Fuera de línea: "Estuve 5 días sin celular y así fue mi experiencia"
En un ping pong de ideas con la editora, surgió la idea: me proponía estar cinco días sin celular para contar la experiencia. Dije que sí casi sin pensarlo: no soy de las personas adictas a las redes, y hasta me pareció una oportunidad para ocupar de una manera más creativa esas casi cuatro horas por día que -según mi reporte semanal- le dedico al teléfono.
Sin embargo, apenas emprendido el desafío, vino una de las partes más difíciles: nunca era el momento para iniciar el experimento. Tan es así, que lo pateé todo lo que pude, hasta llegar a la fecha límite: cinco días antes del deadline.
La noche previa
En una hora empiezan mis cinco días sin celular, y comienzo a cuestionarme porqué me metí en esto. Cinco días sin ver stories, sin atender llamados, sin postear ni chequear mis redes. Cinco días en que miraré los mails desde la computadora (en lugar de cuando llegan) y en los que no entiendo cómo haré para comunicarme con las personas, resolver la logística de lo cotidiano, y manejar en la ciudad sin evitar el tráfico. Luego de un paseo intensivo de despedida por mis redes, me arrojo a lo que serán estos días centrada en la vida en tres dimensiones. Aquí vamos.
DIA 1. Miércoles
El despertador a pila suena y la casa se pone en marcha. Intento hacer las primeras tareas del día prescindiendo de la radio, ya que la escucho del celular, mientras preparo el desayuno. Pero es más fuerte que yo: sin mi programa de todas las mañanas siento que no se de qué va el mundo. Así que haciendo malabares traigo la computadora a la cocina, y de ahí salen -desde ahora y por algunas mañanas- las noticias.
Mi única referencia para que cada uno tenga la ropa que corresponde es la ventana: como está vestida la gente, visto a mis hijos.
Primer desafío del día: salir a hacer trámites. Preparo todo de antemano, porque la clave en este período es minimizar los imprevistos, para no necesitar hablar por teléfono o whatsappear. Pero por supuesto que algo sale mal: la plata que necesitaba para pagar algo urgente, fue absorbida por el banco por un débito automático. Para resolver el tema necesito hablar con mi marido. Me meto en un cyber (no sabia que seguían existiendo) y le mando un mail.
Mientras espero su respuesta aprovecho para hacer otro trámite. No iba a pasar por casa, pero necesito ver qué respondió. La practicidad de la vida moderna se vuelve mi peor enemiga y se esfuma en unos pocos segundos: ahora que vuelvo a casa, ya no llego a seguir mi día como lo había planeado.
Estoy en el centro y voy a la cola del Rapipago. No se mueve. Miro cómo las cinco personas que tengo adelante miran su celular. El tiempo se me hace realmente insoportable. "¿Qué pasa, hay una sola persona atendiendo?", pregunto, buscando empatía en este letargo de 20 minutos. "Si, y además tardan porque la gente manda plata y les piden fotocopias", suelta uno, y todos refunfuñamos.
Abandono en el intento, y me voy a esperar el colectivo, que tarda media hora en llegar, y viene lleno. Vivo en un tiempo presente que se proyecta al infinito: ni los minutos ni el colectivo avanzan. Pienso en todas las cosas que podría ir haciendo para optimizar este viaje: responder mails, mandar preguntas para una entrevista, terminar de pagar las cuentas desde el homebanking, hacer una transferencia, mandar una factura. Que el día avance.
Ya es de noche, y después de un día tan trastabillado, diviso por primera vez una ventaja de estar sin el celular a mano: juego con mis hijos más enfocada. No hay factores de distracción, no hay notificaciones que me obliguen a poner mi cabeza en otro lado. No hay "algo más" que lo que está pasando. Conecto con el presente a un 100%, y me gusta. A ellos también les gusta, y la interacción adquiere profundidad.
Como una paradoja que atribuyo al destino, ya más tarde, abro la computadora, donde leo que Facebook, Whatsapp e Instagram experimentan grandes problemas y están caídos. Nada de eso me afecta.
DIA 2. Jueves
La niñera no llega y tengo que trabajar. Me exaspera no poder preguntarle, me desespera no poder organizar mi día. De no haber dado de baja el teléfono fijo, ya la hubiese llamado. Imagino las maneras más originales de contactarla pero nada sirve. Solo queda esperar a que llegue.
40 minutos después, todas las entrevistas que trato de hacer ya no pueden realizarse. Vibra el tel un par de veces, y lo espío de reojo para ver si es algo urgente. Veo en las notificaciones un mensaje de voz de un minuto. Es una amiga, muy querida, que acaba de volver de vivir afuera muchos meses. "Después", me digo, cuando esté en la compu. Mato la ansiedad volviendo a lo que estoy haciendo.
A la noche, por primera vez, miro un capítulo entero de Paw Patroll, una serie infantil donde los perros son protagonistas. Suelo usar ese momento para hacer cosas, o para distraerme. Mi hijo, chocho, contándome quién es cada cachorro, y por qué es que todos acuden a la central para seguir las indicaciones del jefe Ryder aunque después sean solo dos los que cumplen la misión.
DIA 3. Viernes
Cada vez que necesito saber la hora, el clima, usar la calculadora, mirar el calendario o contactarme con alguien, mi mano, con movimientos autónomos, lo busca automáticamente en mi bolso o en la mesa de luz, como cuando se corta la electricidad y uno aprieta torpemente la llave de luz. De inmediato alejo la mano y pienso en una solución alternativa, que la mayoría de las veces implica recurrir a la computadora. Aunque también a mirar por la ventana, a tecnología que ya creía obsoleta, a artefactos como relojes de pulsera o despertadores, o, simplemente, entregarme al devenir de los acontecimientos sin saber qué me espera: una calle embotellada, una dirección errada, una espera que se torna indeterminada.
Planificar, prever, prepararse, saber. Ahorrar y aprovechar el tiempo. También, perderlo: estar distraída mientras hago otras tareas, tenerlo demasiado a mano, abstraerme de situaciones aburridas o poco interesantes. Por primera vez luego de mucho tiempo, antes de irme a dormir, leo.
El fin de semana
Todo transcurre sin grandes contratiempos: estoy con mi familia y es todo lo que necesito. Dejar el celular en un cajón no me afecta.
Una serie, un delivery de pizza, y se hacen las 12: me abalanzo en modo atracón sobre el teléfono ni bien concluye mi quinta jornada de detox hiperconectivo. Hago un rápido paneo por mis redes para ponerme al día: a dónde fueron quienes están de viaje, qué monerías hicieron los hijos de todos, qué plato pidieron comiendo afuera. Chequeo qué temperatura hará mañana, pongo el despertador en el celular. Hola rutina: todo vuelve a la normalidad.
Volver a tener a mano el celu me alegra, pero también me deja un gusto semiamargo. Como si en realidad estuviera ahora tirando por la borda mucho de lo que gané. Perdiendo cierta libertad conquistada. Y es que después de haber estado tan conectada con mis cosas, la cantidad de tiempo en redes suena a tiempo consumido.
Me debato entonces si es posible mantener con el teléfono una relación de autonomía. Si es posible dejar de sentir ansiedad ante una notificación, y la necesidad de responder inmediatamente. Si existe esto de dejar de mirar en cada rato libre la vida de los demás. Si podré hacerlo de a ratos, pero sabiendo cuándo parar.
Me propongo empezar dejando de lado el teléfono en casa, una vez terminada la jornada laboral: una de las victorias que más saboreé fue la plenitud de los momentos a los que uno les dedica toda su atención. El modo estar-en-el-mundo que eso genera. Me quedo entonces con una premisa: como todo lo disfrutable en la vida, intentar ser yo la que elija cuándo salir y entrar de este universo, y no que sea el celular quien me arranque constante y deliberadamente de mi presente.
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