¿Generación de cristal? Cómo empatizar con adolescentes
Nos preguntamos cómo es criar hijos e hijas que surfean hormonazos, exploraciones, incertidumbres y rebeldías, pero con conciencia y amorosidad; testimonios en primera persona de quienes atraviesan esta experiencia
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Es un cuco. La adolescencia es esa etapa de la vida de nuestros hijos a la que los padres le tenemos miedo. O respeto. O envidia. Porque, a la par de la noción de límites, corre la potencia incontrolable de una edad que es pura innovación, exploración, hormona, propuesta. Ser padre de un adolescente es parecido a lo que debe sentir una planta en una maceta –cuando tu hijo no te pide nada– o a lo que debe sentir un dique de mar –cuando te cuenta sus planes para el finde–. Pero hay otra mirada posible: la del adolescente. Y en el cruce de ambas está la posibilidad de un encuentro.
“El adolescente tiene una tarea vital: ser autónomo. Esto se viene armando desde la infancia; se trata de separarse no solo de la familia, sino también de ciertos ideales familiares. Para poder hacer esto, el adolescente se vuelve esquivo, porque es necesario. De lo contrario, seguir pegado a determinadas cosmovisiones no le permitiría terminar de armar algo propio”, explica la psicoanalista Silvina Ferreira dos Santos.
La adolescencia es una etapa bisagra en muchísimos sentidos, plagada de contradicciones: hay vozarrones en cuerpos de niños, tetitas en corpiños de juguete, ideales altísimos proclamados con tanta furia que solo gritan fragilidad. Se nota que hay un trabajo en proceso. Y es ahí, justamente, donde radica la vulnerabilidad de la etapa: un adolescente está dejando de ser todo aquello que era porque se le impusieron ciertos cambios que lo fuerzan a repensarse. Están expuestos y susceptibles, como si los descubrieran en esa vulnerabilidad. Y también en ese proceso –fascinante, desconcertante– estamos nosotras, acompañando. Volviéndonos testigos silenciosas de sus búsquedas, de sus preguntas. Y haciéndonos las propias.
¿¡Qué les pasaaa!?
“A veces, se sobreadaptan y se hacen los grandes; otras, se irritan mucho cuando se les señala algo que los hace ver tal como se sienten: débiles, en proceso”, explica Ferreira dos Santos. Como el cerebro no se termina de desarrollar hasta los veintipico, los jóvenes responden impulsivamente a sus emociones. “En un desarrollo sano, el sistema límbico del cerebro (que regula las emociones y los sentimientos de recompensa) experimenta cambios drásticos entre los 10 y los 12 años. Estos cambios interactúan con la corteza prefrontal del cerebro (los centros de juicio) para promover el comportamiento de búsqueda de novedades, la asunción de riesgos y las interacciones con los demás.
En términos sencillos, esto significa que hay una fase de emoción intensa, ya que esos “centros de juicio” del cerebro están siendo revisados. Dejarse llevar por los sentimientos, sean del tipo que sean, es una fase normal y saludable de la adolescencia”, explica un estudio publicado por Praesidio Safeguarding en el que colaboró la socióloga Ximena Díaz Alarcón, máster en Antropología Social y Política, otra de nuestras expertas consultadas para esta nota. “Unicef describe la adolescencia temprana como una época de rápido aprendizaje y desarrollo cerebral que facilita el aumento de la búsqueda de sensaciones, la motivación para las relaciones sociales y la sensibilidad a la evaluación social; es, pues, la época del autodescubrimiento”. Un autodescubrimiento que también imponen los cambios físicos evidentes, tanto de morfología, tamaño y fuerza como de apetitos y deseos.
Un cuerpo efervescente y una cabeza que todavía no se da cuenta del todo no parece la mejor combinación para gobernar las pulsiones, que terminan expresándose intempestivamente en ira, ansiedad o euforia. Y todo ya, ya, YA.
Pero la teoría no es la práctica
Claro que una cosa es leer libros que te expliquen la adolescencia, o esta nota, y otra muy distinta es ser padre de un adolescente todos los días. Los jóvenes de hoy piden adultos deconstruidos, padres que quieran y puedan escuchar, familias y contextos –por decirlo de alguna forma– más amorosos. Aquella figura de adulto-autoridad, que estaba sostenida por el discurso social y el de la escuela, afortunadamente cayó. Los adultos de ahora titubean porque tienen que construirse como una figura de referencia para los adolescentes, y a muchos les queda más cómodo tener hijos que orbitan como satélites de ellos. Felizmente, el juicio monolítico y el gastado recurso de meter miedo ya no funcionan. Los chicos de hoy saben muy bien cuáles son sus derechos y sus infinitas posibilidades. Además de estar muy bien informados, su voz también está más legitimada.
“A tal punto ellos constituyen un segmento inspirador que su opinión tiene importante injerencia en conductas de compra, por ejemplo. Aunque el marketing divide la adolescencia en dos etapas bien diferenciadas (no es lo mismo el early teen –de 13 a 15 años– que el late teen –de 16 a 19–), las grandes marcas globales reconocen su incidencia en la compra de objetos que ni siquiera usan todavía –como un auto– o que usan otros –como la ropa de sus padres–”, explica la socióloga Ximena Díaz Alarcón. Los adolescentes resultan inspiradores porque no ceden ni un palmo de utopía. Están habilitados socialmente para exhibir sus sensibilidades y proclamar lo que sienten o piensan, y posicionar su dieta o sus preferencias sexuales, o cualquier combinación posible dentro del espectro enorme de opciones que ofrece un mundo hiperconectado. A los adolescentes no les tiembla el pulso para señalar inconsistencias: los subleva por igual la doble moral de una madre como una firma renombrada que vende sus productos como pan caliente, pero que no ve la contaminación que produce.
Ser no binarie
Los amigos son la mejor manera de zafar de la familia. Pero ¿qué pasa con esos grupos que se visten, hablan y piensan como un bloque? ¿Hay espacio para hacer la propia?
“Es necesario poner el foco en lo transitorio del asunto. Cuando estás buscando saber quién sos, muchas veces te agarrás de algunos estereotipos. Mientras tanto, vas armando un contrapunto para tratar de definir qué te gusta, a dónde querés ir, qué preferís, quién sos... En este sentido, sumarte a la manada no me parece patológico o preocupante, siempre y cuando sirva de contrapunto para que vayas descubriendo tu identidad”, explica Silvina Ferreira dos Santos. En todo caso, lo que los adolescentes nos enseñan a los adultos –pero muchas veces deberían decírselo a ellos mismos en el espejo– es que “no binarie” es mucho más que una proclama de género. Es preciso que todos recordemos que no hay por qué apurarse con las definiciones, que ser esto ahora no excluye ser otra cosa después, que un día podés tunearte como unas pibas de TikTok y otro día vestirte como te gusta solamente a vos, que no hay una vida online y otra offline, que la adolescencia es todo eso junto porque ser adolescente es estar en proceso de decidir cómo querés seguir.
Elogio de la conexión
“Dejá el teléfono” es el nuevo “salí a tomar aire” con el que nos taladraban nuestros padres cuando finalmente lograban franquear la puerta de nuestro cuarto oscurísimo. Muchos padres de hoy insisten en reglamentar el uso de los dispositivos móviles porque suponen que por ahí no pasa, porque suponen que ahí no se generan vínculos verdaderos, porque suponen que fomenta la pasividad y atenta contra la producción creativa.
“Nosotros venimos de otro mundo, pero los más chicos van y vienen de lo online a lo offline con total naturalidad: hablan con amigos y después se encuentran con esos mismos amigos, compran online lo que ven por la calle, y así con todo. No es el tiempo que pasan conectados lo que debe preocuparnos sino qué hacen ahí”, dice Ferreira dos Santos. Si es que lográs enterarte, porque la clave del teléfono es la nueva puerta del cuarto oscurísimo, y en algún punto tendrás que confiar, y estar atenta.
Porque cuidar no pasa por estar encima, controlando. Por eso esta etapa sirve también para que los adultos se adapten, para que aprendan a correrse un poco, a pasar de un rol más activo a un standby amoroso. “Es riesgoso, porque te preocupa, porque es una etapa en la que vivís con el corazón en la boca… Pero es clave armar una relación nueva, con espacios abiertos, adonde puedan entrar nuevas maneras de hacer, de conversar, nuevos temas. La adolescencia es la chance de un nuevo encuentro, pero hay que construirlo, no viene dado”, dice nuestra experta.
Empecemos por desarmar los estereotipos, tanto el cuco como la idealización, que solo dicen algo del lugar del padre, pero no del hijo. Empecemos por dejarlos vivir, experimentar, decidir por ellos, equivocarse –como decía Serrat–, llorar, reír, empezar a amar... No obturemos su disfrute, que eso también es algo que hay que aprender en la vida.
¿Estamos ante la generación de cristal?
La expresión “Generación de Cristal” fue acuñada por la filósofa española Montserrat Nebrera para definir a la generación de jóvenes nacidos entre 1995 y 2000. Son los hijos de los Generación X, criados por padres mucho más conscientes, que supieron hacerle un lugar a la palabra de sus hijos. Para Nebrera, este tipo de crianza más respetuosa creó jóvenes transparentes, pero también frágiles como el cristal, jóvenes cuya opinión no se cuestiona porque, además, están fogoneados por plataformas tecnológicas que amplifican su voz. A la Generación de Cristal le gusta expresar sus ideas sobre causas globales, como el cambio climático, pero también en contra de la ortodoxia en cualquiera de sus formas: padres, instituciones, estados.
Pero ¿acaso no es esta una conducta propia de cualquier adolescente? Ximena Díaz Alarcón, socióloga y experta en tendencias, cree que estas categorías son inventos de las agencias que tienen fines 100% comerciales, porque es innato a la edad creer en algo, reivindicar causas, cuanto más altruistas, mejor. Aunque la expresión tiene un matiz algo peyorativo, vale para hacer referencia a esa parte del espíritu adolescente que no se conforma, que se alza contra cualquier injusticia en una ética propia de la edad que es, a la vez, utópica e inclaudicable.
Testimonios
Poner en juego la confianza
Ellas: Beta Suárez, escritora, comunicadora y mamá de Esmeralda (20) e Isabella (14).
“Hijos chicos, problemas chicos. Hijos grandes, problemas grandes”, decían las abuelas, y entonces, con bebés que suspendían nuestras horas de sueño, nos cercaba la idea de que la cosa no iba a hacer más que empeorar. Un panorama polémico.
Para cuando llega el momento, la adolescencia se presenta con cuestionamientos y malos humores, con rebeldía, con intensidad y con la sorpresa de que tus noches siguen siendo con intervalos, porque hay que irlos a buscar cuando salen o esperarlos (¿quién duerme con hijos afuera?)...
También es el momento de las discusiones, las respuestas con monosílabos y las distancias. De los cuerpos que crecen y te roban la ropa. De sospechar que estamos hablando idiomas diferentes.
Criar adolescentes, aun con que lo raspa, es, sobre todo, poner en juego la confianza. Es dejarlos ser y aceptar que puede que no solo hagan las cosas mejor que nosotros, sino que ademas las hagan mejor sin nosotros. Es disfrutar el verde prometedor de los brotes que venimos sembrando, es advertir las particularidades, es respetar las búsquedas. Es, por amor, ir practicando esto de hacerse a un lado.
Es el tiempo de las conversaciones inesperadas y de los silencios cargados de angustia. De los dolores que no podemos tapar con una curita, de los terrenos nuevos compartidos y de los que colonizan solos porque ahí somos extraños.
Nada te marca más el paso del tiempo que la edad de tus hijos y yo siempre pensé que cuando ellas fueran adolescentes, yo no podía también serlo. Y si bien no me sale todos los días, lo sostengo.
No creo en esa frase de las abuelas, y aunque es fácil elegir entre un problema grande o pequeño, con los hijos, lo único que resulta es acompañarlos.
Y entendí que cuando la adolescencia llega, no hay mejor plan que recordar la propia y si justo nuestros adolescentes están distraídos, aprovechar, recordarles que seguimos ahí y abrazarlos.
Entrenar el “let it be”
Ellos: María Eugenia Castagnino, editora de OHLALÁ! y mamá de Valentino Vidal (17).
Escribo esto un rato después de haber ido a una clase de fútbol fit con Valentino. Él ama jugar al fútbol, para mí era la primera vez. Ni en mis sueños imaginé que alguna vez estaría pateando una pelota con él así, casi como pares. Aunque tengo clarísimo que no somos pares. Repaso en una ráfaga de recuerdos las miles de pelotas con las que jugamos cuando era más chico. Los cientos de partidos en los que fui espectadora, orgullosa, desde alguna tribuna. Confieso que ahí me ataca un poco la nostalgia (¿en qué momento creciste tanto y tan rápido, hijo?). De repente, desde afuera de la cancha él me mira, me alienta. Me filma mientras yo pateo un penal. Festeja mi gol y me sonríe. Casi como si por un instante mágico se invirtieran los roles.
Hay días, como hoy, en los que creo que ser mamá de un adolescente es esto: abrazar cada segundo en el que mi hijo me hace parte de sus planes y los disfrutamos. Por suerte todavía pasa seguido; siempre hay alguna película o serie que morimos por ver juntos (o podemos mirar Friends de memoria) o algún momento en el que reclama mis abrazos antes de acostarse. Y yo sonrío por dentro.
Claro que después están los otros días: los de “dejame tranquilo”. Los de “sos re pesada”. Los de “cerrame la puerta”. Los de “me voy, ma”. También los del silencio, los de los monosílabos o los “no sé”.
Hay días en los que mi hijo no me soporta. Y pienso “menos mal”. Nada me fascina más que ser testigo de ese proceso en el que él está siendo aparte de mí. Tan distinto de mí. Y tan parecido también.
Mi desafío es estar ahí. A veces muy presente, a veces tan invisible. A veces poniendo límites. A veces sosteniendo sus deseos, sus angustias, sus incertidumbres. O dejando simplemente que sea.
A Valen y a mí nos encantan los Beatles. Y mi amor maternal hoy se parece a ese hitazo que reza “let it be”. No sé si es la mejor de los “fab four”, pero es la que hoy mejor nos sale.
Desde el amor, siempre
Ellos: Marina Silberstein, 47 años, abogada y mamá de Benjamín (19), Milena (16) y Miranda (8) Carrizo.
“Creo que el gran secreto de la crianza es el amor, la contención, el acompañamiento y la confianza. Soy una mamá cercana, me interesa cuidar a mis hijos, pero con respeto siempre. En casa hay mucho diálogo, mucha mirada a los ojos… Quiero apoyarlos a que confíen en ellos mismos, que se escuchen, se prueben, no le tengan miedo a indagar, experimentar qué les gusta, descubrir poco a poco quiénes son, y todo desde la mirada del amor.
Mis hijos crecieron muy conectados con la música. Su papá, Martín Carrizo (baterista, falleció este año por ELA) y yo creamos una escuela de música y danza llamada Martín Carrizo School of Rock and Arts, y ahí iban todas las tardes los chicos cuando salían del colegio para tomar sus clases de música o de baile, porque mi hija Mile es una bailarina y actriz enorme. Benjamín es un súper baterista y también le gusta mucho el fútbol. Y Miranda es una verdadera estrella de TikTok.
Un año despues de nacer Miranda, Martín se enfermó. Sus últimos seis años fueron muy duros para toda la familia, incluso él y yo terminamos separándonos. Pero hubo, hay y habrá un amor incondicional entre nosotros, y eso se ve reflejado en ellos, que acompañaron con mucho amor a su padre, y hoy tienen paz en el corazón.
No tengo grandes problemas por la conducta de mis hijos. Benja tal vez me enfrenta más y hemos tenido que recurrir a algún límite... Creo que la etapa más desafiante es entre los 13 y los 17, donde están más expuestos a peligros externos que tal vez no saben manejar. Pero la vía es el diálogo. Prefiero eso que el castigo a posteriori. La verdad es que no la tuvimos fácil, pero él fue un papá muy amoroso y siempre nos hizo sentir que éramos un equipo infalible y que juntos podíamos enfrentarlo todo.
¿Cómo hablar con ellos?
Por la Lic. Silvina Ferreira dos Santos*
Si la adolescencia consiste en separarse de lo familiar, salir al mundo y armar un lugar propio allí, la desconfianza y la evitación que suele despertarle a un adolescente la figura de un adulto resulta entendible. Es por todo esto que acercarse, hablar con ellos y compartir espacios ya no es como en la infancia, ni tampoco resulta una tarea sencilla, y requiere un cambio en el contexto afectivo para adecuarse a las necesidades que la etapa demanda. No hay recetas mágicas a seguir, pero cabe confiar en los cimientos psíquicos que se supo ayudar a construir desde la infancia si no hubo grandes sobresaltos en el camino.
Durante la adolescencia, el desafío para los adultos es calibrar sutilmente su presencia para dar lugar a que el adolescente logre autonomía, sin ser intrusivos, pero tampoco desamparando. Si bien los adolescentes suelen ser muy esquivos, también es cierto que suelen abrirse al diálogo cuando se sienten escuchados, cuando sienten que se les ofrece un espacio para compartir sus experiencias y preocupaciones, donde no se los juzga ni desacredita.
Porque cuidar y controlar no son lo mismo. Se cuida cuando se ofrecen condiciones adecuadas que permiten a cada niño u adolescente construirse como sujeto y crecer en términos de complejidad psíquica.
No se trata de bajar línea, ni mucho menos de sostener dobles discursos en los que se les imponen a los jóvenes condiciones de uso de la tecnología –por ejemplo– de la que los adultos suelen eximirse. La palabra dicha tendrá plena potencia de transmisión cuando se encuentre respaldada por un accionar coherente por nuestra parte. Más que imponer, es necesario poner en ejercicio un modelo de negociación para resolver los conflictos y convivir en diferencias digitales, generacionales y de apreciaciones vitales.
Es necesario empatizar, hablar y escuchar, siendo hospitalario con la experiencia que el adolescente necesite contar, ofrecerse a pensar con él y no a decirle cómo debe pensar. Se trata de ayudarlo a que pueda construir sus propios criterios de cómo manejarse en la vida. En cambio, cuando cuidar se vuelve control –aun cuando esté bien intencionado–, se puede malograr la construcción de recursos psíquicos. Lejos de poder asumir, entonces, la preocupación por sí mismo, por su propio cuidado y el de los otros, por los efectos de sus acciones en los demás, se cronifica un posicionamiento infantil que depende de una instancia externa y atenta contra la posibilidad de crear una existencia autónoma.
Psicóloga. Psicoanalista. Profesora Titular de Intervenciones Clínicas en Infancias y Adolescencia (Universidad Maimónides) Especialista en construcción subjetiva y medios digitales
Expertas consultadas
- Silvina Ferreira dos Santos. Psicóloga. Psicoanalista. Profesora Titular de Intervenciones Clínicas en Infancias y Adolescencia (Universidad Maimónides). @silferreira2santos.
- Ximena Díaz Alarcón. Socióloga. Cofundadora de Youniversal, consultora especializada en investigación de mercado y tendencias. @ximena_diaz_alarcon.
- Andrea Urbas. Psicóloga. Socia fundadora de la Asociación Chicos.net. @chicos_net.
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