El misterio de la ciudad sagrada de Teotihuacán, con una parada en la basílica de Guadalupe
Muy poco se sabe sobre este imponente complejo de piedra, habitado entre el 150 a.C. y el 650 d.C., que se sigue estudiando en medio de contingentes de turistas, vendedores y hasta acróbatas
A las 6 en punto sonó el despertador y, aunque quisiera haber escuchado I got you babe , tal como en El día de la marmota -esa clásica película con Bill Murray y Andie MacDowell-, de la radio sólo salían chirridos. El dial estaba fuera de sintonía. Sin abrir los ojos busqué el botón de apagado con las manos y luego, con un leve salto, salí de la cama. Miré por la ventana y ya se adivinaba otro brillante día de sol en la inconmensurable Ciudad de México.
Tenía que apurarme y sabía muy bien por qué: en el D.F. el tiempo se rige por otros parámetros. Hace un par de días, cuando llegué a la ciudad, había demorado eternas dos horas en recorrer unos 60 kilómetros entre el aeropuerto Benito Juárez y la zona de Santa Fe, donde estaba mi hotel. El conductor del taxi, relajado, me había advertido al subir: "Son las 8 de la mañana, habrá mucha congestión". Y había. Cientos de miles de autos, motos, buses y camiones intentando pasar entre calles, puentes, sobreniveles, túneles, parques y avenidas, todos taponados como arterias con colesterol.
Así que esta mañana, cuando ya habíamos decidido tomar un tour a las famosas pirámides de Teotihuacán, teníamos que ser puntuales, saliendo 7.30. Un par de minutos más tarde significaría una tragedia: el infernal tráfico del D.F. terminaría por tragarnos.
Hablo en plural porque éste era un viaje en masa. Una treintena de personas de distintos países, algunos primera vez en el D.F., otros cuarta o quinta, pero creo que ninguno había estado antes en Teotihuacán, la zona arqueológica más cercana a Ciudad de México, una imponente ciudad de piedra habitada probablemente entre el 150 a.C. y el 650 d.C., y que alguna vez llegó a tener 200 mil habitantes.
Es simple. Teotihuacán no es azteca ni mexica ni olmeca, sino anterior: hay teorías que dicen que sus primeros habitantes fueron los totonacos, los nahuas y los otomíes, que con el tiempo habrían ido conformando una gran urbe prehispánica donde convergerían los diversos grupos étnicos de Mesoamérica. Incluso su nombre original es un misterio: Teotihuacán ( lugar de los dioses , en náhuatl) es como los mexicas la llamaron cuando excavaron la ciudad en busca de piedras preciosas, pero no como se habría conocido antes.
"¡Que levanten la mano los que vienen de Méxicoooo!", gritaba el guía con el micrófono del bus en la mano, los parlantes saturados. "¿Hay alguien de Perúuuu?" "¿De Estadooos Unidooos?" "¿De la Indiaaaa también?" Como había hasta una rusa, todo el viaje tuvo que ser en dos idiomas: primero en español, luego en inglés. Al poco rato fue inevitable: ante tanta información repetida, comencé a quedarme dormido. Alcancé, eso sí, a ver algo de los suburbios del D.F., con montones de casas tal como las favelas de Río. A lo lejos, entre las nubes, divisé también la silueta de los volcanes ícono de la ciudad, de nombres casi impronunciables: Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Y así fueron apareciendo calles y avenidas, hasta que llegó nuestra primera detención: la basílica de Guadalupe.
"Vamos a poner una hora de encuentro -gritó el guía-. A las 9.45 todos acá. El que no llega quiere decir que no quiere ir a Teotihuacán, o que prefiere irse en taxi. El bus no esperará a nadie." Así es que no había opción: bajamos y fuimos hacia la iglesia en fila india.
Considerado el principal templo católico de América -para la fiesta de la Virgen llegan unos nueve millones de visitantes-, en realidad se trata de dos sitios: uno es la antigua basílica que, como varias construcciones en el D.F., está inclinada pues la ciudad fue construida sobre un lago; el otro es la nueva basílica, con unas grandes luces como velas en el techo y curas con túnicas blancas dando misa entre el humo del incienso.
Para algunos, la sola visita y la foto con la estatua de Juan Pablo II tal vez justifiquen el viaje. Para otros menos devotos, quizá bastará ver las muestras del fervor religioso del D.F.: en las afueras del templo hay cientos de miles de imágenes, rosarios, crucifijos, platos, bolsos, carteras, pañuelos y velas con el rostro de la Virgen de Guadalupe. Y adentro, escenas curiosas como un grupo de mariachis -con guitarras, contrabajos y trompetas- llegando en procesión sólo para rendir culto.
Eran casi las 10 y el sol comenzaba a pegar. En dos horas más sería peor, pero entonces ya habríamos llegado a Teotihuacán.
Teotihuacán es un parque arqueológico a orillas de la ruta que va a Pachuca, donde cada hora llegan buses y más buses de turistas, y la gente del lugar vive de eso, y te ofrecen artesanías a buen precio, amigo, y te persiguen tanto que termina siendo agotador. A la entrada del primer hito del parque -el sector de la Ciudadela y la Pirámide de la Serpiente Emplumada- hay un show continuado: son los voladores de Papantla, un grupo tradicional de acróbatas que se amarra de los pies a un gran mástil de madera y comienza a volar alrededor como si fuesen pájaros, mientras tocan un flautín y un tamborcillo.
El sol estaba tan bravo que no dio para estar parado mucho tiempo frente al show. Así que entramos rápido a la Ciudadela, una explanada rodeada por simétricas construcciones de piedra y, al fondo, la pirámide trunca de la Serpiente Emplumada.
Justamente allí es donde se están haciendo las últimas investigaciones arqueológicas que se han convertido en noticia: un grupo de especialistas del Instituto Nacional de Antropología e Historia encontró recientemente un sistema de túneles bajo el templo que permanecía cerrado desde hace más de 1800 años, y que contenía más de 60 mil objetos pequeños de jade y concha. Algunos plantean, incluso, que allí podrían encontrarse los restos de los antiguos gobernantes de Teotihuacán, o indicios que darían más luces sobre su verdadero origen.
Mientras el guía hablaba y hablaba en dos idiomas, y había que agacharse para dejar que todo el mundo sacara su foto con la serpiente y la cabeza de jaguar de fondo, a lo lejos, entre unas derruidas murallas de piedra, un par de científicos hacía mediciones y sacaba fotos con una cámara de grandes lentes. Es una de las gracias de Teotihuacán: a diferencia de otros sitios arqueológicos, esta ciudad aún se sigue estudiando. Sobre los recientes hallazgos del túnel, por ejemplo, todavía no se han publicado conclusiones.
No vimos mucho más. El guía bilingüe apremiaba y había que continuar a la segunda parte del circuito. Y requirió esfuerzo convencer al vendedor de artesanías que nos persiguió desde la entrada que no queríamos ni el mantel, ni los aros, ni la pulsera, ni la figurita de piedra, ni el calendario, ni nada. Por ahora.
El Sol y la Luna
La segunda parte del circuito es más interesante: se pasa por antiguos cimientos de la ciudad, se ve lo que queda de frisos y murales (muchos han sido restaurados) y, por cierto, se conocen las dos grandes atracciones de Teotihuacán: la Pirámide del Sol, con 63 metros y una planta casi cuadrada de aproximadamente 225 metros por lado, similar a la pirámide egipcia de Keops, y la Pirámide de la Luna, con 45 metros y desde donde se logran soberbias vistas de la llamada Calzada de los Muertos, una imponente y simétrica pasarela de dos kilómetros donde se alinean los que habrían sido templos, palacios y casas de las grandes personalidades de la ciudad.
Con un poco de imaginación a uno le parece escuchar algo así como gritos de antiguos sacrificios humanos sobre la calzada, pero la realidad es mucho más aburrida: son sólo vendedores ambulantes ofreciendo el mayor chiche de Teotihuacán, una especie de jaguar de cartón que al soplarlo simula el grito salvaje del animal. Los niños lo exigen a llantos. Y el ruido del juguete llega a ser insoportable.
Pese a estar achicharrándome de calor, decidí subir a la Pirámide de la Luna (sólo se llega hasta la primera planicie) porque nos habían dicho que la vista desde allí era espectacular. Lo era. La Calzada de los Muertos, la Pirámide del Sol y el valle de fondo armaban una postal. Supongo que allí arriba había gente intentando meditar o recibir energías místicas de los antepasados, pero no lo pude distinguir muy bien: todos parecían más preocupados por sacar fotos.
Estuve un rato allí, contemplando, y cuando se acabó la botella de agua y creí tener la foto que justificaría el viaje, decidí bajar los empinados escalones del templo. Aún me quedaba la Pirámide del Sol, pero ya tenía pocas ganas de seguir subiendo. Así que caminé por la Calzada de los Muertos, esquivé un par de jaguares de cartón, me ofrecieron una linda figura de jade por 10 pesos (fue un gancho: en realidad eran 10 dólares, es decir, diez veces más cara), me lamenté por haber olvidado el bloqueador solar y, finalmente, llegué hasta las barbas mismas de la pirámide.
Una vez allí lo pensé mejor: la construcción era tan elevada -las personas en la cima se veían diminutas- y hacía tanto calor que preferí desistir y regresar al bus para escuchar los últimos mitos y leyendas del guía bilingüe.
Mi día en Teotihuacán, claramente, ya había terminado.
Datos útiles
Cómo llegar
A Ciudad de México vuela Aeroméxico sin escalas. Hay tours diarios para ir a Teotihuacán y la basílica de Guadalupe, que pueden contratarse en los mismos hoteles. Para comer, dentro de la zona arqueológica está el restaurante La Gruta ( www.lagruta.com.mx ).