Combinó humor con magia y se convirtió en una estrella de las redes, con más de 1 millón de seguidores
¿Cómo llega alguien a ser mago?
A los 8 años tocaba la batería en una banda de jazz y era el presentador. Mis viejos veían que cuando introducía el show, naturalmente me salían chistes, era muy simpático arriba del escenario. Entonces, cuando les pedí una pista de autos a los Reyes Magos, en lugar de eso, me trajeron un juego de magia. Me costó superar la decepción, pero después me empecé a copar. Preparaba shows para mi familia, y a los 12 años sentí que tenía que hacerlo frente a un público real, entonces salí a la calle. Mi primer espectáculo fue en la plaza Rivadavia con dos amigos, y fue el inicio de los shows callejeros que duraron dos o tres años. Los intercalaba con espectáculos privados, como fiestas de quince.
¿Cómo te recibía la gente en la calle?
Muchos re bien y otros muy mal; de hecho, les planteaban a mis viejos cómo me dejaban hacer eso, por qué estaba pasando la gorra y si no les daba vergüenza, pero ellos estaban felices con la iniciativa que tenía. Cuando la policía venía a echarme por denuncias de ruidos molestos, se peleaban para que me dejaran seguir, y me emanciparon para que pudiera facturar porque empecé a tener eventos como fiestas de quince y empresariales. La única condición era que me fuera bien en el colegio: más de una vez llamaron para suspender un show porque había reprobado una materia.
La penitencia era no poder trabajar, qué loco.
Claro, es que me empezó a fascinar lo que hacía. Llegaba tarde al boliche –después de los shows– y no me importaba. Y a los 19, mis viejos me sugirieron irme a Buenos Aires, porque en Bahía ya había hecho un montón.
¿Se te complicó alguna vez llegar a fin de mes?
La verdad es que mi carrera fue siempre en ascenso, por suerte. A los 22, justo cuando estaba por ser papá, la cosa estaba más peluda. Me ofrecieron laburar de payaso en una casa de hamburguesas y empecé el proceso de pruebas. Las pasé todas, me presentaron la oferta y era tentadora: sueldo fijo, prepaga suiza para toda la familia, etc. Lo dudé diez minutos, pero me di cuenta de que no quería ser un payaso en relación de dependencia. No soy un inconsciente que sigue a su corazón diga lo que diga, pero le doy mucha bola a lo que me pasa con las propuestas y creo que la carrera de un artista se arma más por los "no" que por los "sí".
Tu novia, Fernanda Metilli, también es comediante. ¿Cómo es la rutina de una pareja de humoristas?
El recurso del humor está muy presente en nuestra relación. La comedia es como un poder mágico que te ayuda a empezar una relación, a solucionar un problema de pareja que se puede frenar con un "Che, riámonos de esto". Lo bueno de ser comediantes es que el orgullo lo tenemos muy olvidado porque nos dedicamos a reírnos de nosotros.
Para eso hay que tener el ego en su lugar, ¿cómo está el tuyo?
Cualquier artista que se sube a un escenario y te dice "yo no tengo ego", es mentira: yo me subo para que me aplaudan y me griten cosas lindas. Más allá de que uno lo entienda como un servicio o un trabajo y que está buenísimo, ese es el fin. Hay que llevarse bien con el ego, que no es lo mismo que el orgullo. Que digan "te estás mandando una boludez" y poder decir "sí, es verdad" es no ser orgulloso.
¿Naciste con humor o lo aprendiste?
Siempre tuve una fascinación por los payasos, cuando venía el circo a Bahía Blanca me volvía loco y me quería quedar ahí; y cuando se desarmaba, me re angustiaba. También lo aprendí de mis viejos, que siempre fueron de transformar una situación traumática en una simpática.
Para hacer humor, tenés que meterte mucho en la psicología humana. ¿Hiciste terapia alguna vez?
Una banda. Estoy muy analizado. Tengo años de psicoanálisis, y tuve que ir al psiquiatra porque tuve ataques de pánico. Fue a mis 25 años, trabajaba mucho y mi hija era chiquita.
¿En qué momento escribís tus espectáculos?
De noche, tengo mi estudio con varios chiches e instrumentos con los que experimento a ver qué pasa. La hoja en blanco me resulta muy angustiante, pero después fluye.
Y más allá del momento de la escritura, ¿alguna vez estás bajón?
Sí, a full, mil veces. Los domingos son domingos para todos, y hay días en que tengo ganas de tener cara de culo.
Instagram fue un punto de inflexión en tu vida, ¿cómo empezaste?
Hace dos años, mi amigo Federico Cyrulnik me dijo: "Empezá a jugar en Instagram, es tu plataforma". Yo tenía mi cuenta, como todos, y cada tanto ponía mis fechas de teatro, pero nada más. Me explicó: "Fijate, son videos de quince segundos, tienen que generar empatía con el público, probá". Pensé: "Voy a hacer lo que realmente me divierta". Entonces, hice un video y lo vio un montón de gente, aumentaron los seguidores, y empecé a hacer dos o tres por día. Subí uno con mi hija, Bianca, que se viralizó, donde yo iba cantando en el auto y a ella se la notaba con mucha vergüenza, hasta que en un momento se empieza a reír.
¿Cuándo sentiste que te hacías famoso?
Un día, fui a una rotisería, pedí una pata y muslo y una ensalada rusa y no me las cobraron. Cuando salí, Bianca me dijo: "Papá sos famoso, te regalaron una pata y muslo".
Tenés tatuadas a las tortugas ninja...
Sí, una locura, en un brazo tengo todos dibujos animados: Elvira, Batman, Pinky y Cerebro, Dexter, un Zimba y Ren y Stimpy –que fue el primero–. En el otro, temática circense.
¿Cómo describirías lo que hacés?
Yo me siento payaso, de hecho, a veces en los aeropuertos pongo de ocupación "payaso". Son personas que tienen algunas herramientas que ponen al servicio de la comedia, no necesariamente con nariz roja y ropa grande.
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