En Panamá, un canal hacia la naturaleza
El archipiélago agreste San Blas, a dos horas de la capital, ofrece islas vírgenes, playas de arenas doradas y el contacto con los kuna, la comunidad aborigen; muy cerca, la visita al gran canal que une los océanos y es orgullo nacional
El sol acaba de asomar sobre el mar. Tras la lluvia nocturna, el cielo está despejado y la arena empieza a teñirse lentamente de tonos dorados. Sobre la orilla, varias gaviotas sobrevuelan las aguas que llegan mansas y cristalinas hasta la pequeña isla. No hay viento y William sonríe, seguro ya de que el día será espectacular. Aún somnoliento, sube a su lancha para navegar hacia Puerto Carti, donde recibirá a una pareja de turistas españoles. A pleno sol, San Blas será para ambos el paraíso que han venido a buscar.
William vive en una de las 378 pequeñas islas que conforman San Blas, un archipiélago ubicado sobre la costa caribeña de Panamá. Poblado en sólo 80 de esas 378 islas, es uno de los destinos más exóticos con que cuenta el turismo centroamericano en la actualidad. Sin lugar para grandes hoteles, sólo las cabañas forman parte de la opción para los viajeros que llegan a este archipiélago en el que las playas de palmeras recostadas sobre las arenas se combinan con el encanto y el color de los kuna, la etnia precolombina que habita en San Blas.
“Aquí somos nosotros mismos quienes administramos nuestras tierras y abrimos las puertas al turismo que nos visita. Somos respetuosos de la naturaleza en la que vivimos y por eso no queremos que se levanten grandes hoteles, de esos que tienen mucho cemento y muchas habitaciones. En nuestras islas hay cabañas pequeñas, que permiten al turista estar en contacto con todo lo que lo rodea, sin televisores ni grandes comodidades de esas que acá no se necesitan”, dice William, que tiene 20 años y nunca oculta el orgullo de ser kuna. “Es mi pueblo, mi gente, mi historia y mis raíces”, afirma el joven.
Puerto Carti, el lugar al que William ha ido a buscar a la pareja de turistas españoles, es el principal punto de entrada a San Blas. Hasta allí llegan la mayoría de los visitantes del archipiélago, casi siempre tras un viaje de un par de horas desde ciudad de Panamá por una carretera que serpentea entre la selva. Desde Puerto Carti parten diariamente numerosas embarcaciones con rumbo a las diferentes islas del archipiélago, tanto aquellas en las que hay sencillos restaurantes para comer unas langostas mientras se disfruta del día como esas varias otras en las que se levantan cabañas que permiten hacer noche en San Blas.
Camino a las islas
Habitualmente, las salidas de los turistas hacia el mar comienzan bien temprano en la mañana, poniendo rumbo a pequeñas islas en las que no sólo hay tiempo para disfrutar de algunas zambullidas en el agua clara y del descanso en una hamaca sobre las arenas blancas, sino también para entrar en contacto directo con los kuna. Agrupados administrativamente en las comarcas indígenas de Guna Yala, Madugandi y Wargandi, los kuna viven en sencillas casas hechas de caña que suelen ser muy sólidas pese a su aspecto frágil. “En nuestras casas no hay nada que temer porque son fuertes y resisten a todo, tanto el viento como la lluvia de las tormentas”, asegura Iguanape, un viejo pescador que suele lanzar sus redes en las cercanías de la isla Perro Grande, una de las tantas que son visitadas por los turistas. “La pesca es buena, pero yo también tengo unos campitos que trabajo cerca de Puerto Carti”, dice Iguanape, que navega todos los días desde las islas a tierra firme en su cayuco para atender sus labores de agricultor. Cavado sobre el tronco de una palmera, el cayuco en el que hace el viaje diario es casi tan viejo como él.
La gran mayoría de los kuna viven en las islas más grandes del archipiélago, en donde se levantan sus aldeas. “Por lo general, los turistas visitan más las islas pequeñas en las que pueden disfrutar de las playas y las sombras de las palmeras. Pero si lo que se busca es conocer de manera profunda lo que es nuestro pueblo, es necesario que lleguen hasta las islas más grandes y visiten ahí nuestras comunidades”, dice Elías Pérez Martínez, un kuna muy ligado al turismo que tiene sus cabañas en Corbisky, un isla con una población muy importante de su etnia. “Este es un lugar ideal para que conozcan nuestra cultura”, dice Elías, que suele llevar a los visitantes por la aldea que se extiende a lo largo de la isla. En el recorrido es posible maravillarse con las típicas mujeres kuna, ataviadas con brazaletes, anillos, collares, aros en la nariz, decenas de pulseras que envuelven parte de sus tobillos y unos tejidos muy coloridos que están cosidos en paneles y se aplican sobre las polleras y las blusas. “Esos tejidos son las molas, que son una verdadera pieza de arte textil por los dibujos y motivos que tienen bordados”, señala Elías.
La unión de los océanos
Según cuenta la historia, en sus orígenes los kuna habitaban las selvas del interior de Panamá. Eso ocurrió hasta que en el siglo XVI los españoles conquistaran esos territorios y los obligaran a desplazarse hacia las costas caribeñas, en las que encontraron refugio. La llegada de los españoles no sólo marcó el destino de los kunas y otros pueblos amerindios de la zona, sino que también puso en marcha un utópico proyecto que varias centurias más tarde terminaría siendo el mayor logro de la ingeniería de todos los tiempos.
“El canal de Panamá es un sello que nos distingue frente al mundo. Nunca en toda la historia se construyó una obra de esta envergadura, con lo que supone abrir un paso marítimo a través de dos océanos por un lugar como éste. Y aunque muchos no lo sepan, fueron los españoles los que comenzaron con todo esto”, explica Magda de Moreno, de la Autoridad de Turismo de Panamá. Ese comienzo tuvo lugar en 1534, apenas cuatro décadas después de que los españoles comenzaran la colonización del Nuevo Mundo, cuando el rey Carlos V ordenó los primeros estudios topográficos del área del muy estrecho itsmo de Panamá para la construcción de un canal navegable que uniera los océanos Atlántico y Pacífico. La idea del monarca era perforar la tierra en una sección del istmo de tan sólo 80 kilómetros de ancho, pero el desarrollo de la ingeniería de aquellos tiempos resultaba insuficiente para llevar adelante tan titánica tarea y, por ello, la idea naufragó rápidamente.
El tiempo pasó y el sueño del canal recién se reflotó en 1880 cuando el empresario francés Ferdinand de Lesseps, el mismo que unos años antes había financiado la exitosa construcción del canal de Suez, desempolvó los viejos planes de Carlos V y vendió acciones por millones para solventar la realización del canal de Panamá. Sin embargo y pese a que los avances de la ingeniería del siglo XIX parecían permitir culminar con la obra, el nuevo proyecto fracasó por los estragos que causaron la malaria y otras enfermedades de la selva panameña, que sumaron veinte mil muertes entre los obreros asignados a las tareas de la apertura del futuro canal.
Poco tiempo después, la medicina encontró la cura para las enfermedades tropicales que habían derrumbado el emprendimiento de Lesseps y la idea fue entonces retomada por Estados Unidos. Tras conseguir la cesión de la totalidad de los derechos para la construcción del canal por parte del gobierno de Panamá, los estadounidenses iniciaron la construcción en 1904 e involucraron a más de 75.000 hombres, todos ellos bajo las órdenes de los ingenieros John Stevens y George Goethals. La ansiada inauguración se llevó a cabo diez años después, el 15 de agosto de 1914, cuando el vapor Ancón cruzó por vez primera el canal abriendo definitivamente el tráfico marítimo desde un océano a otro. Desde entonces, más de 750.000 naves lo han atravesado.
Desde San Blas, una ruta de buen asfalto conduce hasta la boca atlántica del canal de Panamá, ubicada en las cercanías de la ciudad de Panamá. En esa boca se encuentra Miraflores, una de las tres esclusas gemelas que permiten ascender y descender a los barcos a lo largo de su navegación por el canal. “Las tres esclusas levantan los barcos unos 30 metros, desde el nivel del mar hasta su máxima altura, que es el lago Gatún”, señala Anthony, un hombre de unos 70 años que tiene el rostro repleto de arrugas y trabaja en Miraflores.
“Mi vida tiene que ver con este canal, como la de casi todos los que nacimos en esta querida tierra. Yo estuve aquí el día que los gringos nos lo devolvieron”, cuenta con orgullo Anthony. Ese día del que habla fue el 31 de diciembre de 1999, cuando tras más de noventa años de administración estadounidense, los panameños asumieron por fin el control del canal de Panamá. “No recuerdo momento más feliz que ese para nuestro país. Todos lloramos de emoción, porque el canal era como un hijo al que veíamos, pero no teníamos”, concluye Anthony.
La esclusa de Miraflores es la más visitada de las tres que forman parte del canal de Panamá. Desde la capital panameña, las excursiones hasta Miraflores son uno de los paseos más habituales, así como también las navegaciones por el lago Gatún, uno de los mayores lagos artificiales del mundo que fuera formado por una represa construida a través del cauce del río Chagres.
Con una superficie de más de 425 kilómetros cuadrados, el Gatún es el corazón mismo del canal y muchas de las islas que surgen sobre sus aguas fueron en el pasado los picos de montañas. En esas islas hoy convive una enorme cantidad de avifauna cuya observación convoca diariamente a cientos de turistas. De algo más de una hora de duración, esas navegaciones de avistamiento silvestre permiten también ver el paso de los barcos por el Gatún, casi todos ellos de dimensiones colosales y cargados de cientos de contenedores. Un espectáculo inolvidable.
La ciudad de los rascacielos junto al mar
El excepcional crecimiento de la ciudad de Panamá en los últimos tiempos está ligado estrechamente con el dinero que genera el canal. En los últimos dos años, el volumen de carga desplazada por el canal fue de aproximadamente 700 millones de toneladas y dejó ingresos por más de 5000 millones de dólares, de los cuales unos 4000 correspondieron sólo a peajes de tránsito por la vía interocéanica.
La capital panameña es uno de los sitios de mayor desarrollo del continente. Asomados sobre las aguas del Pacífico, varias docenas de rascacielos dibujan el perfil urbano. De todas formas, para los viajeros el principal atractivo de la ciudad no se encuentra en esos símbolos de pujante modernismo sino en la nostálgica atmósfera del antiguo barrio de San Felipe.
En el sitio mismo en el que nació la ciudad de Panamá en 1673, este barrio sumerge al visitante en un mundo de calles empedradas, iglesias, conventos de fachadas derruidas y viejos palacios que remiten a los tiempos de la colonia española.
Caminar por San Felipe es encontrarse con reflejos del pasado en cada rincón. No más de 15 calles y dos avenidas concentran mucho de lo más importante de la historia de la ciudad. Y también de sus leyendas, como la del famoso Altar del Oro, el único objeto de valor que sobrevivió a la codicia de Henry Morgan cuando el pirata inglés saqueó Panamá en 1671. “La leyenda dice que un sacerdote pintó el altar de negro y logró engañar a Morgan, que se fue de la ciudad sin saber que dejaba allí una fortuna en oro”, cuenta Magda de Moreno, de la Autoridad de Turismo local.
Fiebre amarilla
Además de sus vestigios coloniales, San Felipe se destaca por sus viejas plazas. De ellas, la más célebre es la plaza Francia, abierta en 1922 en la zona sudeste del barrio para recordar a quienes participaron de la fallida construcción del canal de Panamá bajo las órdenes de Ferdinand de Lesseps.
Diariamente, cientos y cientos de personas caminan por esta plaza y se sacan fotos sobre los muros que se acodan sobre las aguas del Pacífico. Próximo a esos muros se levanta el busto de Carlos Juan Finlay, un médico cubano cuya labor científica resultó decisiva para la construcción del canal de Panamá.
“Finlay descubrió que la fiebre amarilla era transmitida por el mosquito Aedes Aegypti y eso permitió avanzar en la erradicación de la enfermedad en Panamá, que había causado estragos entre los obreros que habían tomado parte del proyecto francés de Lesseps. Recién una vez que fueron vencidas las enfermedades tropicales se pudo construir el canal”, explica Magda.
A pocos metros de plaza Francia, siguiendo el rumbo de los muros que se acodan sobre el Pacífico, se agrupan un par de decenas de puestos de vendedores ambulantes que ofrecen artesanías. Varios de esos puestos son atendidos por mujeres kuna, invariablemente ataviadas con sus collares, sus pulseras y sus coloridas molas.
“Lleve una, que tiene un buen precio”, le dice una mujer a un turista que mira atento una de las molas que se ofrecen a la venta. Hermosa, la tela lleva bordada una escena que recrea el cielo, el mar y la selva. “Es la riqueza de nuestra tierra”. Menos de veinte dólares le alcanzarán para hacerse con esa pequeña obra de arte de los kuna.ß
Datos útiles
Cómo llegar:
Copa Airlines tiene vuelos directos a la ciudad de Panamá desde Buenos Aires (21 frecuencias semanales), Córdoba (7 frecuencias semanales) y Rosario (7 frecuencias semanales). Precios desde 1530 dólares desde Buenos Aires, 1430 desde Córdoba y 1462 desde Rosario, con impuestos incluidos. Informes y reservas en www.copaair.com
Dónde dormir:
En la ciudad de Panamá, el Novotel Panama City es un cuatro estrellas ubicado en pleno distrito comercial, con muy fácil conexión a los rincones más atractivos de la capital panameña. Amplias habitaciones y restaurante con platos tradicionales.
En el archipiélago de San Blas, las cabañas Corbisky ofrecen seis habitaciones en un medio de un pueblo kuna, con comodidades sobre el mar. Su dueño, Elías Pérez Martínez, recibe a los viajeros en Puerto Carti y desde allí hace los traslados hasta la Isla Corbisky. Contactos por mail escribiendo a eliasperezmartinez@yahoo.com o por Facebook en Cabaña Corbiski Gunayala Panamá
En Farallón, a sólo noventa minutos de la ciudad de Panamá, el Royal Decameron Golf, Beach Resort &Villas ofrece no sólo una de las mejores opciones de alojamiento del país sino también de todo Centroamérica. Ubicado sobre la privilegiada zona de playa Blanca, cuenta con 852 habitaciones de estilo tropical, con balcón individual y vistas al mar y a sus jardines privados. Tiene además cómodas recámaras en su Villa Deluxe y Villa Suite, con vistas a su campo de golf de 18 hoyos. Informes y reservas en www.decameron.com
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