrato de algo. La periferia nos basta", hasta que un día de epifanía, el cara a cara con la miseria y la injusticia, los errantes traspasan la frontera de la despreocupación y ya no hay vuelta atrás.
"Ese vagar sin rumbo por nuestra Mayúscula América me ha cambiado más de lo que creí", confesaba un Guevara curtido en segunda piel. Le faltaban nueve años para convertirse en el Che, el guerrillero, ícono pop perpetuado por el foco de la Leica de Alberto Korda. Lejos está de sospechar que su efigie será adorno de habitaciones, billete de banco, tatuaje que retoza en el hombro de Maradona o coartada de cualquier tropelía justificada en su nombre.
A la vuelta de la esquina
De esa atmósfera de fervor prerrevolucionario abrevó Beatriz Sarlo en sus años mozos, antes de convertirse en escritora, docente y ensayista. En 2014 publicó Viajes. De la Amazonia a las Malvinas (Seix Barral), una serie de relatos sobre sus periplos de juventud, durante los años 60 y 70, por los territorios de una América latina embebida en ese caldo de cultivo fogoneado por la Guerra Fría.
El libro recopila remembranzas de los viajes compartidos en 1964 con un grupo de amigos deseosos de incursionar en un distrito emocional de linaje campesino, indio, mestizo. De taparrabo y vincha.
Ataviados con sombrero de paja y shorts se adentran por la selva amazónica peruana, el norte argentino, las minas bolivianas, el sur de Ecuador, Brasil mientras la realidad difumina las postales. El grupo viaja a dedo, en barco, a pie por la montaña y la selva y la narradora lo desmenuza en estampas que devuelven el hechizo del descubrimiento.
La edición incluye también un texto sobre las Islas Malvinas, viaje que Sarlo realizó en 2012, y Entre los jíbaros, encuentro del tercer tipo con los indios reducidores de cabeza. En los demás capítulos sobrevuela el encanto de lo bisoño, el de los amateurs deslumbrándose en sus primeros pasos en borceguíes para toparse de una vez por todas con el magma del hombre nuevo.
Antes que en el escrutinio de exotismos, Sarlo pone el foco en las escenas fuera de catálogo. El libro se abre con un texto llamado El salto de programa, en el que Sarlo formula su teoría de la anomalía. "Se viaja buscando esa intensidad de la experiencia, algo que asalta de modo inesperado y original, fuera de programa y, por lo tanto, imposible de ser integrado en una serie". La macana es que no hay recetas en el índice. "El fuera de programa debe ser respetado en sus reglas. No buscarlo jamás. Dejar, simplemente, que acontezca". Un mandamiento difícil de acatar en la liturgia previsible de unas vacaciones.
Bonito y barato
Bailes y ritos, licores y pócimas, disfraces de los ancestros, biyuta a granel, y suvenires chinos se superponen en el lienzo del paisaje. El advenimiento del turismo a gran escala modeló un tipo de oferta y demanda que cumplen a rajatabla proveedores de servicios y viajeros. El paquete llave en mano que los aventureros, en lo posible, pretender eludir. A veces desde la ambición de prestigio, de la vida de mentirita, del borrón y cuenta nueva o tentados por la misma sed de pioneros de sus predecesores en la ruta. Si bien la mayoría de los confines ha sido descubierto y empadronado, el mapa escasea de espacios en blanco y la aventura tiene patas cortas, el viaje de mochila y cantimplora colecciona adeptos.
América latina se presta para retribuir a todos más o menos lo que pretenden. Como un territorio permeable a las fantasías de redención, a la pesca de las cuatro verdades, a la contemplación hacia adentro, a las tablas de la ley que pueda deparar la caravana. El viaje confiere un eco extraordinario a esas búsquedas, ya tamizadas por las evocaciones de la literatura y la espesura deformante del deseo. Como Sebastián, el protagonista de Camino a La Paz, todos intuyen que la máxima revelación se configura al deshacer las valijas: no hay aventura que compita con volver.
Recuerdos de un viaje iniciático
Vayan a Villazón. Tomás Astelarra inició sus andaduras en 2002, como parte de la agrupación de arte itinerante Domingo Quispe Ensamble. Fue en busca de un cambio radical en su vida y esas vivencias adoptaron la forma de historietas en el libro Andanzasenabarcas.
Afincado en Traslasierra, Córdoba, el escritor y economista cultiva la itinerancia como otra de sus profesiones a tiempo completo. Compró una camioneta y junto con un grupo de amigos se lanzó a callejear pueblos con una banda de rock que hacía covers de Pappo y los Stones. "El proyecto acabó en La Paz en menos de seis meses, pero ya estaba en medio del camino y nunca más pude parar", rememora. En la capital de Bolivia participó de la fundación de la agrupación con la que recorrió el continente y sigue de gira ad eternum.
La primera experiencia puertas afuera duró diez años, como para confirmar que "todo eso que sabía de antemano iba a ser modificado". Para Astelarra, de 41 años, las peregrinaciones le sirvieron para darse cuenta de que Bolivia no es un país pobre y atrasado sino todo lo contrario: un pueblo sabio y generoso. "Hay gente que paga miles de dólares para viajar a la India y encontrar una sabiduría, una conciencia. Más bien – sugiere- que paguen 200 pesos y vayan a Villazón y al cruzar esa frontera habrán cambiado toda la percepción de la realidad". En 2014 publicó La Bolivia de Evo (Sudestada) y cumple su sueño de dedicarse al arte y la comunicación desde su rancho cordobés, inexorablemente provisorio.
Ojo con la cocona. Lucas Galak, geógrafo y especialista en movilidad sostenible, recuerda su primera gira continental, un cuarto de siglo atrás. "Con tres amigos recorrimos Sudamérica. Curiosamente éramos un argentino, un venezolano, un chileno y un mexicano", revive. Tres meses gasoleros por el norte argentino, Bolivia, Perú, el Amazonas y todo el litoral brasileño. "Para todos, por diversos motivos, fue una experiencia alucinante", asegura el profesional de 45 años. Entre los hitos, la primera visión de Machu Picchu después de tres días de caminata o el recorrido por el Amazonas en un barco repleto de sicarios. "Uno llegó a decirme voy a cruzar la frontera para matar a un tipo", desgrana.
En el lado oscuro quedan las temperaturas infernales y pobreza extrema de Tabatinga, ciudad fronteriza del Amazonas y una feroz indigestión con jugo de cocona en el mercado callejero de Iquitos.
La ausencia de guías y del auxilio de Internet operaron a favor. "La falta de información nos sirvió para vivir con mayor intensidad el impacto de lo nuevo, el descubrimiento de los distintos lugares". El viaje todavía repercute. "Soy un brasilófilo consumado y estoy a punto de ir por enésima vez con mi mujer y mi hija a Río de Janeiro, Ilha Grande y Parati".ß
Una nueva mirada. María Laura Bartmus paladea el epílogo de un viaje que cierra un ciclo de tres años en la ruta. Del norte de Argentina a Bolivia y Perú en el 2014 y de Perú a Ecuador, Colombia, Venezuela y Brasil desde enero del año pasado hasta el cierre de esta edición. "Me encontré con una realidad de la que desconocía su existencia", confiesa la licenciada en Organización Industrial. "Viajar me devolvió a una realidad que los libros y la televisión me escatimaron", asegura. Ningún manual la preparó para el camino. "No sabía qué iba a buscar o encontrar, sólo sabía que tenía que hacerlo. Cambió mi forma de vivir, mis deseos y hasta mis necesidades", describe. En el trayecto la acompañaron los libros Atrapa tu sueño, de Candelaria y Hermann Zappag y El Alquimista, de Paulo Coelho, y un crisol de camaradas de todos los continentes. "Es sorprendente cómo te vas haciendo amigos y contactos que comparten una misma sintonía, la mayoría de las veces sin buscarlo".
Su pasaporte ya surcó los Estados Unidos, la mitad de América del Sur y ya sabe los puertos que la esperan en el futuro. "El proyecto es volver a casa con una nueva mirada. Mi idea es viajar dentro de un año a la India y el sudeste asiático". Como souvenir acumuló "increíbles momentos de felicidad y libertad, siempre escuchando a mi corazón y a mi intuición".
Pizzero en Máncora. Cuando renunció a su trabajo, a sus 25 años, Silvano de Marte vio la oportunidad de usufructuar la indemnización en un viaje con dirección única: el Norte. El desarraigo laboral lo permutó por una travesía con mochila y una Lonely Planet. Se citó con una amiga en Santiago de Chile y emprendieron un itinerario por Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y México. La guía sirvió para la primera mitad del trayecto y terminó en el tacho. "A partir de allí sólo me dediqué a desoír sus consejos", recuerda el profesor de Ciencias Económicas. El fondo común inicial de 1000 dólares duró lo que duró y de ahí la prolongación de la estada dependió de las fuentes de trabajo de ocasión. "En Máncora, pueblo costero al norte de Perú, fui ayudante de cocina en un hotel y mesero en una pizzería", una modalidad extendida entre compatriotas y extranjeros guiada por la laxitud del convenio; el humor del empleador. Otras veces se las ingenió, entre malabaristas en cadena, con artesanías, moldes e hilo encerado. A los seis meses se quedó sin coequiper y trajinó en soledad la selva de Perú y Ecuador.
Silvano se mantuvo fiel al precepto de moverse sólo a remolque de sus ganas. Unos diez meses de trashumante le valieron para entender que las búsquedas personales llamaban al regreso. "Fue un viaje de apertura de fronteras y de mundo que uno traspola hacia sí mismo", revela. "A mí la búsqueda me devolvió a mi espacio natal, a continuarla por otros medios", razona. "Decidí proseguir el hedonismo del viaje en la vida cotidiana". Lo que no se olvida es de su año nuevo en Taganga, en el Caribe colombiano. Un baile improvisado, la playa, la percusión y la certeza de que todo viaje recién empieza.
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