El cuento del buzón que se tragó los pasajes
Es el 30 de diciembre de 1979, estamos en la casa de mi hermana en Evanston, un suburbio que limita con Chicago. Evanston es el pueblo donde nació la Ley Seca y el único donde todavía no fue derogada. A las 7 de la mañana sale nuestro avión a las Islas Vírgenes, donde nos espera el eterno verano caribeño. A orillas del lago Michigan nos estamos congelando. Un curioso aparato de radio que sólo transmite datos meteorológicos nos va informando sobre los avatares del clima asesino de Chicago, que alterna los 30 bajo cero de sensación térmica con amenazas de tornado. Bien abrigado, mi marido sale a echar unas cartas al buzón.
En este punto es necesario aclarar que mi marido es la persona organizada de la familia, a cuyo cargo se dejan todos los trámites y controles. A las 5 de la tarde helada, Silvio da vueltas por la casa buscando desesperadamente algo.
-¿Nadie vio los pasajes?- dice por fin.
-Pero si los tenías ahí, a mano, en un sobre- dice mi hermana.
Estaban, en efecto, en un sobre. Silvio los echó al buzón junto con las cartas. Llamamos desesperados al Correo, donde nos informan que el vehículo que se lleva la correspondencia está pasando en ese momento por la zona. Marido y cuñado salen veloces con la esperanza de interceptarlo. Vuelven mohínos, fracasados.
En el Correo nos dan esperanzas. A las 6 de la mañana se ordena la correspondencia. Si pasamos a esa hora, tal vez nos devuelvan los pasajes.
Dedicamos la noche a hacer turismo en el hospital de Evanston: nuestra bebita llora sin consuelo. Un practicante me ruega angustiosamente que la haga callar para que pueda revisarla. Si pudiera hacerla callar no estaríamos aquí, trato de hacerle entender. Una enfermera le saca los pañales y da con la misteriosa causa del llanto. La beba tiene la cola paspada. El médico recomienda un remedio ciento por ciento americano: mamaderas de gaseosa bien batida.
A las 6 en punto, en el Correo, nos devuelven los pasajes. Tomamos el avión a tiempo y finalmente llegamos a Miami, donde nos enteramos de que no están saliendo los vuelos regulares a Saint-John. En cambio, después de varias horas de espera, nos proponen una avioneta muy simpática. Antes de subir, cada pasajero debe subirse a una balanza, para distribuir adecuadamente el peso. Me pesan con mi beba en brazos. Sin embargo, en la avioneta, el copiloto nos hace un show tan divertido parodiando la inquietud de los pasajeros que todos respiramos aliviados. Cae la noche tropical y estamos por fin en el hotel, uno de los mejores de la isla. Es el 31 de diciembre y el conserje nos propone participar en la cena celebración de ochenta dólares per cápita que comienza a las 11 de la noche. Agotados, no queremos más que comer algo y dormir. Comer cualquier pavada. En el hotel se muestran inflexibles: o la cena de Año Nuevo, o nada. ¿Un pedazo de pan, una galletita? Ni por ochenta dólares. Amables, pero firmemente, nos repiten: nada, absolutamente nada. Por suerte todavía me quedan un par de mamaderas llenas de gaseosa batida que compartimos con nuestra hijita antes de irnos a la cama. ¡Feliz Año Nuevo!
La autora es escritora. Su último libro de cuentos se llama Como una buena madre .
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