Después de vivir en Europa por algunos años, viajó al norte del país y se enamoró de las casas de Humahuaca.
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Natalia Marín es ceramista. Hoy hace vajilla y objetos de deco en gres, pero sus comienzos fueron con cerámica precolombina: iba a buscar el barro al río, haciendo pozos en la tierra, imitando la técnica de los pueblos nativos. “Soy una gran admiradora de los pueblos originarios. Desde siempre me atrapó su cultura y cosmovisión”, dice. Hasta el día de hoy su forma de trabajo es orgánica y tiene reminiscencias de esas culturas, porque trabaja sin tornos ni moldes, solo con sus manos.
Nati vivió en Europa algunos años y, de regreso en Argentina, viajó al norte del país y se enamoró de Humahuaca y sus casitas hechas de adobe. No lo dudó: quería tener la suya. Entonces se compró un terreno lleno de árboles, lo alambró, hizo un pozo de agua e imaginó la casa de sus sueños. “Empecé a investigar sobre la técnica superadobe, a ver videos, a leer un montón y hasta me contacté con un arquitecto colombiano que me orientó en algunas cosas y con un chico que construyó en California”, cuenta. Así, al poco tiempo, hizo un domo como prueba y arrancó a construir con paja, bosta de caballo y barro. Fue arquitecta, capataz y albañil: a las 8 de la mañana se ponía el overol y levantaba paredes junto con Narciso y Gregorio, dos albañiles, que la bautizaron Pachamama. “¡Es la pieza de barro más grande que jamás hice!”, dice entre risas y, obvio, con muchísimo orgullo.
Todo hecho a mano
Hizo el living en la primera etapa de construcción. Junto con los albañiles, tardó un mes en levantar las paredes, y al terminar, se ocupó del mobiliario: hizo a mano el sillón, la biblioteca y la escalera que conduce a su taller. Después de ponerle cuerpo y alma a la construcción, llenó la cáscara, y esa –dice– fue la parte más linda del proceso. Se inspiró en Marruecos y el norte argentino para crear su propio estilo. Sobre el sillón, generó una composición de máscaras que hizo en cartón y sus hijos pintaron de colores. En este sector pasan muchas horas: los chicos hacen acrobacia en una tela que ella cuelga del techo y los tres bailan juntos, como expresión corporal: “Cada uno se libera y se mueve como quiere”.
La cocina tiene azulejos que trajo de Estambul, una lámpara de mimbre que compró en Tigre y la vajilla que hizo a mano, exhibida sobre un estante de madera. “Los colores –cuenta– los elegí para que combinen con los azulejos: azul cobalto y turquesa”.
Los cuartos
Nati vive con sus dos hijos, Maura y Antonio. Los tres, cada uno en su cuarto, duermen mirando el cielo, porque ella sumó vidrio a los techos con listones de madera, para llenar los espacios de luz natural durante el día y para mirar las estrellas por las noches. A su hijo, además, le creó su propio universo con un mural de la galaxia pintado a mano. “A él le encanta Star Wars”, cuenta Nati. En su dormitorio tiene una colección de piezas artesanales: muchas creadas por sus manos y otras que compró en sus viajes a Estambul, Turquía y el norte argentino: “¡En cada viaje, me llené las valijas!”, se ríe. Su cuarto también es un espacio en donde pasan mucho tiempo en familia. En invierno suelen comer en la cama, mirando una peli, bien abrigaditos. “Mi casa es muy personal. No me guío por la moda ni las tendencias, solo por mi intuición”, asegura.
Su taller
Escalera arriba está el taller de Nati, que en un tiempo se convertirá en el cuarto de Maura. Su plan es crear un nuevo espacio de trabajo, como una burbuja en el mismo terreno, y cederle este ambiente a su hija mayor. En este rincón pone manos a la obra: prepara su mate, sube las escaleras, se pone el overol, da play a la música y comienza la magia. Cada pieza es un proceso que dura semanas, que empieza con la arcilla en polvo y termina con el objeto esmaltado. En su cuenta en Instagram se puede ver y comprar sus trabajos. “Todas piezas imperfectas, pero honestas”, así las presenta en este rincón virtual. “Mi trabajo –agrega– es muy coherente con mi filosofía de vida y mi casa: me gusta romper con la estructura de la perfección”.
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