De cómo me reencuentro cuando estoy extraviada
Juan,
Tal como pusiste entu última carta, muchas veces es necesario salir, explorar, extrañarnos, perdernos, para luego encontrarnos y reconocernos. Sin mandatos, sin cadenas.
Hablando de extraviarse, el miércoles pasado viví una experiencia nueva: entrar a un quirófano, someterme a una anestesia total y suspender la vida como en un paréntesis, para que me extraigan mis óvulos empoderados. En el instante previo, que me pareció eterno, me sentí totalmente perdida, entregada y vulnerable.
Hace muchos años, tantos que sólo me quedan recuerdos vagos, me operaron de los ojos. Una intervención muy compleja. Esa fue en realidad mi primera experiencia del estilo. Yo era muy niña, apenas cuatro, por lo que no era consciente de la situación; no al menos de la manera en la que lo fui esta vez.
Para este miércoles que pasó, mi despertador estaba puesto para las cinco de la mañana. A las seis me buscaba Flor para ir a la clínica.
Tres de la mañana. Mis ojos se abrieron de golpe, despabilados. En un fragmento de segundo mi mente reaccionó: "¡Hoy!, es hoy, no me puedo quedar dormida, no después de tanto esfuerzo. El cuerpo de la mujer es casi como un reloj. Las horas están contadas. No me puedo quedar dormida."
Pero eran las tres de la mañana y tenía dos despertadores programados. La lógica me decía que tenía que tratar de descansar, de calmarme, de relajar mi cuerpo. Pero esa irracionalidad con la que solemos cargar en la vida, me hacía desconfiar de cada despertador del Universo.
Aquella vez, a los cuatro años, me despertaron mis papás. Los pendientes eran ellos. Allí, por el año 1980, yo dormía en paz y confiada.
Confieso que este último miércoles, hubiese deseado no vivir sola.
Por supuesto que no me volví a dormir; en definitiva sabemos que están los duendes esos que te esconden las medias, las cucharitas de té, las llaves y que te cambian los despertadores de am a pm. A esa hora, y con mi ansiedad, nadie me hubiera podido convencer de lo contrario. Los duendes existen.
Desde ese instante, ese de las tres de la mañana, yo ya no era yo. Era tan sólo un cuerpo que daba vueltas en la cama, que se levantaba al baño cada veinte minutos y que miraba la hora. Autómata. Mi "verdadero" yo, observaba todo como desprendida, como una espectadora que mira por primera vez una película, de trama desconocida, ajena a la propia realidad, pero donde la protagonista se me parece físicamente.
Esa sensación de extrañamiento sigue - con menos intensidad-, hasta el día de hoy. Todavía me siento visitante en mi cuerpo. Como si estuviera habitando un hogar nuevo.
Miércoles ocho de la mañana. "Sacate todo y ponete esto, arriba esta bata descartable y este gorro"
Ocho y media: "Hay que controlar tu presión. Está muy alta".
Nueve de la mañana. La cardióloga me indica con una voz muy dulce como tengo que acostarme. Entre dos mujeres, comienzan a envolverme como una oruga. "Qué raro", pienso, "me van a tener que meter un tubo por abajo. Para qué me cubren tanto".
El anestesiólogo me mira y me pide que le extienda el brazo. Yo le hablo pavadas. Soy muy consciente que cada cosa que sale de mi boca es una estupidez. "No me gustan las agujas y esa se ve grande", le digo, mientras pienso que es ridículo, con la cantidad que me inyecté en las últimas dos semanas. Una más - y encima la que me duerme – es un juego de niños.
"Pensá en algo lindo", me dice la médica, "Este es tu momento, relajate. Pensá en un lugar que te guste, en una canción que te haga bien."
Yo no podía pensar en una canción porque en el quirófano estaban escuchando Phil Collins. Buen tema. Por suerte para mí, no era Luis Miguel o Arjona. La voz rara del bueno de Phil lo humanizaba todo. Mi imaginación, sin embargo, trataba de ir hacia melodías más sinfónicas como las de Floyd o The Alan Parsons Project.
El anestesista hacia algo así como chistes. Supongo que cuando estudian deben tener alguna materia llamada "Bromas para relajar a los pacientes."
Me clavó la aguja; yo miré el caño metálico y ese sachet de líquido transparente goteando a mi cuerpo. "¿Y si no me duermo?", pensé. Todos se duermen, por que habría de ser yo la excepción.
Un lugar lindo. Pensá en un lugar lindo. Entonces imaginé ese lugar que me da paz, ese fantaseado desde niña. Ahí yo soy una gaviota y sobrevuelo una costa de olas parejas y que rompen armoniosas, olas que llegan a una playa no muy ancha, ubicada en un acantilado. A lo lejos, casitas bajas y calles de tierra. Me siento en casa.
La luz redonda y blanca ubicada sobre mi camilla de pronto parece un plato volador. En mi playa hay un OVNI y suena Phil Collins, y hay una voz de mujer que dice: "hay nena, qué lindos ojos que tenés."
Un líquido denso, muy denso invade mi estómago. Se asienta como roca, pero en tan sólo un parpadeo, sube por los canales que llegan a mi garganta. De pronto, mi mar está espeso y en mi boca. "Ay, espero no lanzar esta melaza como en el Exorcista. Qué bizarro", pienso.
Fin de la escena.
No tengo ni idea de la hora. Pero mis ojos se abren de la misma manera como se abrieron a las tres de la mañana de ese día. Despabilados al extremo.
"Salió todo muy bien. Qué despierta que estás", me dice la enfermera.
"Soñé cosas lindas", le dije.
Creo que se supone que uno no sueña bajo la anestesia. Pero yo soñé con mi mar, con mi acantilado y con mi vuelo. O quizás eso es lo que me pareció, pero en realidad sólo retuve mi último recuerdo.
Un recuerdo que es tan sólo una sensación, una emoción, un sentimiento que me reencuentra con quien soy cuando estoy perdida.
Beso,
Cari
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