Con el bolso de Mary Poppins
El dilema de llevar de todo en la valija o viajar sólo con lo puesto
Hay dos clases de padres: los que llevan demasiado equipaje y los que no llevan suficiente. Lo ideal es que se complementen, porque será casi imposible encontrar en el mismo ser humano la persona capaz de discernir salomónicamente si es necesario llevar el buzo azul si ya tiene uno gris, o si no será igual tener dos pares de media en vez de cinco, aunque ocupen poco espacio.
Unos y otros extremistas niegan serlo, por supuesto, y defienden su escasez o su holgura como ejemplo de la justa medida. Calificarán como "excepciones a la regla" aquella vez que volvieron a casa con la mitad de la ropa limpia y doblada, sin haberla tocado, luego de acarrearla por largas travesías como un estorbo inútil. O, en el otro bando, cuando se quedaron sin guardarropas ante un cambio de clima inesperado o la noche de recorrida por farmacias de turno para comprar chupete, protector solar, pasta de dientes o algún otro indispensable dejado en casa.
Para los previsores, es incomprensible la obsesión por llevar lo mínimo de su contraparte, una anorexia capaz de desechar hasta lo necesario sólo por no cargar. Es como preparar las valijas para mudarse al invierno septentrional durante una jornada de 40 grados de calor; lo más probable es que se subestime la demanda de abrigo. Los fóbicos del equipaje suponen que los chicos no ensuciarán tanto su ropa, que la novedad del destino será entretenimiento suficiente como para compensar con otra diversión transportable y que cualquier imponderable podrá ser subsanado en el camino.
Eso último es lo que más irrita a los precavidos, ya que suelen ser ellos quienes terminan salvándolos de aprietos con un Claro, así quién no viaja con un bolsito .
Es que viajar con poco es adictivo. Ya nunca querrá otra cosa quien haya probado las mieles de no despachar valijas en los aeropuertos o prestarse a los inevitables tránsitos a pie con sólo una mochila. Siempre le bastará lo puesto, una muda, alguna forma de combinarlos para paquetear y, con lo mismo, una versión reducida para el calor y una versión completa para el frío; un necessaire con las dosis justas en envases pequeñitos; papel, lápiz y un libro.
Cuando esa fórmula quiere conjugarse en una familia es cuando surgen los inconvenientes. Mientras son chiquitos, porque son chiquitos y necesitan pequeños y molestos enseres como pañales, juguetes, ropita y multitud de objetos que se gastan, se pierden o se rompen y deben sustituirse so pena de arruinar la armonía de las vacaciones. Los chicos crecen y también sus demandas, hasta llegar a la adolescencia, en la que la inseguridad vital se traduce en atuendos y accesorios para todas las alternativas posibles y aún las improbables.
Para los minimalistas, esta batalla se libra antes de cada viaje. Sale una cosa, entran tres. Y aunque pierda la contienda y lleve mucho más de lo necesario, siempre faltará algo y será su culpa. En cambio, quienes cargan la casa entera como un caracol y no se angustian por los leves contratiempos de su traslado gozan de sus beneficios sin estrés: la indumentaria adecuada para cada momento, la pieza oportuna en el instante correcto. Y, sumergido, el resto del iceberg de equipaje que no se ve.
Como mi amiga Adriana: su bolso es como el de Mary Poppins. Como de la galera de un mago, salen papas fritas si se demora el almuerzo, agua si las papas fritas dieron sed, pañuelos de papel si escucha un estornudo y cuanto uno desee. Se ha ganado tanta reputación en su familia, que hace unos años, a su señal cargaron sin chistar todo el equipaje que había apartado para el viaje, aunque les pareció excesivo. En plenas vacaciones ella misma se percató de que además habían subido (y paseado) también dos cajas llenas de ropa de bebe fuera de uso de los chicos, almidonada y almacenada a la espera de la todavía remota posibilidad de nietos. Los bultos irreverentes se habían intercalado con el resto de las maletas, pero aún así nadie discutió su bien ganado juicio en qué poner y qué no en una valija.
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