Experiencia intimista en el Amazonas
Cuatro días de navegación de Belém a Santarém en un barco de carga, repleto de gente, ruidoso, con calor agobiante y donde se duerme en hamacas ,Etiqueta. Cuatro días a bordo de un barco con cientos de personas que duermen en hamacas, la forma habitual de moverse Amazonas adentro
Son las siete, ya es de noche, la brisa es fresca y el ruido del motor, fuerte. Siempre que imaginamos una hamaca, una rede como la llaman en Brasil, la asociamos con playa, con la siesta bajo la sombra de un almendro y el mar al lado. Aquí hay un mar de hamacas al lado, detrás, delante y, a veces, encima. Cientos de redes amarradas a los fierros del barco que sigue amarrado al muelle de Belém, la capital del Pará, una hora después del horario de partida.
Subí tarde. A las cinco y media ya estaba todo tomado. Hamacas amarillas, cuadriculadas, con bordado de flores, hamacas lisas de tela de avión, con flecos tejidos al crochet. Hamacas por todas partes y ni un lugar para colocar la mía. Me acompañaron Benigna Soares, de la Secretaría de Turismo y el chofer. Una sostenía la bolsa con frutas que compré en el mercado Ver-o-Peso y el otro la hamaca con las cuerdas que compré frente al mercado. Recorrimos todo el barco para encontrar un hueco, pero nada. Ni frente a los baños cabía un alfiler.
En la planta baja, al lado del bebedero de agua, entre una hamaca verde y otra amarilla, había medio espacio y eso fue lo mejor que pudimos conseguir. A las dueñas de las hamacas, dos chicas jóvenes con el pelo engominado hacia atrás y ropa ajustada, no les gustó nada. Benigna les pedía consideración y el chofer ataba la soga al caño. Las mujeres me gritaban cosas para nada amigables. Benigna paró a un chico que trabajaba en el barco para pedirle que me atendieran bien, que era periodista y que estaba haciendo un artículo sobre su tierra, que por favor buscase un lugar mejor. El chico salió decidido. Se bajaron Benigna y el chofer. Cuando encontré al chico en el piso de arriba, media hora después, dijo que seguía buscando.
Los baños ya huelen a baño y no pasó ni una noche. Faltan todas: tres. Y hace calor. No quiero imaginar lo que será al mediodía. Por fin se alejan las torres altas de Belém que surgieron en las últimas dos décadas. En la cubierta una música desafinada retumba contra el cielo amazónico que va perdiendo los colores.
El barco tiene cuatro pisos conectados por seis escaleras, tres de cada lado. Es abierto en los costados y atrás, y cuando hay viento o llueve desenrollan las lonas que cubren las aberturas. Se parece bastante al que Werner Herzog usó en Fitzcarraldo, pero de hierro en vez de madera y con un piso más. En la bodega va la carga, están los motores y el comedor. En la planta baja, además del entramado de hamacas anudadas a unos caños colocados especialmente para eso, están el bebedero gratuito de agua mineral y la mesa de la mujer que controla y emite pasajes.
En el segundo piso hay más hamacas y están los camarotes. Dicen que es el mejor piso para viajar porque está lejos del motor. En la cubierta hay un bar, mesas de plástico llenas de latas de cerveza, hombres que se van emborrachando rápido, un techo de lona, un señor que toca el órgano y canta música sertaneja a todo volumen.
A las ocho y media de la noche duermo con el balance del barco y el rugido del motor. La noche está fresca y la hamaca demasiado curvada mal cabe entre las redes verde y amarillo, invadiendo los colores de Brasil.
La dieta del açaí
A las seis ya está claro. De a poco la gente se levanta, se lava los dientes, pregunta por el café. El desayuno lo sirven en la bodega: azúcar con leche y una gota de café que disipa cualquier amargor de la travesía y dispara la diabetes; un pan con media feta de queso, otra media de jamón; margarina. Tres reales la delicia.
Las mujeres toman baño, yo tomo coraje para entrar al baño, pero al final no es tan grave. La propia ducha los limpia y el que por la noche estaba inundado, ya no.
Dos nenitas se acercan volando en una canoa, la que timonea la coloca paralela al barco en movimiento, la otra hace un nudo rápido y salta a la plataforma. Una le pasa las bolsitas llenas de camarón seco y açaí a la otra. El açaí es un fruto amazónico que crece de una palmera, una bolita parecida a un arándano. Su pulpa es un manjar supernutritivo y en Pará siempre acompaña el almuerzo. Benigna Soares me había dicho que no comprara açaí, por el agua. Me contengo y no compro. A los cinco minutos las nenitas ya vendieron todo. Sueltan amarras y siguen su camino.
Llegamos a Breves, primera parada del barco. Sube más gente de la que baja. No me contengo más y salgo a buscar un vendedor de açaí. Encuentro. Cinco reales el medio litro. En Río de Janeiro cuesta 24.
Seguimos. Preparo mi açaí con azúcar que pedí en la cocina y harina de tapioca que compré en el mercado y se parece a los granos sueltos del telgopor. Hay que comprar la artesanal, la industrializada está llena de bolitas duras, como el pochoclo mal hecho.
“Todos los días se toma medio litro”, le dice una chica a la señora que va acostada a mi lado y hace crucigramas. “¡Y tiene siete años! La otra vez se enojó con la abuela porque le agregó agua. Tuvieron que comprarle otro puro”. Siguen hablando de açaí, que es para los paraenses como el mate para los argentinos, un combustible diario, un vicio. Como açaí, escucho açaí y veo açaí en los racimos de las palmeras en la orilla. Los açaizeros tienen hojas finas que producen un efecto óptico cuando se mueven con el viento, son como eléctricos. Igual que el fruto, están llenos de energía.
Me ducho y ese momento es puro lujo, agua fresca, chorro grueso, vista al verde, privacidad. Cambiarse sin pisar el suelo es un arte. El pelo se seca rápido y el calor vuelve más rápido aún.
En la cubierta conozco a Antoine, un francés que anda descalzo, lleno de collares, sin desodorante y acaba de llegar a América desde la India. Antonie no conoce el açaí, así que bajo a buscar un poco y a ver si mis cosas siguen siendo mías. Siguen, intactas. “Te perdiste los delfines”, dice el francés al volver. Un par de botos rosados anduvo dando saltos. Mañana habrá más. Ya anochece.
Llueve a cántaros. Las hamacas verde y amarelo se bajan en Gurupá, la parada siguiente. Y por fin puedo colgar la mía estirada como corresponde. Con razón ese dolor de espalda y de cuerpo. Estaba toda doblada. Se vacía el barco. Quedamos la mitad.
Demoramos horas y horas en Gurupá, descargando o cargando el barco, no sé por qué una somnolencia poderosísima se apodera de mí. Cada tanto abro los ojos y seguimos parados. La medianoche pasó hace rato.
El imperio de la soja
Tiran fuegos artificiales desde cubierta, estamos llegando a Almeirim. La chica de al lado se estuvo preparando toda la mañana para desembarcar. Un short de jean de tiro alto deja entrever algo de sus dotes traseras; una blusa corta, negra, con transparencias y apliques dorados deja entrever sus dotes delanteras. Rouge fucsia opaco, botitas nuevas, lentes de sol redondos como se usan ahora, un gran reloj dorado como los reflejos de su pelo largo y liso, y una cartera Louis Vuitton de cuerina a la que ya se le descosió un lado. Las mujeres del barco se arreglan como si al bajar fueran directo a una fiesta o a encontrarse con sus enamorados. Ya quedan pocas hamacas. “Salimos a las tres y cuarto de la madrugada de Gurupá”, dice una señora por teléfono. “Vamos a llegar tardísimo a Monte Alegre, a medianoche.”
Sube por el río Amazonas un remolcador que parece una ciudad flotante. “Va a buscar soja”, dice el señor que cada media hora vuelve a poner una torre de vasos descartables al lado del bebedero. Un minuto después baja por el río un carguero lleno de vacas. Soja y ganado se cruzan y se saludan con bocinas. Los vasitos descartables vuelan con el viento y caen al río.
Brasil es el segundo productor de soja del mundo después de Estados Unidos y exporta principalmente a Europa y China. Cada barcaza de estas puede llevar 30.000 toneladas de soja, el equivalente a 800 camiones. En los últimos años, más allá de alguna regulación por parte del gobierno como la “Moratoria de Soja” –que promueve no comprar soja a los agricultores implicados en la deforestación–, se han destruido 70.000 km2 de selva amazónica, el equivalente a seis canchas de fútbol por minuto. Las causas principales son la expansión del cultivo de soja y de terrenos para la ganadería.
Atracamos en Almeirim y ahora las bocinas son de las motos que avanzan en caravana por la campaña política. El domingo hay elecciones municipales. Pasan camionetas con paredes de parlantes, la música –el ruido– destroza los oídos de todo ser vivo a la redonda. “Votá la 22”, dice una voz sintetizada y los graves retumban en el pecho y en el fondo del río. Cuanto más alta la música, más fuerte el partido. Explotan fuegos artificiales. El sol derrite hasta las piedras. El futuro amazónico no promete silencio ni sombra. Gane quien gane el domingo.
Marcia, la gerente del barco, me pregunta si quiero ver el camarote. Abre la puerta de un cuarto de un metro y medio por dos, con cama cucheta, frigobar, split y baño. “Cuesta 600 reales, entren los que entren”. Por el tamaño de las camas, dos es lo apropiado, cuatro es una hazaña.
Llegamos a Almeirim a las 9 de la mañana. Son las 15.42 y seguimos en Almeirim. Bajo a ver qué pasa a la bodega. La gerente del barco ya se fue. Quedó otra chica encargada. Una morocha de pelo hasta la cintura que está sentada en la mesa de la gerencia con una manicure que le hace las uñas. Atrassou, meu amor, me dice con una sonrisa blanquísima. Tenía que salir a la una pero va a salir a las cuatro. Tenía que llegar mañana de mañana a Santarém, pero también va a llegar a las cuatro. “Es que es mucha mercadería. Hay que ver cuánto hay que descargar en Monte Alegre.”
Son las cuatro y media y el barco sigue anclado en el muelle. Descargan cervezas. Cajas y cajas de cervezas. “Ellos descargan y después se dan cuenta de que no era para descargar y vuelven a entrar las cosas, sólo puede ser eso”, dice André, un paulista que esta yendo para Alter do Chão, la playa amazónica de arena blanca que se hizo famosa después de un artículo que salió en el diario inglés The Guardian. Antoine, el paulista y yo somos los únicos gringos del barco. André es brasileño, pero en este país con tamaño de continente, el que no es local, es gringo. La campaña política está en pleno desfile. Pasan barcos cargados de gente con banderas azules. Explotan petardos. Alguien habla por un megáfono. La música –el ruido– no para, como no paran de cargar cajas en la bodega. Anochece y el barco no se mueve.
Por fin Almeirim va quedando atrás. El muelle, la tienda de electrodomésticos del poderoso del pueblo, los puestos de frutas y los restaurantes donde sirven pescado frito salen de la visión y quedan apenas las casas de madera apoyadas sobre palafitos y sus barquitos amarrados a lo que se pueda. En la punta de Almeirim las casas son de madera al natural, casi grises por tanto sol y tanta lluvia. Son las más pobres y las más lindas.
El barco está semivacío y el ruido de los motores, como el de una locomotora antigua, se siente más fuerte. Esta torre flotante es como un sándwich sonoro. En la bodega, al lado de la cocina y de una gran mesa donde la gente se sienta a comer, el rugido de los motores es ensordecedor. Y en la cubierta, la música sertaneja explota a todo volumen. No sé qué es peor.
Alrededor de mi hamaca sólo hay mujeres y un bebe, Riquelme Pedro, “por el jugador argentino”, aclara su madre, “el papá es fanático”. La vecindad es amable. Compartimos enchufes y cucharas. Me convidan torta y caramelos y yo convido frutas y fotos que prometo mandar.
Oscuridad total alrededor. El haz de un farol ilumina la costa, el agua, la otra costa y vuelve. Cada tanto se siente el olor a bosta de las vacas. André, el paulista, vio unos campos de ganado al borde del río. Tal vez sean campos los que huelo, tal vez sean barcos que pasan con ganado hacia un campo, antes floresta.
El olor a bosta cada vez se siente más seguido e imagino que son campos, no barcos. Animales puestos en un hábitat que no es el suyo. Árboles centenarios, milenarios, desaparecidos. Y junto con ellos todo lo que allí vivía. Ahora no corre viento. Hay mosquitos. Y el calor, aunque sea de noche, es más bravo que el del día. No deberíamos estar aquí, ni yo, ni este barco, ni las vacas, ni las motos, ni los parlantes, ni la represa de Belo Monte, ni las cajas de cerveza, ni el alambre de púa, ni las heladeras de telgopor que bajaron hoy de la bodega. Deberíamos haber dejado a la selva tranquila, oxigenando el mundo.
¿Y los árboles?
Amanece y no hay árboles en la costa. Todo desmatado, una franja de barro y arena, y detrás la soja, el ganado. El olor, el calor, los bichos. Todo lo que aparece cuando los árboles desaparecen. El amazonas parece un monte. Estamos por llegar a Monte Alegre. Que de alegre sólo el nombre.
Antoine y André toman cerveza en la cubierta con otros hombres. Me siento a la mesa. Delis, Zé Lucas, Luciano y Almeida, los cuatro son de Portel do Pará, en la isla de Marajó, y trabajan con la madera. “Toda madera de ley –dicen–, Ipé, Jatobá, Masaranduba, Upiuba”. Pasan noventa días en la selva y descansan diez.
Los madereros dicen que no es deforestación lo que vemos en la orilla. “Es la naturaleza, cuando sube el agua queda todo inundado”, dice Delis. ¿Y por qué en las cercanías de Belém hay esos árboles enormes en la costa? ¿El agua no sube? Silencio. No sabemos. André y yo creemos que es deforestación y que todo eso que se ve gris fue quemado. Pero nos callamos. Inútil querer saber.
Dejamos Monte Alegre a eso de las nueve y media. Había poca mercadería para descargar. Ahora directo a Santarém. Como el barco tenía que llegar de mañana dieron almuerzo gratis: arroz, fideos, feijão, carne, pollo, harina de mandioca y ensalada. El precio de una comida es 15 reales. Hacemos fila al lado de los motores para recibir el plato. La gente se sigue sentando en la mesa larga, bien pegada a los motores y come en silencio. Es imposible comunicarse al lado del rugido. El cielo está gris, pero dicen que sólo va a llover en Santarém. Hace un calor desgraciado, deforestado, asado. Faltan tres horas para llegar.
Le pregunto a Antoine si ya había visto un río tan ancho. Se ríe. “Creo que no existe un río tan ancho como este”. Le digo que sí, el De la Plata. Silencio.
Árboles, árboles, árboles y como si hubieran hecho un corte con cuchillo, de repente nada, monte. Hicieron un corte con sierra, a mí no me digan que esto fue hecho por la naturaleza. Dormito. Mi cuerpo ya es de la hamaca. Y por estar en la hamaca me perdí los delfines rosados y el encuentro de los ríos. Puede sonar raro pero el rugido del motor es como un somnífero.
Santarém, que se llama así porque los portugueses quisieron replicar los nombres de sus ciudades en todo Pará, brilla aunque el cielo tenga el color del plomo. No llueve. Cada uno desata su hamaca y se va despidiendo. Cientos de barcos flotan amarrados en la costa. Los cuatro días de viaje equivalen a una hora en avión. Pero las vías del Amazonas son de agua.
Datos útiles
Información. Hay salidas de Belém a Santarém los lunes y martes a las 16, miércoles, jueves viernes y sábado a las 10. El viaje en hamaca propia cuesta entre 130 y 150 reales. Los pasajes pueden comprarse en la oficina o a bordo. El camarote con dos camas, aire acondicionado y baño privado cuesta 600 reales.
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