El último oasis dominicano
En el aún prístino sudoeste de la isla, cerca de la frontera con Haití y lejos de las grandes cadenas hoteleras, Bahía de las Águilas, dentro del Parque Nacional Jaragua, es una de las pocas playas realmente vírgenes del país
REPÚBLICA DOMINICANA (El Mercurio/GDA).- "Es como una mujer bonita que toda su vida ha oído que es fea de parte de sus hermanas mayores. Entonces se cree fea. Cree que nadie nunca la va a ir a ver. Y se entrega al mejor postor."
Eso decía José Martínez, doctor en Geografía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Antes de ese momento, la conversación iba más o menos así: le pedí al académico unas referencias sobre las características y la situación actual del paisaje de la costa sudoeste de República Dominicana, donde se encuentran algunas de las mejores playas aún no invadidas del país, y él me respondió como si estuviese armando un perfil psicológico de alguien.
Antes de contactarlo había visto el nombre de José Martínez en uno de los muchos artículos que informaban sobre un tema cada vez más delicado para las personas que viven en esa región: ¿qué hacer con Bahía de las Águilas, una zona con playas extraordinarias y que hasta ahora se ha mantenido fuera de los circuitos de grandes cadenas hoteleras por, entre otras cosas, su carácter de parque nacional? Para el académico, igual que para muchos otros, la respuesta a este dilema era sencilla: "Nada, no hay que hacerle nada".
José Martínez se había encargado de adelantarme lo que encontraría en mi viaje a esta codiciada bahía que hoy se debate entre mantener su estado de conservación o abrirse a proyectos como las cadenas all inclusive que gozan de buena salud en el resto del país. "El sudoeste es distinto. Las playas dominicanas no tenían árboles cocoteros hace 500 años, algo que ahora es impensado cuando se habla del Caribe. Pero el litoral del sudoeste sigue como era antes: ahí están las únicas playas representativas de los ambientes prístinos y de la vegetación propia de esta isla", decía Martínez para explicar por qué en esta región ya no vería las clásicas postales asociadas a la isla.
Por cierto, Bahía de las Águilas, que se ubica dentro del Parque Nacional Jaragua, ya dejó de ser un secreto local. En los últimos tiempos ha aparecido con referencias en publicaciones como USA Today y Condé Nast Traveler, donde la describieron sencillamente como la playa más bonita del país, pero acompañaron eso con una advertencia del tipo: Es una playa para los aventureros que quieran ir en la dirección opuesta al resto de los viajeros.
La advertencia cobra sentido en realidad para casi todo el sudoeste de República Dominicana: se trata de una región que a veces los mismos dominicanos desconocen porque, entre otras cosas, queda bastante lejos de las grandes ciudades (está a unas cuatro horas de Santo Domingo), dicen que es una zona pobre (aquí vive la mayoría de los inmigrantes haitianos), y muchos aseguran que se trata de un sitio demasiado seco (de hecho, es la parte donde menos llueve en el país).
Reconozco cada una de esas características al poco rato de tomar un bus en Barahona, una de las ciudades más grandes del sudoeste dominicano, con dirección a Bahía de las Águilas, a dos horas de distancia. En el camino se hace evidente lo que comentaba el doctor Martínez: no se ven palmeras y en lugar de eso se asoman unas grúas en pleno trabajo de excavación minera, porque en esta zona hay varias faenas de extracción de oro y mármol. Por eso mismo, la minería es lo que da más empleo a la gente de la zona, y la vida sigue su curso de espaldas a la playa.
Luego de un buen rato en que a veces el bus parecería estar internándose en el desierto de Atacama, miro por la ventana y veo cientos de cactos, cactos que brotan en una arena blanca. Con un poco de suerte, pienso, ojalá éste sea de esos desiertos donde uno encuentra su oasis.
Líder en alerta
Llego a Cabo Rojo con el sol de mediodía presionando hacia el delirio. Me espera Miguel Romero, uno de los líderes comunales que defiende al Parque Nacional Jaragua de las continuas presiones que, dice, ejercen diferentes cadenas hoteleras para conseguir el permiso de construcción en esas playas.
Cada vez que los medios dominicanos muestran noticias sobre proyectos inmobiliarios en terrenos protegidos, Romero y su gente reaccionan: se reúnen, discuten por horas, preparan un comunicado y redactan petitorios a las autoridades para asegurar el cuidado del parque. Y luego siguen con las publicaciones en el Facebook del grupo para informar a los vecinos.
"Antes nadie oía. Acá la gente prefería tener más trabajo: daba igual que llegaran las mineras, que llegara lo que fuera con tal de ser menos pobres. Veían por la televisión el desarrollo de las ciudades del norte y querían eso", dice Romero.
Miguel Romero, un moreno que en algo se parece al actor de películas de acción Vin Diesel, pero con fraseo caribeño, dice que con su mujer fueron de los primeros de la zona en levantar la voz para "proteger un área protegida". Así lo dice: "Proteger un área protegida". Habla de eso cuando nos adentramos en el Parque Nacional Jaragua, un lugar que es perfecto ejemplo de bosque xerófilo, con el canelillo como uno de los arbustos más comunes y con 130 especies de aves (entre las que se cuentan unas 76 variedades residentes y 47 migratorias, y que tiene 10 especies endémicas).
El sitio es único dentro de República Dominicana. Romero se encarga de recalcar el punto cada vez que puede durante los 15 minutos que demora el bote en llevarnos hasta la zona de desembarque.
Teófilo Núñez, el botero, dice que cubre este trayecto hasta Las Águilas al menos dos veces al día. Todo depende de la temporada, pero explica que ya no son sólo quienes viven en la zona los que aprovechan el parque, sino que cada vez le toca llevar "más gringos y más rusos" hasta esta playa. Ese creciente reconocimiento internacional ha ayudado a que la bahía por ahora siga dando pelea para mantenerse libre de construcciones y comercio.
"Hay quienes decían que por ser ésta una de las áreas protegidas más grandes del país, quedaba poco espacio para inversiones externas y por eso había tanta pobreza en el lugar. Hoy ese cuento ya no lo cree nadie. Todo lo contrario: se está entendiendo que proteger este sitio es lo que nos asegurará más riqueza, ser más distintos", dice Romero justo antes de que se empiece a revelar, frente a nuestro bote, una delgada huella de arena que brilla rodeada por montes de un verde tímido y que contrastan con el mar calipso, y unos roqueríos que de tan blancos parecen reflectores.
Todo lo que vemos al frente despide un fulgor que parece amplificarse bajo el efecto de los 30°C. A lo lejos, como si el aire hiciera que la imagen temblara, unas cuevas se asoman en el horizonte. Los cactos acompañan nuestro camino. Romero dice que ésta es la zona más árida del país, y parece una descripción excesiva. "Si esto es árido...", digo mientras avanzamos por la arena más blanca que haya visto en mi vida. Decenas de aves revolotean entre los matorrales y, al fondo de este pasillo playero, una bahía se extiende por ocho angostos kilómetros.
El Parque Nacional Jaragua tiene fama como yacimiento arqueológico, con abundantes vestigios de la era prehispánica que correspondían a asentamientos de taínos, los habitantes originales de la zona. Más allá de recorrer algunas de estas cuevas, dice Miguel Romero, no hay mucho que hacer. No hay restaurantes, ni hostales, ni campamentos, ni nada aparte del muelle de madera donde nos dejó Teófilo Núñez, el botero. Es quizá la única zona costera en República Dominicana que se mantiene así, intacta, dice Romero.
En menos de tres horas hemos caminado por casi la totalidad de la bahía sin ver a otra persona.
El viento ha caído cálido a cada segundo: a veces es tanto el brillo del cielo que hace que los ojos se confundan y crean que la aridez no terminará nunca. Es en ese momento cuando la bahía muestra sus méritos: en sus aguas brillan cientos de corales y unos peces tipo Buscando a Nemo se muestran, se acercan a la orilla, se pasean como pinceladas de color en este desierto caribeño.
Antes de que se vaya el sol, antes de que la falta de luz esconda esta playa, volvemos al bote de Teófilo y con él a Pedernales, el poblado más cercano a la bahía.
Una vez allí, el preámbulo de la noche ya muestra sus cartas. Unas chicas -haitianas, dice Romero- se instalan en el malecón, escasas de ropa, para ver si les cae algún cliente. Unos niños que difícilmente tienen más de 2 años corren desnudos entre los pozones de agua que se forman en estas calles de barro.
Pedernales es la última frontera entre República Dominicana y Haití, aunque acá la gente crea que eso de frontera es más bien una utopía. No se ven hoteles interesantes. De hecho, no se ve mucho desde el muelle hasta la parada de donde salen los buses para volver a Barahona.
Nos despedimos y veo cómo Pedernales desaparece. Sin resorts, sin boutiques y quizá sin mucha fe en sí mismo, pero ésta es la región que podrá pasar otra noche junto al probable último oasis del país.
Datos útiles
Cómo llegar y más info
Bahía de las Águilas está en la zona de Pedernales, la parte menos turística del país, a cuatro horas en ómnibus de Santo Domingo.
La playa se mantiene virgen y carece de buena infraestructura turística, así que se recomienda llevar equipo de snorkel, por ejemplo, y provisiones para el tiempo que decida quedarse. Está prohibido acampar en la bahía, y los alojamientos más cercanos están en Pedernales o Barahona. Entre las opciones más destacadas está Casa Bonita, hotel boutique que queda en la ruta entre los dos poblados y está formado por varios chalets (www.casabonitadr.com).
Hasta Bahía de las Águilas se llega en bote. Desde Barahona o Pedernales es preciso tomar un ómnibus hacia Cabo Rojo (unos 7 dólares), de donde salen lanchas hacia la playa de Las Águilas (10 dólares).
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